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El poder escondido del sentido del oído

Entre los tres sentidos que podemos llamar primarios destaca el sentido del oído y la capacidad de escucha del ser humano. El oído sería el sentido de los sentidos

Ignasi Fuster·8 de febrero de 2022·Tiempo de lectura: 4 minutos
escucha

Se dice del hombre o la mujer sensibles que sienten hasta lo imperceptible. La persona sensible es aquella que desarrolla la capacidad de sentir. Sentir en un sentido activo (se hace capaz de apreciar las cosas) y sentir en un sentido pasivo (es capaz de sentir con facilidad lo que le rodea).

La insensibilidad, por el contrario, es la obturación de los sentidos, que trunca el fluir mismo del ser humano hacia el exterior. Persona insensible es la que no aprecia ni se deja estimular por la riqueza multiforme del universo que nos envuelve.

Los sentidos son la prueba fehaciente de la existencia de un mundo exterior que provoca y estimula constantemente el mundo interior: el aire que respiramos, los colores que observamos, los murmullos que captamos.

El mundo posibilita nuestra conservación y acrecentamiento. A través de los sentidos nos abrimos al mundo, y somos capaces de interiorizarlo mediante las imágenes. Los sentidos se hallan insertos en la corporeidad humana, de tal manera que los órganos externos que representan a cada uno de los sentidos, constituyen la apertura fundamental del ser humano al mundo físico y corpóreo, inerme y animado, visible y patente. En cambio, lo invisible se halla muy lejos de aquella primera experiencia que caracteriza a los hombres corpóreos.

Es tema clásico del estudio sobre el ser humano y su raíz cognoscitiva, el recurso a la realidad de los sentidos, que habitan en el confín corpóreo del ser humano: los ojos que ven, los oídos que oyen, el tacto que roza, el olfato que huele y el gusto que saborea. Tales sentidos retratan el misterio del ser humano. No es difícil identificar a los cinco sentidos que adornan al ser humano (3+2).

Entre los sentidos podemos distinguir tres principales para asegurar cualquier experiencia de lo otro: la vista, el oído y el tacto. La resultante de esta triple coordenada sensible es precisamente la configuración de la imagen, con su figura visual, su sonido propio (o no) y su textura física característica. El pintor que pinta un cuadro necesita de tales sentidos para hacerse cargo del paisaje exterior o de la intuición interior que le seduce.

Además existen dos sentidos curiosamente complementarios ligados a la nariz y la boca: el olor y el gusto que nos penetran a través del olfato –oliente- y la lengua –gustativa-. Ahora bien, ¿cabe descubrir algún orden en esta trama del pentágono de la sensibilidad? ¿A qué se refiere aquel segundo nivel de sentidos situados a posteriori?

Del triplete inicial destaca el carácter básico y conformador del tacto. Todos los sentidos, de hecho, se activan y son heridos por efecto del tacto, es decir, del contacto con el estímulo que penetra de algún modo a través de los órganos, para pre-configurar la percepción.

Los ojos son dramáticamente poderosos: capaces de visionar con mayor o menor detalle el panorama del mundo que nos rodea. La vista permite una maravillosa posesión de las cosas y los territorios. Yo lo vi; yo fui testigo; los ojos no me engañan. La primera verdad del mundo se nos da a través de los ojos. De ahí que la ceguera sea un verdadero drama para el ser humano que en sus adentros desea conocer y abrirse a la verdad.

Sin embargo, entre los tres sentidos que podemos llamar primarios destaca el sentido del oído y la capacidad de escucha del ser humano. El oído sería el sentido de los sentidos. La escucha está ligada a la capacidad del hombre para pronunciar palabras, es decir, al poderío lingüístico del hombre.

La palabra se pronuncia para ser escuchada  –no visionada-. Y precisamente el rostro que vemos con sus labios en movimiento y que escuchamos a través de la palabra, nos transporta a un mundo desconocido de significados y relatos. Somos transportados al mundo del sentido, o mejor dicho, a aquel mundo que quizás hemos visionado, pero que está pendiente de sentido. Por eso, unos ojos que no escuchan pueden ser terroríficos, mientras que unos oídos que ven constituyen la mejor medicina racional para aprender a mirar y hallar la perspectiva decisiva del sentido. El oído es, entonces, el órgano del sentido.

Y he ahí el significado de la aparición de los dos sentidos que nos faltan: el olfato y el gusto. La transición del primer nivel fundamental de los sentidos al segundo nivel derivado, se realiza a través de la mediación inaudita del oído, capaz de escuchar ya sea el silencio tácito o el discurso hablado.

El oído nos abre al relato -quizás silencioso-, aunque sea el más sencillo del mundo. Por ejemplo, “el Sol nace por el horizonte cada mañana para avivar los colores del mundo”. ¡Ya hemos hallado un primer sentido cosmológico que nos arrebata el corazón! Entonces, aquellos otros dos sentidos nos sitúan de lleno en la estimación (o valoración) de las cosas.

Sabemos que no todas las cosas desprenden un aroma agradable. Ni que todas las cosas son aptas para ser saboreadas. Pero en un sentido más profundo, todo en el mundo desprende olor y posee su sabor. El sol, por ejemplo, ni huele ni tiene sabor. Pero posee un sentido íntimo, es decir, su olor y su sabor. El hombre sensible es el que es capaz de descubrir el sentido interior escondido en las cosas. Por eso el artista percibe aromas y retrata gustos (y disgustos). ¿Cuál sería el olor y el sabor del sol? El sol pinta los colores del mundo para nuestros ojos e ilumina la atmósfera oscura y tenebrosa de la noche. Es el sentido primigenio de la luz. Aquella luz que el Creador separó de las tinieblas en el primer día del tiempo del mundo (Génesis 1,3-4).

                                                                                                          I.F.

El autorIgnasi Fuster

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