En su audiencia general del miércoles 3 de mayo, Francisco hizo un balance de su viaje pastoral a Hungría, “un pueblo valiente y rico de memoria”. Y utilizó dos imágenes: las raíces y los puentes.
Europa, puentes y santos
Todo empezó en el encuentro con las autoridades (cfr. Discurso, 28-IV-2023), cuando el Papa se inspiró en la ciudad de Budapest, caracterizada por su historia, sus puentes y sus santos; lo que forma parte de las raíces de esa tierra y de sus gentes.
A propósito de la historia reciente de Europa, señaló el Papa: “En la posguerra Europa representó, junto con las Naciones Unidas, la gran esperanza, con el objetivo común de que un lazo más estrecho entre las naciones previniera conflictos ulteriores”.
Lamentó que luego no haya sido así: “En general, parece que se hubiera disuelto en los ánimos el entusiasmo de edificar una comunidad de naciones pacífica y estable, delimitando las zonas, acentuando las diferencias, volviendo a rugir los nacionalismos y exasperándose los juicios y los tonos hacia los demás. Parece incluso que la política a nivel internacional tuviera como efecto enardecer los ánimos más que resolver problemas, olvidando la madurez que alcanzó después de los horrores de la guerra y retrocediendo a una especie de infantilismo bélico”.
Pero Europa ha de recuperar su papel en el actual momento histórico: “Europa es fundamental. Porque ella, gracias a su historia, representa la memoria de la humanidad […]. Es esencial volver a encontrar el alma europea: el entusiasmo y el sueño de los padres fundadores”, de los grandes estadistas que fueron De Gasperi, Schuman y Adenauer en su trabajo por la unidad y la paz. Se quejó el Papa preguntándose, ahora, “dónde están los esfuerzos creadores de paz”. Esto, sin duda, tenía que ver no solo con las raíces, sino también con los puentes.
Preservar la identidad sin replegarse
Propone Francisco que Europa evite dos extremos: de un lado, el quedar presa de “populismos autorreferenciales” de los países; de otro lado, el transformarse “en una realidad fluida, o gaseosa, en una especie de supranacionalismo abstracto, que no tiene en cuenta la vida de los pueblos”. Aquí hizo una primera referencia a las “colonizaciones ideológicas” –citó el caso de la denominada cultura de la ideología de género–, o de los reduccionismos de la libertad –como el insensato “derecho al aborto”, que es siempre una trágica derrota–.
La construcción de Europa debe estar “centrada en la persona y en los pueblos, donde haya políticas efectivas para la natalidad y la familia”. En Hungría, concretó Francisco, la fe cristiana puede ayudar al ecuménico trabajo de “pontonero” que facilita la convivencia entre diversas confesiones con espíritu constructivo.
En tercer lugar, Budapest es ciudad de santos. Santos como san Esteban –primer rey de Hungría– y santa Isabel, además de María, reina de Hungría, enseñaron con sus vidas que “los valores cristianos no pueden ser testimoniados por medio de la rigidez y las cerrazones, porque la verdad de Cristo conlleva mansedumbre, conlleva amabilidad, en el espíritu de las Bienaventuranzas”.
Por tanto –señaló Francisco– la verdadera riqueza humana se configura por la conjunción de una sólida identidad junto con la apertura a los demás, tal como se reconoce en la Constitución húngara, que se compromete a respetar tanto la libertad y cultura de otros pueblos y naciones como de las minorías nacionales dentro del país. Esto es importante, destacó, frente a “una cierta tendencia -a veces justificada en nombre de las propias tradiciones e incluso de la fe- a replegarse sobre sí”.
Al mismo tiempo, dejó el Papa otros criterios –asimismo de raíces cristianas- para el momento actual de Hungría y Europa: es un deber asistir a los necesitados y a los pobres, “y no prestarse a una especie de colaboracionismo con las lógicas del poder”; “hace bien una sana laicidad, que no decaiga en el laicismo generalizado” (que rechaza la religión para caer en brazos de la pseudorreligión de la ganancia); es bueno cultivar “un humanismo inspirado por el Evangelio y encaminado sobre dos vías fundamentales: reconocerse hijos amados del Padre y amar a cada uno como hermano”; hay que afrontar la acogida de los extranjeros, de modo razonable y compartido con los otros países de Europa.
