Como subrayó Francisco el miércoles siguiente a los días pasados en Lisboa, la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) después de la pandemia fue “sentida por todos como don de Dios que ha puesto en movimiento los corazones y los pasos de los jóvenes, muchos jóvenes de todas partes del mundo –¡tantos!– para ir encontrarse y encontrar a Jesús” (Audiencia general, 9-VIII-2023).
El forzado aislamiento que la pandemia supuso para todos, particularmente sentido por los jóvenes, fue ahora superado por un “empujón” para salir al encuentro de muchos otros, precisamente en Portugal, a las orillas del mar que une el cielo y la tierra y los continentes entre sí. Y todo ello con cierta “prisa”, representada por la figura de María en su visita a su prima Isabel (Cfr. Lc 1, 39).
Fue un ambiente festivo, con ciertas dosis de esfuerzo en cuanto al camino y al sueño, y también por el trabajo de los organizadores y 25.000 voluntarios que hicieron posible la buena acogida de todos.
Tomando nota de cierta polémica que se había planteado semanas antes, el Papa señaló a posteriori : “La Jornada de la Juventud es un encuentro con Cristo vivo a través de la Iglesia. Los jóvenes van al encuentro de Cristo. Es cierto, donde hay jóvenes hay alegría y hay un poco de todas estas cosas”. No deben, pues, oponerse el encuentro con Cristo y la alegría, la fiesta y el esfuerzo, el trabajo y el servicio.
En un mundo de conflictos y de guerras, los jóvenes mostraron que otro mundo es posible, sin odios ni armas. “¿Escucharán este mensaje los grandes de la tierra?”. El Papa lanzó la pregunta al aire.
Soñar en grande
En su encuentro con las autoridades (Cfr. Discurso 2-VIII-2023), evocó la firma, en 2007, del Tratado de Reforma de la Unión Europea. Observó que el mundo nececesita de Europa, de su papel de constructora de puentes y de paz entre los países y los continentes:
“Europa podrá aportar, dentro del escenario internacional, su originalidad específica, esbozada en el siglo pasado cuando, desde el crisol de los conflictos mundiales, encendió la chispa de la reconciliación, haciendo posible el sueño de construir el mañana con el enemigo de ayer, de abrir caminos de diálogo, itinerarios de inclusión, desarrollando una diplomacia de paz que apague los conflictos y alivie las tensiones, capaz de captar los más tenues signos de distensión y de leer entre las líneas más torcidas”. Podrá decirle a Occidente que no basta la tecnología, que ha marcado el progreso y globalizado el mundo, y menos aún las armas, que más bien representan el empobrecimiento del verdadero capital humano: la educación, la sanidad, el bienestar para todos.
Y propuso tres “laboratorios de esperanza”: el cuidado del medio ambiente, del futuro (especialmente para los jóvenes que necesitan trabajo, economía equitativa, cultura de la vida y educación adecuada) y de la fraternidad (ellos nos impulsan a derribar rígidas barreras levantadas en nombre de opiniones y creencias diferentes). Respecto a la educación subrayó la necesidad de una educación que no sólo pueda impartir nociones técnicas para progresar económicamente, sino que esté “destinada a entrar en una historia, a transmitir una tradición, a valorar la necesidad religiosa del hombre y a fomentar la amistad social”.
Superar “el cansancio de los buenos”
El mismo día, en las Vísperas que celebró en el monasterio de los Jerónimos (cf. Homilía, 2-VIII-2023), insistió en ese programa que interpreta el sueño que Dios, en relación con la vocación y la misión de los cristianos: “encontrar caminos para una participación alegre, generosa y transformadora, para la Iglesia y la humanidad”. Jesús nos ha llamado no por nuestras obras, sino por su gracia (cf. 2 Tm 1, 9). Y también hoy quiere contar con los pescadores de Galilea y su cansancio, para llevar a los demás la cercanía de Dios.
Se refirió al peligroso “cansancio de los buenos” en nuestros países de antigua tradición cristiana, hoy afectados por tantos cambios sociales y culturales y por el secularismo y la indiferencia hacia la fe. El peligro consiste en dejar entrar la mundanidad de la mano de la resignación y del pesimismo.Facilitado por los antitestimonios y los escándalos (entre nosotros) que desfiguran el rostro de la Iglesia “y que llaman a una purificación humilde, constante, partiendo del grito de dolor de las víctimas, que siempre han de ser acogidas y escuchadas”.
Frente a ese peligro, que puede convertirnos en meros “funcionarios” de las cosas de Dios, es preciso acoger de nuevo a Jesús que sube a nuestra barca. “Él viene a buscarnos en nuestras soledades, en nuestras crisis, para ayudarnos a recomenzar”. Como decía un gran misionero portugués (António Vieira), Dios nos ha dado una pequeña tierra para nacer, pero asomados al océano, nos ha dado el mundo entero para morir.
