En la Misa matutina del lunes 5 de febrero de 2018, el Papa Francisco exhortaba a un pequeño grupo de sacerdotes recién nombrados párrocos. ¿Qué consejo les dio el Romano Pontífice al inicio de su oficio pastoral? El Papa se expresó así: “Enseñad al pueblo a adorar en silencio”, para que “así aprendan desde ahora qué haremos todos allí, cuando por la gracia de Dios lleguemos al cielo”. Un camino, el de la adoración, duro y fatigoso como el del pueblo de Israel por el desierto. “Tantas veces pienso que nosotros no enseñamos a nuestro pueblo a adorar. Sí, les enseñamos a rezar, a cantar, a alabar a Dios, pero a adorar…”. La oración de adoración, dijo el Papa, “nos aniquila sin aniquilarnos: en el aniquilamiento de la adoración nos da nobleza y grandeza”.
Sin duda alguna, los que somos pastores del pueblo de Dios llevamos muy dentro del corazón el deseo de que nuestros fieles amen cada vez más a Jesucristo en la Eucaristía, haciendo de ella el centro de la vida parroquial y de nuestras comunidades de fe. La adoración es, además, condición para comulgar adecuadamente, como enseñaba san Agustín, y que es continuación natural del misterio y de la presencia real de Cristo en el sacramento.
En este sentido, los pastores del rebaño de Cristo debemos procurar una celebración no sólo bella y significativa, sino también respetuosa y acorde con la verdad de la fe y la disciplina de la Iglesia, que busca cuidarla adecuadamente.
En los últimos decenios, gracias al magisterio de los últimos Papas y a la labor incansable de innumerables sacerdotes anónimos, la adoración eucarística no sólo ha experimentado una recuperación justa, sino una popularidad beneficiosa para la vida espiritual de los cristianos.
Igualmente, este deseo y fervor eucarístico no siempre ha ido acompañado del discernimiento necesario, observándose en no pocas ocasiones errores, omisiones o incluso abusos litúrgicos, que muchas veces no se deben a una mala intención sino a una deficiente formación teológico-litúrgica de algunos agentes de pastoral.
Este artículo querría proponer algunas coordenadas para evaluar posibles prácticas pastorales que, bajo apariencia de un bien espiritual, pueden resultar poco convenientes para una verdadera y fructuosa experiencia de la fe en nuestras comunidades.
La exposición del Santísimo
En primer lugar, es bueno recordar que gracias a la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, la adoración eucarística ha dejado de ser una simple práctica de devoción eucarística, para convertirse en una celebración litúrgica de pleno derecho.
Como celebración litúrgica, implica un ritual, una asamblea litúrgicamente constituida, una normativa litúrgica y unas orientaciones pastorales propias. Por ello, el marco imprescindible de referencia es el “Ritual de la Sagrada Comunión y del Culto fuera a la Eucaristía fuera de la Misa”.
Los ministros deben celebrar la exposición del Santísimo según la ritualidad establecida, tal y como hacen cuando celebran cualquiera de los otros sacramentos o sacramentales. Bien es cierto que el actual ritual es bastante flexible a la hora de celebrar la exposición, siempre y cuando se respete el mínimo indicado. Ahora nos referiremos a algunas prácticas que se han extendido, pero que en su ritualidad y significado no concuerdan con lo que la Iglesia enseña en su liturgia y en la historia del dogma eucarístico.
Por un lado, es importante no romper el estrecho vínculo litúrgico-teológico existente entre la exposición de la Eucaristía y su celebración. La primera nace y se entiende desde la segunda. De hecho, la Iglesia entiende la adoración eucarística como prolongación de la Comunión sacramental, o como medio para una preparación adecuada a ella.
Afirma el Ritual: “Permaneciendo ante Cristo […] fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la devoción conveniente el memorial del Señor y recibir frecuentemente el pan que nos ha dado el Padre”. Por eso es importante educar a los fieles para que la adoración eucarística no llegue a comprenderse como un sustitutivo de la Comunión sacramental, o como una forma de “comunión” fácil o más sensitiva que la sacramental.
