Ya estamos en Cuaresma. Así como, a lo largo del año, hay tiempos de higos, mandarinas o fresas, también hay tiempos para cosechar más gracia en el campo de Dios que es el mundo. En estos cuarenta valiosos días, en la zona mediterránea –donde Jesús nació, vivió y murió– y en otras partes del orbe, veremos florecer las plantas más valientes, aquellas que fueron capaces de superar un invierno más. Esto nos puede servir de recordatorio para preparar el evento central del año cristiano: la Pascua de la Resurrección del Señor.
¿Otra vez?, ¿todos los años la misma historia? No, ninguna Pascua es igual a otra. Objetiva y subjetivamente hablando. Cada vuelta del tornillo es similar a la anterior pero no igual, porque ahora el tornillo está más metido que antes. Por eso merece la pena repasar los principales eventos de la vida de Jesucristo con una pequeña serie de artículos que te ayudarán a aprender o a recordar el significado especialísimo que tuvo aquella primera (y sangrienta) Pascua en Jerusalén.
El Huerto de los Olivos
Nos situamos en el Huerto de los Olivos, también llamado Getsemaní, donde el alma de Cristo comenzó a estar turbada. Las palabras que usa (“Mi alma está triste hasta la muerte”: Mt 26, 38) provienen del Salmo 43, 5, lo que ya empieza a ofrecer una clave interpretativa de todo lo que se seguirá hasta el día siguiente: los libros de la Biblia judía ya profetizaban el sufrimiento del Señor.
Este huerto se ubica en las afueras de Jerusalén, separado por el valle del torrente Cedrón. El Getsemaní, o literalmente “prensa de aceite” en hebreo, es uno de los sitios más venerados de la cristiandad. Como aclara el Papa Benedicto XVI en su libro “Jesús de Nazaret”, los árboles actuales de ahí no remontan al tiempo de Cristo, pues el emperador romano Tito, en el año 70 d.C., hizo talar todos los árboles de los entornos de Jerusalén, incluidos los del Monte de los Olivos. Para allá fueron Pedro, Juan y Santiago, los más especiales de entre los apóstoles, junto a Jesús.
Desde allí se puede ver perfectamente y de cerca el precioso Templo y la zona más alta y antigua de la ciudad. El Señor solía reunirse allí con sus discípulos –Judas Iscariote incluido– para rezar con más tranquilidad y con una buena vista. El jueves santo fue la última vez que lo hizo, y era de noche.
Apartándose de los tres, Cristo se postró en el suelo, modo insólito de orar para un judío, acostumbrado a elevar su alma a Dios estando de pie y a lo mejor con los brazos abiertos, en actitud de prontitud y receptividad. El grupo había acabado de cenar hacía poco tiempo, y todo el contexto de la celebración de la pascua judía, sumado al habitual ritmo intenso de predicación junto al Maestro, les trajo un sueño irresistible. Aparte de esos motivos naturales –a los cuales, por cierto, también Jesús estaba sometido– se añaden los sobrenaturales: el trío no compartía las preocupaciones del Señor, no habían comprendido correctamente los tres anuncios de la Pasión que les habían sido hechos, no vibraban al unísono con las ansias redentoras de Jesús.
Tiempo después, cuando trataron de poner todo esto por escrito (Juan directamente mediante su evangelio, y Pedro a través del evangelista Marcos), podrían acordarse de los cariñosos reproches que les hizo Cristo aquel día; en cambio Marcos tuvo que reconstruir, con base en el Padrenuestro y en otras enseñanzas de Jesús, lo que Él hubiera dicho al Padre en su oración íntima a distancia mientras los tres elegidos entre los elegidos dormían descontroladamente. Mateo y Lucas beberían de la fuente de Marcos para escribir sus evangelios. Únicamente Lucas nos dirá además que el Señor llegó a sudar sangre durante esa afligida oración, y que bajó un ángel del cielo para consolarle. Quizás se enteró de eso porque se lo dijo Santiago.
La traición
Tras alinear toda su interioridad humana con la voluntad divina, Jesús distingue a lo lejos unas antorchas y unos crecientes ruidos metálicos y de numerosos pasos acercándose. Ya sabe quiénes son: Judas con un grupo de judíos. Aún así, no deja de llamar “amigo” a su ex-apóstol, pues su omnisciencia no le impide dar a Judas una última oportunidad de arrepentirse. En vano: es la hora de las tinieblas. Entonces su valentía es tanta que la sencilla frase “Yo soy” hace que Judas y su grupo caigan en tierra. Cualquier judío del siglo I d.C. que escuchara la expresión “Yo soy” se acordaba en seguida de las palabras de Dios a Moisés cuando éste le preguntó su nombre: “Yo soy el que soy”, respondió Dios, frente a lo cual el mismo patriarca nada pudo contestar.
El experiente y precavido Pedro se había traído una espada y reaccionó de forma violenta: cortó la oreja a uno del otro bando. En su desordenado afán de proteger a su amado Dios y Señor, antes ya había intentado de palabra disuadirle de afrontar la muerte, y por eso fue duramente reprendido; ahora, en cambio, va más lejos e intenta impedir ese desenlace con violencia, y nuevamente es corregido. Un último milagro de curación física, la restitución de la oreja derecha del pobre Malco, confirma que incluso en situaciones extremas, Jesús no deja de ser misericordioso y compasivo con todos.
En el libro “La agonía de Cristo», santo Tomás Moro resalta el hecho de que, aunque Judas haya entregado a Jesús para que sea muerto, la muerte de Judas mismo precedió a la de Jesús. De hecho san Mateo nos cuenta que Judas, “después de arrojar las monedas de plata en el Templo, fue y se ahorcó” (Mt 27, 5). ¡Pobre hombre! Buscando la muerte de aquel que le había dado la vida terrena y la vida eterna, acabó suicidándose como un condenado. ¡Si hasta el último instante todo se hubiera podido resolver con un sencillo y sincero acto de contrición!
Pero Judas no fue el único apóstol traidor. Todos los demás, con excepción del adolescente Juan, huyeron como si nunca hubieran conocido a Jesús ni prometido padecer el martirio por su causa. Efectivamente, aún no le conocían del todo, por eso huyeron. Nosotros con mucha probabilidad habríamos hecho lo mismo. Afrontar la muerte por Cristo es una gracia, y solo la recibimos si Dios nos la quiere dar. Sin embargo, aquel era el momento en que el Señor iba a ser abandonado. La turba atrapó a Jesús y, como a un malhechor, se lo llevaron. Querían librar a Israel de quien les parecía un falso profeta o un falso Mesías. Creían estar salvando Israel. E, indirectamente, de hecho lo estaban haciendo, pero a pesar de sí mismos. El plan de Dios se cumple.