Mientras Juan estaba encadenado en la oscura y húmeda mazmorra de Herodes, la profecía de Isaías que escuchamos en las lecturas de este domingo debió de resultarle difícil de creer: “El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá […] con gozo y cantos de júbilo. Le ha sido dada la gloria del Líbano […] Contemplarán la gloria del Señor, la majestad de nuestro Dios”. Allí, en aquellas miserables profundidades, había pocos signos evidentes de la gloria y la majestad de Dios. ¿Pensaría Juan en estas otras palabras mientras el soldado entraba a cortarle la cabeza: “Decid a los inquietos: ‘Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará’”? No había una salvación obvia.
Aceptémoslo: muchas veces el Adviento canta una alegría que no vemos. “Entrarán en Sion con canticos de júbilo; alegría perpetua a la cabeza; siguiéndolos, gozo y alegría, pena y aflicción se alejarán”.
Pero, antes de morir, Juan había conseguido enviar unos mensajeros a Jesús para preguntarle: “¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro?”. ¿Buscaba Juan su propio beneficio? ¿Empezaba a tener dudas? ¿O era por el bien de sus discípulos, para dirigirlos hacia Jesús ya que él, Juan, sabía que su propio tiempo en la tierra se estaba agotando? Lo sabremos en el cielo; pero Jesús apuntó a los milagros que estaba haciendo, todos ellos signos que cumplían las profecías del Antiguo Testamento sobre el Mesías como aquel que daría la vista a los ciegos, haría caminar a los cojos y oír a los sordos, daría vida a los muertos y predicaría a los pobres. Nuestro Señor alabó luego a Juan el Bautista por su austeridad de vida: había elegido la pobreza en la alimentación, en el vestido y en la vivienda. Esta fidelidad le había convertido en el mayor de todos los profetas.
Y aquí está la cuestión: el Adviento no es todavía la plena revelación de Dios. Es la preparación para ella. Tiene un elemento de oscuridad, incluso de mazmorra. Para triunfar en la tierra -y para preparar su triunfo final y definitivo-, Dios necesita hombres y mujeres fieles que estén dispuestos a perder incluso su vida. Son gente del Adviento, los otros Juanes, que están dispuestos a sacrificar la comodidad, la libertad, la luz y la vida para preparar el camino a Dios. Se convierten en el camino de Dios, en su autopista, para que él la recorra. Pero ser autopista no es cómodo: implica ser pisado y expuesto a los elementos. Dios acabará triunfando, pero sólo mediante el sacrificio y el sufrimiento de las almas fieles, principalmente de Cristo mismo y, en él, de sus mártires. Esto requiere mucha paciencia, como explica Santiago en la segunda lectura. Porque Juan, en sus cadenas y en sus tinieblas, renunció al movimiento, a la luz y, finalmente, a su vida, otros han llegado a caminar, a ver y a vivir.
La homilía sobre las lecturas del domingo III de Adviento
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.