La cuaresma se abre a la Pascua, que es paso a la Vida. Todavía dentro de la cuaresma, la Iglesia rememora la resurrección de Lázaro para expresar que la Pascua es el cumplimiento de la esperanza. Lo señalaba el Papa: “Jesús da la vida’ incluso cuando parece que ya no hay esperanza. Sucede, a veces, que uno se siente sin esperanza —a todos nos ha pasado esto—, o que encuentra personas que han dejado de esperar, amargadas porque han vivido malas experiencias, el corazón herido no puede esperar” (Ángelus 26-III-2023, quinto domingo de cuaresma).
Quizá también nosotros, añadía, llevamos algún peso, algún sufrimiento, algún pecado, algo que nos pesa, como la piedra que tapaba el sepulcro de Lázaro. “Y Jesús dice: ‘¡Sal fuera!”. Pero esto requiere abrir el corazón, mirar hacia su luz, desechar el miedo. Él espera nuestra colaboración, “como pequeños espejos del amor”, para “iluminar los ambientes en los que vivimos con palabras y gestos de vida”, para testimoniar la esperanza y la alegría de Jesús.
Jesús sufrió por nosotros, por mí
Ya en el umbral de la Semana Santa, la homilía del Domingo de Ramos (2-IV-2023) nos adelantaba la contemplación de los sufrimientos de Jesús, hasta su sentimiento de “abandono” en la cruz. “¿Y por qué llegó tan lejos?”, se pregunta el Papa y enseguida responde, “Por nosotros”. Y también en concreto: “que cada uno se diga: por mí”, no hay otra respuesta. Por nosotros. Todos, escuchando el abandono de Jesús, “que cada uno se diga: por mí”. “Lo hizo por mí, por ti, para que cuando yo, tú o cualquier otro se vea de espaldas contra la pared, perdido en un callejón sin salida, hundido en el abismo del abandono, succionado en la vorágine de tantos porqués sin respuesta, haya una esperanza. Él, por ti, por mí”.
Francisco combina los dolores y los pecados, quizá por ese misterioso vínculo (necesariamente causal) entre el pecado y el sufrimiento. “Para que cada uno pueda decir: en mis caídas –cada uno ha caído muchas veces–, en mi desolación, cuando me siento traicionado, o he traicionado a otros, cuando me siento rechazado o he descartado a otros, cuando me siento abandonado o he abandonado a otros, pensemos que Él ha sido abandonado, traicionado, descartado. Y allí lo encontramos a Él. Cuando me siento mal y perdido, cuando ya no puedo más, Él está conmigo; en mis muchos porqués sin respuesta, Él está ahí”.
¿Cuál es la actitud de Jesús en la cruz? “Mientras experimenta un abandono extremo, no se deja llevar por la desesperación –ese es el límite–, sino que reza y se fía” (cfr. Sal 22, 2; Lc 23, 46), y perdona a sus verdugos (v. 34). Así manifiesta que “el estilo de Dios es ese: cercanía, comprensión y ternura”. Se vuelve Francisco hacia nosotros y se señala a sí mismo: “Yo también necesito que Jesús me acaricie y se acerque a mí, y por eso voy a buscarlo en los abandonados, en los solitarios”. Porque también ahora “hay muchos ‘cristos abandonados’”: pueblos enteros, pobres, migrantes, niños no nacidos, ancianos solos.
El Espíritu Santo y la unción sacerdotal
En la Misa Crismal el Papa predicó sobre el Espíritu Santo y el significado de la unción sacerdotal (cfr. Homilía en el Jueves santo, 6-IV-2023). Pues, en efecto, cada cristiano, y especialmente cada sacerdote puede decir: “El Espíritu del Señor está sobre mí” (Lc 4, 18), “porque el Señor me ha ungido” (Is 61, 1). Pero el Ungido por excelencia (eso significa Mesías y Cristo) es Jesús. Ungido por Dios Padre con el Espíritu Santo desde el seno de María, se manifiesta como ungido con ocasión de su bautismo en el Jordán. Luego, el Espíritu Santo le acompaña siempre en su vida y en su ministerio. Jesús ungió a sus apóstoles definitivamente en Pentecostés. Entonces cambió su corazón y les llevó a superar dificultades y debilidades, para el testimonio que debían dar de Él.
