Enseñanzas del Papa

A las puertas del Jubileo 2025: la esperanza, ancla que no falla

A pocos días del inicio del Jubileo 2025, la bula "Spes non confundit" del Papa Francisco destaca la esperanza como eje central. Inspirada también en la encíclica "Spe salvi" de Benedicto XVI, resalta la esperanza cristiana como ancla y motor de transformación espiritual y reconciliación.

Ramiro Pellitero·2 de diciembre de 2024·Tiempo de lectura: 7 minutos
Papa reza

A principios de mayo se publicó la bula papal «Spes non confundit» («La esperanza no defrauda») de convocación para el jubileo de 2025. Ahora faltan ya pocas semanas para el comienzo del Año jubilar. 

Con este motivo presentamos aquí algunas claves del documento, a la vez que subrayamos su conexión con la encíclica «Spe salvi», de Benedicto XVI.   

¿Por qué «la esperanza no defrauda»? ¿Qué quiere decir san Pablo con esas palabras escritas a los cristianos de Roma? ¿De qué esperanza se trata? ¿Cómo vivir nosotros, aquí y ahora, de esperanza y testimoniarla ante quienes nos rodean?

El fundamento de nuestra esperanza

El subtítulo de la carta del Papa expresa el deseo y el ruego de que «la esperanza les colme el corazón» a cuantos la lean. Su título recoge, en efecto, unas palabras del Apóstol en su carta a los «Romanos» 5, 5. El contexto de ese escrito es que, antes de Cristo, toda la humanidad carecía de esperanza, por estar sometida al pecado. Necesitaba ser reconciliada con Dios. Y esto se realiza no por la Ley antigua (mosaica), sino por la fe como medio de alcanzar la justificación (vv. 1-4) a partir de la entrega de Cristo. Su resurrección es fundamento de nuestra esperanza en una vida transformada. Es una esperanza que no defrauda, «porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» («Romanos» 5, 1. 2-5). 

Así es como, bajo el signo de la esperanza cristiana, el Apóstol infundía aliento a los convertidos en Roma. Hasta entonces, había evangelizado en el área oriental del Imperio, ahora lo esperaba Roma con todo lo que ella significaba, por eso el gran deseo de llegar desde allí a todos: un gran desafío que debía afrontar, en nombre del anuncio del Evangelio, que no conoce barreras ni confines (cfr. n. 2). 

Esa esperanza constituye el mensaje central del próximo Jubileo, que según una antigua tradición el Papa convoca cada veinticinco años, como periodo de acción de gracias, renovación espiritual y reconciliación.

Se adelanta Francisco al acontecimiento: «Pienso en todos los peregrinos de esperanza [lema del jubileo] que llegarán a Roma para vivir el Año Santo y en cuantos, no pudiendo venir a la ciudad de los apóstoles Pedro y Pablo, lo celebrarán en las Iglesias particulares». 

Pide y desea que «pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, ´puerta’ de salvación» (cfr. Juan 10, 7.9). Por ello es también «nuestra esperanza» (1 «Timoteo» 1, 1). «Nuestra” significa aquí no solamente de los cristianos, sino que se ofrece a todas las personas de todos los tiempos y lugares. Porque ´todos esperan`» (n. 1) y muchos están desanimados. 

Sin duda el texto de Francisco evoca en nosotros a la encíclica de Benedicto XVI sobre la esperanza cristiana (2007). Ahí se dice que el hombre tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas» (en relación con el amor, con la profesión, etc.), pero no bastan para llenar la expectativa que sólo puede colmar una «gran esperanza», fundamentada en Dios (cfr. «Spe salvi», n. 30). Al mismo tiempo, nuestro actuar, nuestro sufrir y el horizonte del juicio final pueden ser «lugares del aprendizaje (escuelas) de la esperanza» (Ib., 32-48). Invita Benedicto a que la modernidad se haga la autocrítica de una esperanza puesta con frecuencia en el mero progreso. Pero también propone una autocrítica a los cristianos: les plantea «aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza» (n. 22), particularmente en la línea de evitar cierta perspectiva individualista de la salvación; pues la «esperanza para mí» solo puede ser auténtica si a la vez puede ser «esperanza para todos», como nos pide la comunión con Jesucristo (cfr. n. 28). 

