En la primera gran parte de su Evangelio, Juan intercala una serie de signos con unos diálogos y discursos que los explican y confirman.
El llamado “signo de la Luz”, la curación del ciego de nacimiento en Siloé (Jn 9, 1-17), está precedido por unas controversias con algunos judíos en torno a la celebración de la Fiesta de los Tabernáculos. Jesús se presenta como agua y luz del mundo (= vida) (cfr. Jn 1, 4; 8, 12). En un encuentro de fe con Jesús, un ciego de nacimiento es bautizado/iluminado. El pasaje muestra las buenas disposiciones de ese hombre y su camino hasta la confesión de fe: “Creo, Señor” (Jn 9, 38).
En Jn 7, 14 – 8, 59 se pueden individuar siete diálogos entre Jesús y diversos grupos de judíos. En ellos, Jesús se manifiesta como enviado del Padre. En el último (Jn 8, 31-59), Jesús ofrece la verdadera libertad al que, habiendo comenzado a creer, permanezca en su palabra. Pero, ante la incapacidad de algunos de los interlocutores para hacerlo, Jesús dirige el diálogo hacia la causa profunda de esa incapacidad.
El camino de la libertad (Jn 8, 31-41a)
Jesús dice que el que permanece en lo que él ha predicado es su discípulo, y que este es el camino para conocer una verdad que libera; esa verdad es lo que Jesús ha dicho sobre él mismo y sobre el Padre (Jn 1, 14.17-18; 8, 32.40). Pero los judíos con los que habla le dicen que ellos son descendencia de Abrahán (Gn 22, 17-18) y que siempre han sido libres.
Jesús les dice que descendencia y filiación son dos cosas diferentes: el hijo (= el libre), que es el que permanece en la casa para siempre (aquí, el que recibe la bendición del Padre; cfr. Mt 17, 25-26; Ga 4, 30; Hb 3, 5-6), es el que escucha al Padre, y esa escucha se manifiesta en las obras, de modo que, si uno peca, es que ha escuchado al pecado, y por el pecado ha sido hecho esclavo o, lo que es lo mismo, es esclavo del pecado (cfr. Ga 5, 1; Rm 6, 17; 7, 7 ss; 8, 2; 2 P 2, 19; 1 Jn 3, 8). Solo el Hijo de verdad, Jesús, puede disipar las tinieblas y liberar de esa esclavitud.
Jesús acepta que los judíos son linaje de Abrahán (Jn 8, 37), pero no que sean hijos (Jn 8, 39), porque las obras que hacen, y ahí demuestran su pecado, no son las que hizo Abrahán: escuchar a Dios (dar cabida a la palabra de Dios; cfr. Jn 5, 38; 15, 7), obrar con fe y acoger a sus emisarios (Gn 12, 1-9; 18, 1-8; 22, 1-17; cfr. Lc 16, 19-31). Es una alusión indirecta a su falta de fe (cfr. Ga 3, 6; Rm 4, 3; Hb 11, 8. 17; St 2, 22-23). Lo que sí han hecho y hacen es lo que han oído a su verdadero padre: eso es lo que define su filiación (Jn 1, 12). Jesús ha visto al Padre (con claridad; Jn 5, 19) y de esa verdad habla; los judíos imitan lo que han oído (con engaño) a otro padre.
Hijos del padre de la mentira (Jn 8, 41b-47)
Los judíos responden a Jesús, usando una imagen típica de los Profetas (Jn 8, 41; cfr. Os 1, 2; 4, 15; Ez 16, 33-34), que ellos son hijos de Dios porque con ellos se ha sellado la Alianza (Ex 4, 22; Dt 14, 1; 32, 6). Jesús les replica que, si fueran hijos de Dios, su padre sería el mismo que el suyo y, por tanto, le amarían como a un hermano y le escucharían. Y entonces habla de proveniencia: él, Jesús, es (viene) de Dios (Jn 7, 28; 17, 8; 1 Jn 5, 20) y hace su voluntad (Jn 4, 34; 5, 36), pero ellos no son de Dios porque las apetencias que quieren cumplir no son las de Dios, sino que buscan matarle (Jn 7, 19. 20. 25), y en eso muestran que son hijos del que introdujo en el mundo el homicidio (así, Caín mató a Abel; Gn 4, 8; 1 Jn 3, 12-15) por medio de la mentira (engaño a Adán y Eva; Gn 3, 1-5): el diablo.
Las palabras de Jesús abordan dos cuestiones cruciales. La primera, la identidad del diablo, al que esos judíos hacen padre cuando le imitan. Jesús alude a lo que dice el inicio del Evangelio: en el principio estaba la palabra (verdadera), que es la que él siempre pronuncia (Jn 1, 1; cfr. 8, 25), mientras que el diablo, que, antes de caer, estaba en el ámbito de la verdad, se ha hecho inicio de toda mentira y muerte de modo que, cuando habla, no dice verdad, sino que saca de su interior lo que le es propio: la mentira (Jn 8, 44). Al procurar la muerte de Jesús, los judíos están haciendo la obra (propósito) del diablo (cfr. Sb 2, 24; Si 25, 24; Jn 13, 2. 27). La otra cuestión es el misterio de por qué los judíos no le escuchan si habla la verdad y en él no hay pecado (cfr. Jn 8, 7-9; Hb 4, 15; Is 53, 9). La causa es que ellos no son de Dios: quien escucha a la mentira no puede comprender y acoger la verdad, porque está cerrado a ella; es más, la manifestación de la verdad incrementa en él el rechazo a esa luz, aumentando el endurecimiento y la ceguera (Jn 3, 20; 1 Jn 4, 6). Y solo Jesús puede sacar al hombre de esa dinámica.
Jesús revela su identidad: “Yo soy” (Jn 8, 48-59)
Los judíos acusan a Jesús de ser cismático y de llevar al demonio dentro. Pero Jesús reafirma que él tiene a Dios por Padre, y que lo honra y hace su voluntad (Mc 3, 22-25). Es más, él no busca su propio prestigio, y esto asegura que dice la verdad (Jn 7, 18).
A la afirmación de que el que permanezca en él vivirá y no verá la muerte (Jn 5, 24; 8, 51), los judíos, entendiendo mal esa “muerte”, retoman la figura de Abrahán diciendo que hasta las personas más grandes han muerto. Entonces Jesús les habla de su propia muerte y de su glorificación (Jn 12, 23. 31; 13, 31; 17, 1), que será condena del diablo y los suyos (Jn 16, 11). Pero ellos no entienden. Esa vida, la otorgada por el Padre, es la de verdad, pero como no conocen al Padre ni guardan su palabra, ni la comprenden ni la recibirán. Con ironía, Jesús les dice que Abrahán, al que llaman padre, deseó ver el “Día de Jesús” y que, de hecho, ya lo ha visto. Y eso lo ha llenado de alegría. El mismo Abrahán da así testimonio de Jesús, el cual es antes de que Abrahán naciese. Jesús es el verdadero cumplimiento de la historia de Israel (Mt 13, 17; Jn 5, 46; Hb 11, 13): “Yo soy” (Jn 8, 12. 58).
Profesor de Nuevo Testamento, Universidad de Navarra.