Enseñanzas del Papa

Pedagogía de la esperanza

Francisco dibujó los trazos de un programa educativo cristiano que bien podría denominarse pedagogía de la esperanza, iluminando el camino de este Año Jubilar. 

Ramiro Pellitero·4 de febrero de 2025·Tiempo de lectura: 7 minutos
esperanza

En pleno tiempo de Navidad, el 4 de enero, el Papa Francisco dedicó un discurso a un grupo importante de educadores católicos italianos, a partir de lo que llamó Pedagogía de Dios. Con rápidos trazos esbozó un programa para la educación de inspiración cristiana. Un programa que podríamos llamar nosotros pedagogía de la esperanza, y que ilumina nuestro camino en el año jubilar.

“¿Cuál es –se preguntaba Francisco– el método educativo de Dios?” Y se respondía: “Es el de la proximidad y cercanía”. Resonaba de fondo el trinomio que suele repetir: cercanía, compasión y ternura. Y esto nos puede llevar a preguntarnos: ¿cómo deberíamos los cristianos afrontar una pedagogía de la esperanza?

Se abre el telón de la pedagogía divina: “Como un maestro que entra en el mundo de sus alumnos, Dios elige vivir entre los hombres para enseñar a través del lenguaje de la vida y del amor. Jesús nació en una condición de pobreza y sencillez: esto nos llama a una pedagogía que valora lo esencial y pone en el centro la humildad, la gratuidad y la acogida”. 

Por contraste –explica el Papa–, la pedagogía distante y lejana de los alumnos, no sirve ni ayuda. De hecho, la Navidad nos enseña que la grandeza no se manifiesta en el éxito o en la riqueza, sino en el amor y en el servicio a los demás.  

La pedagogía de Dios

La de Dios –desgranó– es una pedagogía del don, una llamada a vivir en comunión con Él y con los demás, como parte de un proyecto de fraternidad universal, un proyecto en el que la familia ocupa un lugar central e insustituible”.

Notemos cómo esta orientación resuena con los acordes principales de las enseñanzas de Francisco, cuyo centro es la comunión con Dios y con las personas. Y que lleva a alabarle y darle gracias (Laudato si’, seas alabado), sobre todo por el don que nos ha sido hecho en el Corazón de Cristo (Dilexit nos, que nos amó). Tal es el horizonte del anuncio cristiano (Evangelii gaudium, del gozo del Evangelio). Un anuncio que implica, en efecto, el proyecto de una fraternidad universal (Fratelli tutti, todos hermanos), en el que la familia tiene un papel nuclear (Amoris laetitia, la alegría del amor).

Por ello, prosigue, la pedagogía de Dios es “una invitación a reconocer la dignidad de cada persona, empezando por los descartados y marginados, como se trataba a los pastores hace dos mil años, y a apreciar el valor de cada etapa de la vida, incluida la infancia. La familia es el centro, ¡no lo olvidemos!” 

Cabe evocar aquí la Declaración del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Dignitas infinita (8-IV-2024) que subraya ese valor de la dignidad humana, fácilmente reconocible para el creyente, puesto que Dios ama a cada ser humano con un amor infinito y “con ello le confiere una dignidad infinita” (Fratelli tutti, 85. La expresión es de Juan Pablo II, Mensaje a los discapacitados, 16-XI-1980).

A propósito de la familia, y para invitar a la comunicación en la familia, se detiene el Papa a contar un sucedido. Una persona comía el domingo en un restaurante. En la mesa de al lado estaba una familia, el papá y la mámá, el hijo y la hija, cada uno atento a su móvil, sin hablar entre ellos. Este señor se levantó y les dijo que, puesto que eran una familia, por qué no hablaban entre ellos. El resultado es que lo enviaron a paseo y siguieron con lo que hacían…

Nuestra esperanza, motor de la educación 

En la segunda parte del discurso, Francisco se situó en el camino del jubileo que estamos comenzando. Con la Encarnación del Hijo de Dios, la esperanza ha entrado en el mundo. 