Acogida, anuncio, discernimiento
Siguió esa línea en su encuentro con el clero (cfr. Discurso en la concatedral de San Esteban, 28-IV-2023). Como fundamento, y raíz central de nuestra vida, hemos de mirar a Cristo: “Podemos mirar las tormentas que a veces azotan nuestro mundo, los cambios rápidos y continuos de la sociedad y la misma crisis de fe en Occidente con una mirada que no cede a la resignación y que no pierde de vista la centralidad de la Pascua: Cristo resucitado, centro de la historia, es el futuro”. También para no caer en el gran peligro de la mundanidad. Decir que Cristo es nuestro futuro no es decir que el futuro es Cristo.
Les ponía Francisco en guardia frente a dos interpretaciones o tentaciones: “Primero, una lectura catastrofista de la historia presente, que se alimenta del derrotismo de quienes repiten que todo está perdido, que ya no existen los valores del pasado, que no sabemos dónde iremos a parar”. En segundo lugar el riesgo “de la lectura ingenua de la propia época, que en cambio se basa en la comodidad del conformismo y nos hace creer que al fin de cuentas todo está bien, que el mundo ha cambiado y debemos adaptarnos —sin discernimiento, esto es feo–”.
Ni derrotismo ni conformismo
Para evitar estos dos riesgos –el derrotismo catastrofista y el conformismo mundano–, “el Evangelio nos da ojos nuevos, nos da la gracia del discernimiento para entrar en nuestro tiempo con actitud de acogida, pero también con espíritu de profecía”; es decir, acogiendo el tiempo que vivimos, con sus cambios y desafíos, sabiendo distinguir los signos de la venida del Señor.
Todo ello, sin mundanizarse, sin caer en el secularismo –vivir como si Dios no existiera–, en el materialismo y el hedonismo, en un “paganismo blando” y anestesiado. Y por el otro extremo, sin encerrarnos, por reacción, en una rigidez de “combatientes”; porque las realidades que vivimos son oportunidades para encontrar nuevos caminos y lenguajes, nuevas purificaciones de cualquier mundanidad, como ya advirtió Benedicto XVI (cfr. Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y la sociedad, Friburgo de Brisgovia, 25-IX-2011).
¿Qué hacer entonces? He aquí las propuestas del Papa. Fomentar el testimonio cristiano y la escucha, también en medio de las dificultades (como la disminución de vocaciones y, por tanto, el aumento del trabajo pastoral). Y siempre sobre la base de la oración –que protege la fortaleza de la fe– y del trato entusiasta con los jóvenes. No tener miedo al diálogo y al anuncio, a la evangelización y a la bella tarea de la catequesis. Impulsar la formación permanente, la fraternidad, la atención a las necesidades de los más débiles. Huir de la rigidez, del chismorreo y de las ideologías. Promover el espíritu de familia y de servicio, la misericordia y la compasión.
El lenguaje de la caridad
Como en otros viajes pastorales, no podía faltar el encuentro con los pobres y refugiados (cfr. Discurso en la iglesia de Santa Isabel de Hungría, 29-IV-2023). En este contexto –y agradeciendo los esfuerzos de la Iglesia en Hungría, en tantos frentes caritativos–, Francisco habló con fuerza de un desafío impresionante, en la línea de lo que ya advirtieron tanto san Juan Pablo II como Benedicto XVI: “que la fe que profesamos no sea prisionera de un culto alejado de la vida y no se convierta en presa de una especie de ‘egoísmo espiritual’, es decir, de una espiritualidad que me construyo a la medida de mi tranquilidad interior y de mi satisfacción”. En cambio, “la fe verdadera es aquella que incomoda, que arriesga, que hace salir al encuentro de los pobres y capacita para hablar con la vida el lenguaje de la caridad” (cfr. 1 Co 13, 1-13).
Necesitamos, añadió Francisco, saber hablar “con fluidez el lenguaje de la caridad, idioma universal que todos escuchan y comprenden, incluso los más alejados, incluso los que no creen”.
Y todavía advirtió que, mirando y tocando a los necesitados, no basta dar pan; sino que hay que alimentar el corazón de las personas con el anuncio y el amor de Jesús, que ayuda a recuperar belleza y dignidad.
No “virtualizar la vida”
El mismo día se reunió con los jóvenes, y les habló con claridad y entusiasmo (cfr. Discurso en el Papp László Budapest Sportaréna, 20-IV-2023). Les habló de Cristo, vivo y cercano, hermano y amigo, que gusta de hacer preguntas y no de dar respuestas prefabricadas. Les dijo que para hacerse grande hay que hacerse pequeño sirviendo a los demás. Un consejo valiente: “No tengan miedo de ir contracorriente, de encontrar cada día un tiempo de silencio para hacer un alto y rezar”, para llevar todo lo que nos pasa a la oración con Jesús Aunque hoy el ambiente nos empuje a ser eficientes como máquinas –observó–, no somos máquinas. Al mismo tiempo, es verdad que con frecuencia nos quedamos como sin gasolina, y por eso necesitamos recogernos en silencio. Pero “no para quedarse pegado al celular y a las redes sociales”; porque “la vida es real, no virtual; no sucede en una pantalla, ¡la vida sucede en el mundo! Por favor, no virtualizar la vida”.