Navegar juntos, sin acusar
Por eso, deduce Francisco, no es tiempo de amarrar la barca o de mirar atrás, de evadirse de nuestro tiempo porque nos da miedo y refugiarnos en formas y estilos del pasado; sino que estamos ante un tiempo de gracia, que nos ha de llevar a tomar decisiones. Tres decisiones son las que propone el Papa.
Primera, navegar mar adentro, rechazando toda tristeza, cinismo y derrotismo, y confiando en el Señor. Claro que, para eso, se necesita mucha oración; una oración que nos librará de la nostalgia y los lamentos, de la mundanidad espiritual y de los clericalismos.
Segunda: ir todos juntos, viviendo el espíritu de comunión y de corresponsabilidad, construyendo una red de relaciones humanas, espirituales y pastorales. Y llamar a todos. Insiste Francisco, como lo viene haciendo en los últimos meses: a “todos, todos, todos”, cada uno como esté delante de Dios.
Tercera: ser pescadores de hombres: “A nosotros, como Iglesia, se nos ha confiado la tarea de sumergirnos en las aguas de este mar echando la red del Evangelio, sin señalar con el dedo, sin acusar, sino llevando a las personas de nuestro tiempo una propuesta de vida, la de Jesús: llevar la acogida del Evangelio, invitarlos a la fiesta, a una sociedad multicultural; llevar la cercanía del Padre a las situaciones de precariedad, de pobreza que aumentan, sobre todo entre los jóvenes; llevar el amor de Cristo allí donde la familia es frágil y las relaciones están heridas; transmitir la alegría del Espíritu allí donde reinan la desmoralización y el fatalismo”. Y concreta Francisco que no se trata de comenzar acusando: “Esto es pecado”, sino de invitar a todos y después acercarlos a Jesús, al arrepentimiento.
Amados como somos, “sin maquillaje”
Ya en la ceremonia de acogida (cf. Discurso en el parque Eduardo VII, Lisboa, 3-VIII-2023), el Papa dio la bienvenida a los jóvenes. Les dijo que no habían venido por casualidad, sino llamados por el Señor, desde el comienzo de sus vidas, y también concretamente ahora.
Hemos sido llamados antes de nuestras cualidades y antes de nuestras heridas, porque hemos sido amados. “Cada uno de nosotros es único y es original y la belleza de todo esto no la podemos vislumbrar”. Y por eso nuestros días han de ser “ecos vibrantes de la llamada amorosa de Dios, porque somos valiosos a sus ojos”.
Ante el Papa se desplegaban tantas banderas, lenguas, naciones. A todos les decía que provenimos de un único latido de Dios por cada uno: “No como quisiéramos ser, como somos ahora”. Y este es el punto de partida de la vida: “amados como somos, sin maquillaje”.
Dios nos ha llamado por nuestro nombre, porque nos ama. No como los algoritmos del comercio virtual, que asocian nuestro nombre simplemente a preferencias de mercado, para prometernos falsas felicidades que nos dejan vacíos por dentro. No somos la comunidad de los mejores, sino que somos todos pecadores, llamados así como somos, hermanos y hermanas de Jesús, hijos de un mismo Padre.
Francisco sabe tocar el corazón de los jóvenes. Insiste: “En la Iglesia hay espacio para todos”. También con los gestos: “El Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos. Es curioso: el Señor no sabe hacer esto (indica con el dedo), sino que hace esto (hace el gesto de abrazar)”. Por eso, les deja su mensaje: “No tengan miedo, tengan coraje, vayan adelante, sabiendo que estamos “amortizados” por el amor que Dios nos tiene”.
Buscar, educar, integrar
Horas después, también a los universitarios (Cfr. Discurso en la Universidad Católica de Lisboa, 3-VIII-2023) les propone ir adelante “deseosos de sentido y de futuro”, con saudades do futuro; sin sustituir los rostros por pantallas, sin sustituir las preguntas que desgarran por las respuestas fáciles que anestesian.
Al revés, hemos de tener la valentía de sustituir los miedos por sueños. También porque somos responsables de los demás y la educación ha de llegar a todos. No vaya a ser que no sepamos responder cuando Dios nos pregunte: ¿Dónde estás? (Gn 3, 9) y ¿Dónde está tu hermano? (Gn 4, 9).
Dirigiéndose a los educadores les planteó la necesidad de una conversión del corazón (hacia la compasión, la esperanza y el servicio). Y también de “un cambio en la visión antropológica”, que conduzca a un verdadero progreso, utilizando los medios científicos y tecnológicos para superar visiones parciales y lograr una ecología integral.