El Jubileo –señaló– tiene mucho que decir al mundo de la educación y de la escuela. De hecho, ‘peregrinos de la esperanza’ son todas las personas que buscan un sentido para su vida y también quienes ayudan a los más jóvenes a recorrer este camino”.

Así es. Un paréntesis. En el Pacto educativo global que Francisco viene proponiendo, y cuyo lanzamiento fue interrumpido por la pandemia, la cuestión del sentido ocupa un lugar central (cfr. Instrumentum laboris, 2020)  Al exponer las líneas generales de la tarea educativa que hoy necesitamos, se cita a Benedicto XVI en su Carta a la diócesis y la ciudad de Roma sobre la urgente tarea educativa (21-I-2008) cuando dice: “Se habla de una gran ‘emergencia educativa’, confirmada por los fracasos en los que muy a menudo terminan nuestros esfuerzos por formar personas sólidas, capaces de colaborar con los demás y de dar un sentido a su vida”

De hecho, las cifras –crecientes– de suicidios entre los jóvenes no hacen sino confirmar esa urgencia. (En 2023 un estudio mostró que en España, el suicidio es la primera causa de muerte en jóvenes y adolescentes entre 12 y 29 años).

Sigamos con el discurso de Francisco. Sostiene la evidencia de que la educación tiene que ver de modo central con la esperanza: la esperanza, apoyada en la experiencia de la historia de la humanidad, de que las personas pueden madurar y crecer. Y esta esperanza sostiene al educador en su tarea: 

Un buen profesor es un hombre o una mujer de esperanza, porque se entrega con confianza y paciencia a un proyecto de crecimiento humano. Su esperanza no es ingenua, está arraigada en la realidad, sostenida por la convicción de que todo esfuerzo educativo tiene valor y de que toda persona tiene una dignidad y una vocación que merecen ser cultivadas”. 

A este propósito, manifiesta el Papa su dolor cuando ve a niños que no tienen educación y que van a trabajar, muchas veces explotados, o que van a buscar comida o cosas que vender donde hay basura.

Pequeñas y grandes esperanzas

Pero, se pregunta, “¿cómo no perder la esperanza y alimentarla cada día?” 

Y aconseja: “Mantened la mirada fija en Jesús, maestro y compañero de camino: esto os permite ser verdaderamente peregrinos de esperanza. Pensad en las personas que encontráis en la escuela, niños y adultos”

Ya lo decía en la bula para la convocación del jubileo: “Todos esperan. En el corazón de toda persona anida la esperanza como deseo y expectativa del bien, aun ignorando lo que traerá consigo el mañana” (Spes non confundit, 1). 

Se trata de un argumento que ya aparecía en la encíclica Spe salvi (cfr. nn. 30 y ss.), de Benedicto XVI: están las pequeñas o más grandes esperanzas humanas (que todo el mundo tiene, en relación con el amor, el trabajo, etc.), dependiendo también de las épocas de la vida. Y luego, la esperanza que anuncia la fe cristiana: “la esperanza más grande que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño ni por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica” (n. 35).

Pues bien, dice Francisco: “Estas esperanzas humanas, a través de cada uno de vosotros –los educadores–, pueden encontrar la esperanza cristiana, la esperanza que nace de la fe y vive de la caridad”. Y añade: “no lo olvidemos: la esperanza no defrauda. El optimismo defrauda, pero la esperanza no defrauda. Una esperanza que supera todo deseo humano, porque abre las mentes y los corazones a la vida y a la belleza eterna”.

¿Cómo hacer, entonces, para que esto pueda acontecer en las escuelas o en los colegios de inspiración cristiana? 

Una propuesta incisiva y articulada

He aquí la propuesta de Francisco: “Estáis llamados a elaborar y transmitir una nueva cultura, basada en el encuentro entre generaciones, en la inclusión, en el discernimiento de lo verdadero, lo bueno y lo bello; una cultura de la responsabilidad, personal y colectiva, para hacer frente a desafíos globales como las crisis medioambientales, sociales y económicas, y al gran reto de la paz. En la escuela se puede ‘imaginar la paz’, es decir, sentar las bases de un mundo más justo y fraterno, con la contribución de todas las disciplinas y la creatividad de niños y jóvenes”.