Cada sacerdote ha de recorrer ese camino, pasando por una “etapa pascual”, de crisis, tentación o prueba, más o menos duradera: “Todos, tarde o temprano, experimentamos desengaños, penalidades, debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad, mientras una cierta rutina se impone y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más incómoda que en un tiempo”.
Ahí, señala el sucesor de Pedro, acecha el riesgo de la mediocridad, que se presenta en forma de tres tentaciones: “la del compromiso, por la que uno se conforma con lo que puede hacer; la de los sucedáneos, por la que tratamos de ‘recargarnos’ con algo más que nuestra unción; la del desánimo —que es la más común—, en la que, insatisfechos, se sigue por inercia”.
Pero esa crisis, añade Francisco, puede también convertirse en un punto de inflexión, como escribe un autor: “Etapa decisiva de la vida espiritual, en la que hay que hacer la elección final entre Jesús y el mundo, entre la heroicidad de la caridad y la mediocridad, entre la cruz y un cierto bienestar, entre la santidad y una honesta fidelidad al compromiso religioso» (R. Voillaume, La segunda llamada, en S. Stevan, ed. La segunda llamada. El coraje de la fragilidad, Bolonia 2018). Es el momento de reemprender el camino de la confianza en Dios, de la humildad y de la fortaleza. Y así poder recibir como una “segunda unción” con el Espíritu Santo precisamente en la fragilidad de nuestra realidad.
Subraya el Papa: “Es una unción que hace profunda la verdad, que permite que el Espíritu unja nuestras debilidades, nuestras penalidades, nuestra pobreza interior. Entonces la unción huele de nuevo: a Él, no a nosotros”.
De esta manera cada presbítero puede colaborar con la armonía que promueve el Espíritu Santo, en unidad y diversidad (cfr. H Mühlen, Der Heilige Geist als Person. Ich – Du – Wir, Münster in W., 1963). Y eso se manifestará en sus palabras, en sus comentarios, en su amabilidad…, en sus gestos.
En la tarde del Jueves santo, la última cena de Jesús con sus discípulos manifiesta “la nobleza del corazón” del Señor, especialmente en el lavatorio de los pies (cfr. Homilía en la Misa “In Coena Domini”, 6-IV-2023). Lavar los pies era una tarea de esclavos. Y Jesús realiza ese gesto para hacerles entender que va morir por nosotros, para liberarnos de los pecados. Él no se asusta de nuestras debilidades, solo quiere acompañarnos en nuestra vida, ante tantos dolores e injusticias. Observa Francisco: “Es un gesto que anuncia cómo debemos ser, uno con el otro”. Y también cada uno podemos pensar “Jesús me ha lavado los pies, Jesús me ha salvado, y tengo esta dificultad ahora”. Y el Papa nos conforta, en el nombre de Cristo: “Pero pasará, el Señor siempre está a tu lado, nunca te abandona, nunca”.
Recordar y caminar
A través de la cruz, que se anunciaba ya el Domingo de Ramos, llegamos a la Vigilia Pascual. El Papa nos animaba a emprender “el camino de los discípulos que va del sepulcro a Galilea” (Homilía, 8-IV-2023).
Ante las dificultades, los sepulcros sellados, nuestros desengaños y amarguras, no debemos quedarnos en los lamentos, pensando que ya no hay nada que hacer, que las cosas no cambiarán. Más bien hemos de seguir el ejemplo de las santas mujeres, que transmiten la noticia de la resurrección y la indicación de ir a Galilea.
Pero ¿qué significa ir a Galilea?, se pregunta Francisco. Y ofrece dos respuestas complementarias. De un lado, “salir del escondite para abrirse a la misión, huir del miedo a caminar hacia el futuro”. “Y por otro lado, y esto es muy bonito, es volver a los orígenes, porque todo empezó justo en Galilea. Allí el Señor encontró y llamó a los discípulos por primera vez. Así que ir a Galilea es volver a la gracia original, es recuperar la memoria que regenera la esperanza, la ‘memoria del futuro’ con la que nos ha marcado el Resucitado”.