Estamos viendo cómo estas luces reaparecen en el magisterio de Francisco con acentos a veces diversos.  

El mensaje cristiano sobre la esperanza

«La esperanza efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz» (n. 3). Un amor que llega a darnos a participar su misma vida (cfr. «Romanos» 5, 10), a partir del bautismo, por medio de la gracia y como acción del Espíritu Santo. 

La esperanza no defrauda porque se funda y se nutre de este amor divino por nosotros. Y no es que san Pablo ignore las dificultades y sufrimientos de esta vida. Para el Apóstol, «la tribulación y el sufrimiento son las condiciones propias de los que anuncian el Evangelio en contextos de incomprensión y de persecución» (n. 4; cfr. «Romanos» 5, 34; 2 «Corintios» 6,3-10). No como algo simplemente irremediable que hay que soportar; sino que precisamente «lo que sostiene la evangelización es la fuerza que brota de la cruz y de la resurrección de Cristo»(Ib.).Y todo ello lleva a pedir y desarrollar la virtud de la paciencia (que comporta la contemplación, la perseverancia y la confianza en Dios, que es también paciente con nosotros), también fruto del Espíritu Santo. «La paciencia (…) es hija de la esperanza y al mismo tiempo la sostiene» (Ib.).

En algunas ocasiones el Papa Francisco ha citado a Charles Péguy, cuando en el «Pórtico del Misterio de la segunda virtud» (1911) compara la fe, la esperanza y el amor a tres hermanas que van de la mano. La esperanza, más pequeña, va en medio, casi pasa inadvertida –de ella se habla poco– al lado de sus hermanas tan bellas y resplandecientes. Pero en realidad es ella quien las sostiene y las hace avanzar; y sin ella perderían su impulso y su fuerza. En cualquier caso, la fe, la esperanza y la caridad están una en la otra, “interpenetradas”, en cuanto participación de las energías –del conocimiento, del amor y de la acción– del mismo Cristo en los cristianos,

Los jubileos en el camino de la esperanza

Los jubileos se vienen convocando con regularidad desde 1300, con precedentes de indulgencias durante peregrinaciones ya en el siglo anterior. «La peregrinación a pie favorece mucho el redescubrimiento del valor del silencio, del esfuerzo, de lo esencial» (n. 5). Esos itinerarios de fe permiten sobre todo acercarse «al sacramento de la Reconciliación, punto de partida insustituible para un verdadero camino de conversión» (Ibidem).

Además, este jubileo se sitúa en continuidad con dos inmediatamente precedentes: el jubileo ordinario de los 2000 años del nacimiento de Jesucristo, a principios del nuevo milenio, y el extraordinario durante el Año de la Misericordia en 2015. Asimismo, se entiende como preparación del siguiente jubileo en 2033, por los dos mil años de la redención, obrada por la muerte y resurrección del Señor. Todo ello comenzará con la apertura de la Puerta Santa en la basílica de San Pedro en el Vaticano, el 24 de diciembre. Le seguirán en pocos días ceremonias similares en las otras tres grandes basílicas romanas. Celebraciones análogas se tendrán en las Iglesia particulares. Y se concluirá el 28 de diciembre de 2025. El sacramento de la Penitencia ocupa un lugar central en el jubileo, vinculado a la indulgencia que podrá obtenerse también en las Iglesias particulares. 

Signos de la esperanza

A todo lo anterior, Francisco añade que podemos no solo alcanzar la esperanza que nos ofrece la gracia de Dios, sino redescubrirla en los «signos de los tiempos» («Gaudium et spes», 4), que en sentido teológico nos permiten interpretar, a la luz del mensaje del Evangelio, los anhelos y las esperanzas de nuestros contemporáneos, para transformarlos en «signos de esperanza» (cf. n. 7). Entre estos signos deberían estar, propone Francisco, el deseo de la paz en el mundo, el deseo de transmitir la vida, los gestos correspondientes al mensaje de libertad y cercanía que aporta el cristianismo (comenzando en el plano social, con referencia a los encarcelados y a los enfermos, las personas con discapacidad, etc.).

