Nos enseña la Iglesia que “el plan de la revelación divina se realiza con hechos y palabras intrínsecamente conexos entre sí” (Dei Verbum, n. 2). Esto lo vemos cumplido en el Evangelio donde nos encontramos con Jesús que “comenzó a hacer y enseñar” (Hch 1, 1). Su vida pública está entremezclada de “palabras y obras, señales y prodigios”, llevando así a cumplimiento las promesas divinas “para librarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna” (Dei Verbum, n. 4). Los evangelios testimonian esa perfecta armonía de los hechos y dichos de Jesús: “Pasó por toda Galilea predicando en sus sinagogas y expulsando a los demonios” (Mc 1, 39), de modo que Jesús, con su palabra, al mismo tiempo que enseña, salva.
En las sinagogas
Jesús, como buen israelita, acudía el sábado a la sinagoga, en las ciudades y aldeas que recorría, y tomaba la iniciativa para enseñar el sentido de las Escrituras, de un modo nuevo, creando una fuerte impresión en los oyentes. Así ocurrió al entrar en Cafarnaúm: “En cuanto llegó el sábado fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Y se quedaron admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas” (Mc 1, 21-22). Además, en esa misma ocasión, expulsó a un demonio de un hombre que se encontraba en la sinagoga. Al verlo, “se quedaron todos estupefactos, de modo que se preguntaban entre ellos: —¿Qué es esto? Una enseñanza nueva con potestad. Manda incluso a los espíritus impuros y le obedecen” (Mc 1, 27). Esta primera predicación y los primeros milagros de Jesús hicieron que su fama corriera “pronto por todas partes” (Mc 1, 28), de modo que le seguían “grandes multitudes de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y del otro lado del Jordán” (Mt 4, 25).
Fuera y en casa
Tal era la fama de Jesús, “que ya no podía entrar abiertamente en ninguna ciudad, sino que se quedaba fuera, en lugares solitarios. Pero acudían a él de todas partes” (Mc 1, 45). Vemos a Jesús obligado a realizar su ministerio público fuera de los centros urbanos de Galilea, convirtiendo la tierra despoblada en lugar concurrido. Pero había que regresar; el evangelista nos dice que Jesús, “al cabo de unos días” (Mc 2, 1) volvió a Cafarnaún. Podemos pensar que llegó con sigilo, después de entrar por una entrada secundaria de la ciudad, para no ser visto por la gente. Pero Jesús es muy conocido en Cafarnaún: es “su ciudad” (Mt 9, 1), desde que, al regresar a Galilea desde Judea, había dejado Nazaret (cfr. Mt 4, 13); y allí tiene casa, muy probablemente la de Pedro (cfr. Mc 1, 29). En otra ocasión, junto a la puerta de la casa se había agolpado “toda la ciudad”: allí le llevaban los enfermos y endemoniados y los curaba (cfr. Mc 1, 32-34). Como era de esperar, “se supo que estaba en casa y se juntaron tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio” (Mc 2, 2). De nuevo, la casa de Cafarnaún fue punto de reunión de una muchedumbre que no se conformaba con la predicación semanal en la sinagoga, sino que estaba hambrienta de la palabra de Dios. Se cumplían las palabras que el Señor dirigió a Moisés: “No solo de pan vive el hombre, sino de todo lo que sale de la boca del Señor” (Dt 8, 3). Y la casa de Pedro se convirtió en una improvisada sinagoga, pues ante el gentío Jesús “les predicaba la palabra” (Mc 2, 2).
Tus pecados te son perdonados
Ya cuando estuvo en la sinagoga Jesús había curado a un endemoniado; en esta otra ocasión, “en casa” (Mc 2, 1), durante la predicación, “vinieron trayéndole un paralítico, llevado entre cuatro”. Por el inmenso gentío era imposible acercarlo a Jesús, así que, haciendo un boquete en el techo, lo descolgaron en su camilla de modo que quedó frente a Jesús. Esta vez fue Él quien se admiró: “Al ver la fe de ellos le dijo al paralítico: —Hijo, tus pecados te son perdonados” (Mc 2, 5). Todos esperarían otro prodigio curativo; sin embargo, esas palabras resultaban nuevas. Sin duda, algunos pensarían que la causa de aquella enfermedad eran los pecados de aquel hombre, según la mentalidad difundida por entonces. Otros, los más sencillos, estarían convencidos del poder divino de Jesús, también para perdonar pecados. Pero los escribas allí presentes “pensaban en sus corazones: ‘¿Por qué habla éste así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?’” (Mc 2, 7). En esto último, tenían razón, pero no tenían fe.
Es significativo que esta frase está transmitida de modo exacto en los tres evangelios que narran el milagro (Mateo, Marcos y Lucas): “Tus pecados te son perdonados”. En el resto de la narración hay ligeras variantes, como es habitual en los pasajes paralelos de los evangelios sinópticos. Es una expresión en voz pasiva cuyo sujeto agente es Dios, pero no se cita, por respeto al nombre divino: es la llamada en exégesis bíblica “pasiva divina”.
Después de perdonar los pecados, Jesús cura al paralítico, confirmando así su divinidad. Por eso, el Maestro de Nazaret es Jesús, “Dios que salva” con su palabra. Al final, viendo al paralítico sanado del todo, “todos quedaron admirados y glorificaron a Dios diciendo: —Nunca hemos visto nada parecido” (Mc 2, 12).
Profesor de Sagrada Escritura