También debido a este vínculo entre exposición y sacrificio, la Iglesia no permite exponer el Santísimo Sacramento fuera del altar, y menos aún, en un lugar que no sea una iglesia. Solo en el caso de que la exposición sea prolongada puede colocarse la custodia en un expositorio elevado, siempre y cuando esté cerca del altar.
Ni la montaña, ni la playa, ni una casa particular, ni un jardín, ni un autocar, ni una barca en el mar de Galilea son lugares donde dar culto digno a Dios sacramentado, tal y como la Iglesia nos recuerda constantemente en sus documentos magisteriales, litúrgicos y canónicos tras la reforma del Concilio Vaticano II. En este sentido, tampoco está permitido que el Santísimo esté expuesto a solas, sin una asamblea litúrgica presente que esté rezando en adoración.
Por otro lado, la Iglesia ha enseñado durante siglos que la exposición del Santísimo tiene como finalidad única y primordial tributar adoración pública a Cristo en la Eucaristía, confesando rectamente la fe en la presencia real y desagraviando las ofensas que Dios pueda recibir, especialmente contra las mismas especies eucarísticas.
En este sentido, se hace cada vez más necesario un profundo discernimiento de la autoridad eclesiástica para velar por este fin cultual (latréutico) de la celebración de la exposición. De manera cada vez más frecuente se observa el uso de esta celebración (la exposición y adoración) como método de evangelización, como medio de aglutinar y promocionar la pastoral juvenil, como recurso para responder a las necesidades intimistas y emotivas de algunos perfiles espirituales o incluso como instrumentalización casi supersticiosa, pretendiendo del sacramento poderes o efectos milagrosos. En la adoración, la Iglesia nos enseña a confesar la verdad de la fe eucarística, el abandono en la voluntad de Dios, el silencio y la alabanza sencilla. En la adoración, la tradición litúrgica nos invita a “consentir a Dios”, no a “sentir a Dios”.
La consideración y el reconocimiento de la exposición del Santísimo como una verdadera celebración litúrgica, cuyo centro es Cristo que preside la asamblea eclesial, debe ayudarnos también a evitar manifestaciones rituales o espirituales que reducen este carácter de “cuerpo eclesial”.
Actualmente, nuestras comunidades no viven fuera de la cultura individualista y emotivista occidental, ni de la cada vez más fuerte influencia de la espiritualidad y ritualidad propia de grupos y comunidades evangélicas y pentecostales que no entienden las realidades sacramentales.
Tal y como nos enseña la Iglesia, la presencia de Cristo en la Eucaristía es sacramental y sustancial. Esto implica por un lado, que su presencia real no se da sin el signo sensible, que en este caso son las especies de pan y vino. Todo debilitarse el signo de pan y vino implica un ocultar la verdad del sacramento que es el mismo Cristo.
Ciertas celebraciones que se asemejan a “performances litúrgico-festivas” porque iluminan, encuadran, decoran o transforman las especies de pan y vino para generar un impacto sensible, desvirtúan el modo de presencia de Cristo en el sacramento. Igualmente, presentar la presencia de Cristo como si fuera algo más que sustancial hace difícil que nuestra relación eucarística con Él sea verdadera y fructuosa. Su presencia no es corporal, pues Cristo está en el cielo, sino sacramental. Pongamos algunos ejemplos.
La presencia sacramental y sustancial del Señor implica que no podemos entenderla en términos fisicistas, como parece que empieza a vivirse en algunos ambientes eclesiales.
En este sentido, un fiel no comulga más a Dios porque consuma más cantidad de pan consagrado (accidente cantidad), ni tampoco porque consuma de la forma del sacerdote (accidente cualidad). Igualmente, Dios no está más cerca de mí porque me acerquen el copón o la custodia, ni Dios me bendice más porque el sacerdote me bendiga a mí solo con la custodia (accidente lugar).
