En el Antiguo Testamento la viña era una imagen recurrente para describir el amor y el cuidado de Dios a su pueblo y a Jerusalén. Israel era la viña escogida de Dios, que Él había creado y formado con especial atención. Las lecturas de hoy nos dan un ejemplo del uso de esta imagen. El salmo describe a Israel como “la cepa que tu diestra [de Dios] plantó”. Y en un pasaje de Isaías, escuchamos lo que se conoce como “la canción de la viña”.
El lenguaje está lleno de amor y ternura: el amor del profeta por Dios (al que se refiere como “mi amado”) y el amor de Dios por su pueblo, descrito mediante la metáfora de la viña: “Mi amigo tenía una viña en un fértil collado. La entrecavó, quitó las piedras y plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó un lagar”. Y luego Dios mismo dice: “¿Qué más podía hacer yo por mi viña que no hubiera hecho?”. El salmo añade: “Sacasta una vid de Egipto, expulsaste a los gentiles, y la trasplantaste”.
En otras palabras, Dios no podía haber hecho más para establecer a Israel y ayudarlo a florecer. Pero Israel nunca correspondió a tan gran amor, y por eso Dios se lamenta: “¿Por qué, cuando yo esperaba que diera uvas, dio agrazones?”. Las uvas malas del pecado.
Y tanto en la primera lectura como en el salmo, Dios anuncia los castigos derivados de la falta de correspondencia de Israel: el derribo de sus murallas (las de Jerusalén), su abandono y falta de cuidados, el robo de sus productos, su devastación por los animales y la falta de lluvia.
No es sorprendente, por tanto, que Jesús utilice esta imagen para advertir a Israel. También describe el gran cuidado que puso Dios en establecer a Israel mediante la imagen de la construcción de la viña. Es como si dijera: “Arrepentíos, o los castigos amenazados a la viña caerán ahora sobre vosotros”.
Jesús cuenta una parábola en la que un terrateniente intenta repetidamente obtener los productos a los que tiene pleno derecho de los arrendatarios a los que ha arrendado la viña, pero, cuando envía a sus criados a buscarlos, son maltratados.
Finalmente, el propietario, que es Dios Padre, envía a su Hijo, que es Jesús, pero los labradores lo matan. Jesús predice su muerte para intentar advertir a los israelitas de que sabe lo que están haciendo y a qué conducirán sus acciones.
A lo largo de la lectura de hoy percibimos el mal de la obstinación y la resistencia a la gracia. Solo conducen al desastre, primero en la tierra, pero en última instancia en la otra vida. Vemos a un Dios que, a pesar de todo su amor, o más bien a causa de él, se molesta por lo que hacemos y se enfada por nuestros pecados.
La obstinación en el pecado nos llevará a la perdición y la paciencia de Dios tiene, en cierto sentido, límites. No nos impondrá su gracia y, si la rechazamos, la ofrecerá a otros en lugar de a nosotros.
La homilía sobre las lecturas del domingo XXVII del Tiempo Ordinario (A)
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas del domingo.