Todo ello necesita de Dios, porque –como haciéndose eco de algo en lo que insistía Benedicto XVI– “no puede haber futuro en un mundo sin Dios”. Para educar con una inspiración cristiana propuso el Papa algunos criterios. Primero, hacer creíble la fe a través de las acciones, de las actitudes de los estilos de vida. Segundo, apoyar el Pacto educativo global y sus propuestas (con atención especial a la persona, a los jóvenes, a las mujeres, a la familia, a los más vulnerables, al verdadero progreso, y la ecología integral). Tercero, integrar la educación con el mensaje del Evangelio. Todo esto desemboca en la necesidad de las visiones de conjunto (tan propias de una visión católica) y de los proyectos educativos.
Mancharse las manos, pero no el corazón
Particularmente educativo fue el encuentro con los jóvenes de Scholas Occurrentes (Cfr. Encuentro en Cascais, 3-VIII-2023).
Le habían preparado un mural de tres kilómetros y medio, recogiendo situaciones y sentimientos, a base de líneas y de brochazos un tanto inconexos, muchos de los cuales los habían plasmado los mismos que los experimentaban… Al llegar el Papa se lo fueron enseñando. Y luego le dieron un pincel para que diera el último toque a esa “obra de arte”, a esa “capilla sixtina”, como le llamó Francisco medio bromeando.
Por su parte, les explicó el icono del Buen Samaritano, y les habló de la necesidad de la compasión, también para entrar en el Reino de los cielos. Invitó a preguntarnos dónde estamos cada uno, si hacemos daño a los demás o tenemos compasión de ellos, si nos manchamos las manos ayudando en las dificultades reales o no. Porque, dijo, “a veces, en la vida, hay que ensuciarse las manos para no ensuciar el corazón”.
Ya en la vigilia de la Jornada final (Cfr. Discurso en el parque Tejo, Lisboa, 5-VIII-2023), el obispo de Roma se centró en la figura de María, que va de prisa a la casa de Isabel, porque la alegría es misionera. Los cristianos hemos de llevar nuestra alegría a otros, lo mismo que la hemos recibido de otros.
Una alegría que hay que buscar y descubrir en nuestro diálogo con los demás, con mucho entrenamiento; y eso a veces cansa. Entonces hay que levantarse, y esto sucede muchas veces. Y por eso hemos de ayudar a levantarse a los demás. Esa fue la idea central que quiso dejar: “Caminar y, si uno se cae, levantarse; caminar con una meta; entrenarse todos los días en la vida. En la vida, nada es gratis. Todo se paga. Sólo hay una cosa gratis: el amor de Jesús”.
Surfistas del amor
Finalmente, al día siguiente el Evangelio de la Misa presentaba la escena de la Transfiguración (Cfr. Homilía 6-VIII-2023). Para concretar lo que los jóvenes se podían llevar de vuelta a su vida cotidiana, el Papa recorrió tres pasos.
Primero resplandecer. Jesús resplandeció ante los tres apóstoles. Jesús nos ha iluminado también a nosotros, para que iluminemos a los demás. Pues bien: “Nos volvemos luminosos, brillamos, cuando, acogiendo a Jesús, aprendemos a amar como Él. Amar como Jesús, eso nos hace luminosos, eso nos lleva a hacer obras de amor”. En cambio nos apagamos cuando nos centramos en nosotros mismos.
Segundo, escuchar. Todo el secreto está ahí. “Él nos enseña el camino del amor, escúchalo a Jesús. Porque, por ahí nosotros con buena voluntad emprendemos caminos que parecen ser del amor, pero en definitiva son egoísmos disfrazados de amor. Tened cuidado con los egoísmos disfrazados de amor”.
Tercero, no tener miedo. Esto aparece con frecuencia en la Biblia. Hay que vencer el temor, el pesimismo y el desánimo. Pero con Jesús se puede dejar de tener miedo, porque Él siempre nos está mirando y nos conoce bien.
En la despedida, con los voluntarios (Cfr. Discurso en el Pase marítimo de Algés, 6-VIII-2023), el Papa les agradeció su esfuerzo, poque vinieron a Lisboa a servir y no a ser servidos.
Fue para ellos una manera de encontrarse con Jesús. “Encontrarte con Jesús y encontrarte con los demás. Esto es muy importante. El encuentro con Jesús es un momento personal, único, que se puede describir y contar sólo hasta cierto punto, pero siempre llega gracias a un camino recorrido en compañía, realizado gracias a la ayuda de los demás. Encontrar a Jesús y encontrarlo en el servicio a los demás. (…) ¡ Sean surfistas del amor!”