La fe de la Iglesia nos enseña que el único efecto que puede provocar esta práctica (reprobable) es la de excitar la sensibilidad subjetiva.
Son costumbres que no reflejan la fe verdadera de la Iglesia. En efecto, Cristo en las especies eucarísticas ni se mueve, ni se pasea físicamente, ni está físicamente delante o cerca de mí. Su presencia es solamente sustancial y no está sometida a ese tipo de cambios.
La fe nos enseña que los accidentes (locativo, cuantitativo, cualitativo) de Cristo están en el cielo. Por lo tanto, como decimos, Cristo no “me bendice” más y mejor, o más cerca o más lejos por desplazar la custodia, bendecir individualmente o exponer al Señor en cualquier lugar, como para simular que está fisicamente presente como en las escenas del Evangelio. La bendición es del ministro sagrado, y la bendición es sobre la asamblea litúrgica en su conjunto, como cuerpo de Cristo que es. Otra práctica insinuaría una comunión más plena con Cristo que la sacramental al comulgar en gracia de Dios. La preocupación de la Iglesia por una adecuada compresión de la presencia real lleva a que estas prácticas estén expresamente prohibidas, por contradecir las rúbricas establecidas en el ritual.
Celebraciones a través de la televisión
Igualmente, tampoco Cristo está presente ante mí, o me bendicen con Él, si veo una retransmisión por televisión o por internet. Lo que el fiel tiene delante no es el Señor, sino solo una pantalla, ante la que no corresponde arrodillarse ni pensar que nos bendice.
No hay sacramento ni celebración sacramental en el televidente, y solo hay una unión espiritual con la celebración que se visualiza si es en directo. Por otra parte, la única bendición a distancia que existe, y no necesita de YouTube, es la bendición “Urbi et Orbi”, que es un sacramental de la Iglesia referido solo al oficio del Romano Pontífice. Cualquier otro tipo de bendición retransmitida, más aún si pretende ser eucarística, no es en realidad bendición alguna. Es encomiable en este sentido, el esfuerzo de todos los pastores de la Iglesia para explicar bien a los fieles que una retransmisión litúrgica en directo no es participación en ella, sino solo un medio de carácter devocional para paliar la imposibilidad de asistir a ella, y para unirse con ella mentalmente. Otro modo de plantearlo supondría debilitar en sus fundamentos la misma realidad sacramental, y debilitar la importancia y necesidad de la Comunión a los enfermos y personas mayores.
Las procesiones con el Santísimo Sacramento
Por último, hemos de recordar que el culto eucarístico en la historia de la Iglesia se ha hecho solemne y público para confesar pública y solemnemente la presencia real de Cristo: bien porque se pone en duda, o bien porque sacrílegamente se ha atentado contra las mismas especies sagradas.
Tal como enseña el ritual, las procesiones con el Santísimo Sacramento, especialmente las del Corpus Christi, y las bendiciones en ellas previstas, tienen como finalidad respetar este carácter de confesión publica y culto de adoración.
Por ello, no se debe instrumentalizar el Santísimo Sacramento expuesto para otras finalidades que la de manifestar la fe de la Iglesia en la presencia real.
El Santísimo en la custodia, por ejemplo, no puede ser utilizado para hacer cordones sanitarios antivirus pandémicos, para hacer pensar a los fieles desde los campanarios o incluso helicópteros que Dios no se olvida de ellos, para bendecir los campos o pedir la lluvia, para realizar oraciones teatralizadas como si Dios hablara desde la custodia, para realizar curaciones físicas o para expulsar demonios y desinfestar un domicilio de la presencia maligna.
Cualquier abuso en este sentido, además de no confesar rectamente la fe de la doctrina eucarística, supondría una instrumentalización del Santísimo Sacramento como talismán y como remedio supersticioso, y una falta de fe y confianza en los sacramentales que la Iglesia ha instituido para esos fines concretos.