Una de las características del evangelio de Lucas es el énfasis puesto en Dios misericordioso. Las parábolas del capítulo 15 (oveja perdida, dracma perdida e hijo pródigo) son emblemáticas en este sentido. Esta misericordia la encarna Jesucristo, cuando se conmueve y atiende las necesidades de los demás (cfr. Lc. 7 13; 11, 14; 13, 10; etc.). Pero Jesús exige que también sus discípulos practiquen la misma misericordia. Las palabras del sermón de la montaña (“sed vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto”, Mt 5, 48) tiene un nuevo matiz en el discurso en el llano: “sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso”, Lc 6, 36). Esta enseñanza es magistralmente narrada en la parábola del buen samaritano.
¿Qué…? ¿Cómo…?
Un doctor de la Ley se “levantó” y dijo a Jesús “para tentarle”: “¿Qué puedo hacer para heredar la vida eterna?” (Lc. 10, 7, 25). Parecen dos actitudes incompatibles: “tentar” al Maestro y querer “heredar la vida eterna”. Pero Jesús quiere aprovechar la ocasión, pues detrás de esa tentadora interrogación -una pregunta radical- puede esconderse un deseo sincero de verdad y mayor coherencia. La respuesta del Maestro hace cambiar los roles: el doctor se convierte de interrogador a interrogado: “¿Qué ha sido escrito en la Ley? ¿Cómo [la] lees?” (Lc. 10, 26), le responde Jesús. Estas dos preguntas parecen referirse la primera a lo que dice la Escritura y la segunda a cómo hay que interpretarla.
El escriba responde solo a la primera, aludiendo a dos textos de la Escritura: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente [Dt 6, 5], y a tu prójimo como a ti mismo [Lv 19, 18]”. El Maestro lo elogia y le invita a practicar lo ya sabido. Pero el doctor quiere justificarse preguntando quién es su prójimo. La respuesta, una parábola, servirá para esclarecer la segunda pregunta del Maestro: ¿Cómo lees la Escritura? El amor a Dios es incuestionable, pero la práctica del amor al prójimo supone una toma de posición, que, a ojos del doctor, parece que va a ser cuestionada. Aun así, la pregunta está hecha, y el diálogo puede continuar.
Un samaritano
La parábola está perfectamente situada. Un hombre baja de Jerusalén a Jericó y es asaltado por unos bandidos y abandonado medio muerto. Casualmente un sacerdote también bajaba por el mismo camino, y viendo al hombre, evitó acercarse a él, quizá por conservar la pureza legal (cfr. Lv 5, 3; 21, 1). Lo mismo un levita: pasa por ahí, lo ve y tampoco se acerca. Ambos, como volviendo de ejercitar su función sacerdotal en Jerusalén, no son capaces de conjugar el amor al prójimo con el servicio de Dios. Sin embargo, un tercer hombre, considerado despreciable por ser samaritano, al pasar por allí y verlo, “se movió a compasión”, más literalmente “se le movieron las entrañas”. La secuencia de los tres personajes es la misma: pasan por allí y lo ven. Los dos primeros evitan el encuentro, el tercero “se compadece”. Es el mismo verbo que Lucas utiliza cuando Jesús vio a la madre viuda cuyo único hijo llevaban a enterrar. “El Señor la vio y se compadeció de ella” (Lc 7, 13).
Es la palabra clave de la parábola: “compadecerse” (en gr.: splanjnizomai), en claro contraste con “pasó de largo”. El samaritano, del movimiento interior del corazón, pasó a la acción: “se acercó y le vendó las heridas echando en ellas aceite y vino. Lo montó en su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta»” (Lc 10, 34).
¿Cuál es mi prójimo?
Terminada la parábola, la pregunta de Jesús invierte los términos de la pregunta del doctor. Este quería saber hasta dónde llegaba el precepto del amor al prójimo. ¿Hay límites? ¿Hay personas que están excluidas de ese prójimo? Sin embargo, Jesús le dice: “¿Cuál de los tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?” (Lc. 10, 36). No se trata de saber quién es mi prójimo, sino de serlo uno mismo con su modo de actuar: moverse a compasión ante el sufrimiento ajeno y hacer lo posible para mitigarlo.
Ante un relato tan claro, el doctor no duda en identificar al que se comportó como prójimo, y responde con la idea clave del texto, esta vez usando una palabra sinónima: “El que tuvo misericordia de él” (Lc 10, 37, en gr.: eleos). Jesús concluye con una respuesta parecida a la primera invitación: “Pues anda, y haz tú lo mismo” (Lc 10, 37). Es fácil imaginarse una sonrisa de Jesús unida a la invitación, viendo que el doctor ha sabido rectificar su inicial actitud.
Con su compasión, Jesús encarna al Dios cuya misericordia es infinita (cfr. Sal 136). Es más, al mostrar al samaritano haciéndose cargo del pobre malherido e invitando al posadero a hacer lo mismo en los días siguientes, Jesús, en su pasión y muerte, encarna la figura del samaritano, tomando sobre sí nuestras enfermedades y cargando con nuestros dolores (cfr. Is 5, 4). Y así los dos mandamientos quedan unidos en la acción: la adhesión amorosa a Dios se refleja en comportarse como prójimo de los demás, teniendo a Jesús por modelo, pues es Él quien se ha hecho prójimo a todos los hombres.
Profesor de Sagrada Escritura