Especialmente necesitan «signos de la esperanza» aquellos que la representanlos jóvenes. Muchos son capaces de reaccionar prontamente al servicio de los demás en situaciones de catástrofe o inestabilidad; otros están sujetos a circunstancias (sobre todo la falta de trabajo) que favorecen su sometimiento a la melancolía, las drogas, la violencia; los migrantes, exiliados, desplazados y refugiados, que van en busca de una vida mejor; los más débiles, porque en razón del servicio que les prestamos seremos juzgados (cf. Mt 25, 35 ss.); los ancianos y los pobres, casi siempre víctimas y no culpables de los problemas sociales.

Dos llamamientos a la esperanza

En la línea de esos signos o gestos de esperanza que se esperan de todos, en formas e intensidades diversas, el Papa invita a replantearse dos temas de ayer y de siempre, no menos urgentes: el destino y el reparto de los bienes de la tierra («no están destinados a unos pocos privilegiados, sino a todos», n. 6); la condonación de las deudas a los países que nunca podrán saldarlas (sin olvidar la «deuda ecológica» que el Norte tiene con el Sur, relacionada con desequilibrios comerciales, cfr. Ib. 6).

En ningún momento olvida Francisco el fundamento, en su caso y en el de los cristianos, de estos llamamientos: Jesucristo (que nos ha revelado el misterio de Dios uno y trino como misterio de amor), cuya divinidad celebraremos de nuevo con motivo de los 1700 años del Concilio de Nicea, y cuya pascua -ójalá- podamos llegar a celebrar los cristianos en una fecha común. 

El ancla de la esperanza

En el dinamismo de las virtudes teologales, señala el obispo de Roma, «la esperanza es la que, por así decirlo, señala la orientación, indica la dirección y la finalidad de la existencia cristiana» (n. 18). Por ella aspiramos a la vida eterna, como destino definitivo y conforme a la dignidad humana; pues «tenemos la certeza de que la historia de la humanidad y la de cada uno de nosotros no se dirigen hacia un punto ciego o un abismo oscuro, sino que se orientan al encuentro con el Señor de la gloria» (n. 19). 

Sobre el fundamento de la fe en Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación, los cristianos esperamos y anunciamos la esperanza en una vida nueva, en torno a la plena y definitiva comunión con Dios y su amor. Así la han testimoniado especialmente los mártires cristianos(el jubileo será una buena ocasión para una celebración ecuménica). Y el juicio final será un testimonio del predominio de ese amor, que vence el mal y el dolor del mundo. 

Para que podamos participar plenamente en la comunión con Dios y con los santos, se nos exhorta a pedir por los difuntos que están en el purgatorio y aplicar por ellos la indulgencia jubilar; a confesar nuestros pecados en el sacramento de la Penitencia para obtener la indulgencia (remoción de los efectos residuales del pecado), también para nosotros mismos; a promover la práctica del perdón (que hace posible una vida sin rencor, ira y venganza), pues «el futuro iluminado por el perdón hace posible que el pasado se lea con otros ojos, más serenos, aunque estén aún surcados por las lágrimas» (n. 23). Todo ello con la ayuda de los «misioneros de la misericordia» que Francisco instituyó en el Año de la misericordia. Y con el «testimonio más alto» de María, la Madre de Dios, madre de la esperanza, estrella del mar: «¿Acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?», le dice la Virgen de Guadalupe a Juan Diego. 

Y señala Francisco: «Esta esperanza que nosotros tenemos es como un ancla del alma, sólida y firme, que penetra más allá del velo, allí mismo donde Jesús entró por nosotros, como precursor» (n. 25, cfr. Hb 6, 18-20).

En medio de las tempestades de nuestra vida, señala quien sucede a Pedro, «la imagen del ancla es sugestiva para comprender la estabilidad y la seguridad que poseemos si nos encomendamos al Señor Jesús, aun en medio de las aguas agitadas de la vida». Y desea que nuestra esperanza, especialmente en el Año jubilar, sea “contagiosa” para cuantos la desean.

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