Notemos algunos elementos de la propuesta. Ante todo, el educador cristiano no sobrevuela las esperanzas humanas para tomar un atajo hacia lo único importante que sería la esperanza cristiana. Entender esto sería un error. La esperanza cristiana asume las esperanzas humanas, personales o sociales, con tal que sean verdaderas, buenas y bellas, aunque algunas puedan considerarse más pequeñas por su alcance o su duración. “La esperanza cristiana asume todas las esperanzas” que hoy tenemos, como la paz, aunque su logro nos parezca difícil o lejano. 

En segundo lugar, la gran esperanza cristiana, en ese camino de asumir las más pequeñas –si se quiere hablar así– esperanzas humanas, va haciendo una nueva cultura, que ha de ser “una cultura de la responsabilidad personal y colectiva”, precisamente a través de la educación. Pero esto requiere un esfuerzo, en el terreno personal y social, en la dirección del encuentro, la inclusión, la responsabilidad ética. 

Tercero, la enseñanza, no solo en la universidad sino ya desde la escuela o el colegio, necesita la interdisciplinariedad, es decir, el trabajo de poner a caminar juntas las distintas materias de los currículos para, que cada una aporte lo mejor en diálogo con las otras, y así puedan enriquecer la educación y ayudar mejor a los alumnos en su crecimiento personal.

En su constitución apostólica Veritatis gaudium (2017), sobre esa base antropológica o cultural de la interdisciplinariedad, Francisco plantea un paso más: la transdisciplinariedad, entendida “como ubicación y maduración de todo el saber en el espacio de Luz y de Vida ofrecido por la Sabiduría que brota de la Revelación de Dios” (cfr. 4 c).

Cuarto y último, todo ello pide, desde la escuela o el colegio, discernimiento y creatividad. Primero, en los profesores, en su mente, en su trabajo, personal y en equipo. Y después, ellos deben enseñar a los alumnos estas actitudes fundamentales: discernir lo verdadero, lo bueno y lo bello; e impulsar su creatividad. Y no para perderse en imaginaciones o ensueños inútiles, sino para “sentar las bases” de un mundo más justo y fraterno; para “hacer frente a los desafíos” tanto personales como globales.

La esperanza no es mera utopía

Alguien podría preguntar: ¿no son demasiadas metas? ¿No es este proyecto educativo que propone Francisco, un tanto utópico, quizá atractivo, pero inalcanzable en la realidad?

Y justo ante esta pregunta, en ese momento, es cuando se prueba nuestra esperanza, la de cada educador. Y, antes, la de cada familia. Y, después y a la vez, la de cada centro educativo. 

De modo que cabría decir o decirles, o decirnos: tanto tienes (tenéis) de esperanza, tanto tendrás (tendréis) de motor, para tu (o vuestra) tarea educativa. 

Por lo demás, el Papa no abandona el realismo. Dice: todo eso (imaginar la paz con sueños realistas) no será posible si la escuela permite las “guerras” entre los educadores o el bullying con o entre los alumnos… Entonces la paz sería inimaginable, como lo serían todos los sueños de la educación. 

Se acerca el final del discurso. Lo importante en la escuela o en el colegio no es el edificio, sino las personas. Por su misma naturaleza, la tarea educativa comporta un camino y una comunidad, un lugar para el testimonio de los valores humanos. 

Esto lo sabían los grandes impulsores y educadores de instituciones educativas en las que trabajan los que escuchaban ese día, directamente al Papa. Lo sabemos los que leemos ahora este discurso y deseamos aprovecharlo para seguir en la brecha educativa o recobrar nuevo impulso.

Lo sabe bien Francisco. Y ofrece, para terminar, unos pocos consejos o sugerencias que, en su aparente sencillez, merecen ser meditadas y trabajadas. Apelan tanto a la “pasión educativa” como a la responsabilidad y al discernimiento de los educadores y de los directivos de los centros educativos.

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