Ser “puertas abiertas”
Además de las raíces, son necesarios los puentes, como señalaba el Papa desde su primer discurso. Mantuvo ese telón de fondo en la homilía del domingo, 30 de abril, en Budapest, donde estaban presentes cristianos de distintas confesiones y ritos y países, que trabajan bien haciendo entre ellos puentes de armonía y de unidad.
Francisco presentó la figura de Jesús, buen pastor, que ha venido para que las ovejas tengan vida en abundancia (cfr. Jn 10, 10). Primero las llama, después las hace salir.
Como a nosotros, también hoy: “En cada situación de la vida, en aquello que llevamos en el corazón, en nuestros extravíos, en nuestros miedos, en el sentido de derrota que a veces nos asalta, en la prisión de la tristeza que amenaza con encerrarnos, Él nos llama”. “Viene como buen Pastor y nos llama por nuestro nombre, para decirnos lo valiosos que somos a sus ojos, para curar nuestras heridas y cargar sobre sí nuestras debilidades, para reunirnos en su grey y hacernos familia con el Padre y entre nosotros”.
Insiste el Papa en el mensaje central de su viaje pastoral: apoyarnos en las raíces para tender puentes, sin encerrarnos. Jesús nos invita “a cultivar relaciones de fraternidad y colaboración, sin dividirnos entre nosotros, sin considerar nuestra comunidad como un ambiente reservado, sin dejarnos arrastrar por la preocupación de defender cada uno el propio espacio, sino abriéndonos al amor mutuo”.
Jesús, después de llamarlas, hace salir a sus ovejas (cfr. Jn 10, 3). Por eso –propone Francisco–, tenemos que abrir nuestras “puertas cerradas”, tristes y dañinas: nuestro egoísmo e individualismo, nuestra indiferencia ante quienes nos necesitan; nuestra cerrazón, incluso como comunidades eclesiales un tanto cerradas al perdón de Dios (cfr. Exhort. ap. Evangelii gadium, 20).
El Papa nos invita, en cambio, a “ser como Jesús, una puerta abierta, una puerta que nunca se le cierra en la cara a nadie, una puerta que permite entrar a experimentar la belleza del amor y del perdón del Señor”. Así seremos “‘facilitadores’ de la gracia de Dios, expertos en cercanía, dispuestos a ofrecer la vida”.
Oponerse a la colonización ideológica
Finalmente, en su encuentro con el mundo universitario y de la cultura (cfr. Discurso en la Universidad católica Péter Pázmány, 30-IV-2023), Francisco se apoyó en Romano Guardini para distinguir dos tipos de conocimiento que no deben oponerse: el humanista y el tecnológico.
El primero es de por sí humilde y se sitúa al servicio de las personas y de la naturaleza creada. El segundo tiende a analizar la vida para transformarla, pero, si prevalece de forma inadecuada, ¿podrá la vida permanecer viva?
“Pensemos –propone el Papa a los universitarios húngaros– en el deseo de poner en el centro de todo no a la persona y sus relaciones, sino al individuo centrado en sus propias necesidades, ávido de ganar y voraz de aferrar la realidad”.
No pretende el sucesor de Pedro sembrar pesimismo, sino ayudar a reflexionar sobre la “arrogancia de ser y de tener”, “que Homero ya veía como amenazante en los albores de la cultura europea y que el paradigma tecnocrático exaspera, con un cierto uso de algoritmos que pueden representar un riesgo más de desestabilización de lo humano”.
Alude Francisco de nuevo a la necesidad de oponerse a la “colonización ideológica” de un mundo dominado por la tecnología, de un humanismo deshumanizado. Un mundo que cae en la tentación de imponer el consenso contra las personas mismas (de ahí el descarte de los débiles, de los enfermos, de los ancianos, etc.), en nombre de la paz universal.
En este ambiente, la universidad tiene la responsabilidad de promover el pensamiento abierto, la cultura y los valores trascendentes, junto con el conocimiento de los límites humanos. Pues la sabiduría no se logra con una libertad forzada e impuesta desde fuera. Tampoco con una libertad esclava del consumo. El camino es de la verdad que libera (cfr. Jn 8, 32).