Es decir:el Señor nos invita a seguir adelante, mirar el futuro con confianza; y a la vez nos devuelve a nuestro “pasado de gracia”, a la Galilea de nuestra historia de amor con él, de nuestra primera llamada.
“Hermanos y hermanas”, nos interpela el obispo de Roma, “para resucitar, para recomenzar, para retomar el camino, necesitamos siempre volver a Galilea, es decir, volver no a un Jesús abstracto, ideal, sino a la memoria viva, a la memoria concreta y palpitante. del primer encuentro con Él. Sí, para caminar hay que recordar; para tener esperanza hay que alimentar la memoria”.
Nos hace mucho bien, insiste Francisco, regresar a aquél primer momento: “Pregúntate cómo fue y cuándo fue, reconstruye su contexto, tiempo y lugar, revive sus emociones y sensaciones, revive sus colores y sabores”. La fuerza pascual nos capacita para“remover las piedras de la desilusión y la desconfianza”, recordar y caminar, proclamando al Señor de nuestras vidas.
Esa proclamación de que el Señor es “la resurrección y la vida” para nosotros y para el mundo (cfr. Jn 11, 25) es el núcleo del anuncio pascual: ¡Cristo ha resucitado¡ Y el contenido de lo que deseamos sea eficaz para cada uno, con este saludo: ¡Feliz Pascua!
Así lo decía el Papa el Domingo de Resurrección: “En Pascua, el camino se acelera y se vuelve apresurado, porque la humanidad ve la meta de su camino, el sentido de su destino, Jesucristo, y está llamada a correr hacia Él, esperanza del mundo” (Mensaje Urbi et Orbi, 9-IV-2023).
El Señor viene cuando lo anunciamos
Ya en tiempo pascual, en los “Regina caeli” (que sustituyen a los “Ángelus”), Francisco ha desmenuzado las actitudes, las palabras y los gestos, propios de los cristianos.
El lunes de Pascua recordaba el ejemplo de las mujeres, primeras en ir al sepulcro para honrar el cuerpo de Jesús con ungüentos aromáticos. No se quedan paralizadas por la tristeza y el miedo. “Su voluntad de realizar ese gesto de amor prevalece sobre todo. No se desaniman, salen de sus miedos y de sus angustias”. “He aquí”, insiste Francisco “el camino para encontrar al Resucitado: salir de nuestros miedos, de nuestras angustias” (Homilía 10-IV-2023).
El Papa nos invita a fijarnos en ese detalle: “Jesús las encuentra al ir a anunciarlo. Cuando proclamamos al Señor, él viene a nosotros”. Y explica: “A veces pensamos que la forma de estar cerca de Dios es tenerlo junto a nosotros; porque entonces, si nos exponemos y empezamos a hablar, llegan juicios, críticas, tal vez no sabemos responder a ciertas preguntas o provocaciones, y entonces es mejor no hablar y callarnos: ¡no, eso no es bueno! En cambio, el Señor viene mientras es anunciado. Siempre encuentras al Señor en el camino del anuncio. Anuncia al Señor y lo encontrarás. Busca al Señor y lo encontrarás. Siempre en camino, esto es lo que nos enseñan las mujeres: a Jesús se le encuentra dando testimonio de Él. Pongamos esto en nuestro corazón: a Jesús se le encuentra al dar testimonio de Él”.
Esto pasa siempre con las buenas noticias: cuando las compartimos, las revivimos y nos hacen más felices. También pasa con el Señor: “Cada vez que lo anunciamos, el Señor sale a nuestro encuentro. Viene con respeto y amor, como el don más hermoso para compartir. Jesús habita más en nosotros cada vez que lo anunciamos”.
Y por eso nos invita a preguntarnos: “¿Cuándo fue la última vez que di testimonio de Jesús? ¿Qué hago hoy para que las personas que encuentro reciban la alegría de su anuncio? Y también: ¿puede alguien decir: esta persona está serena, feliz, buena porque ha encontrado a Jesús? ¿Se puede decir esto de cada uno de nosotros?”
Le encontramos con y en los demás
El Domingo de la divina Misericordia (que comenzó en 2000 por iniciativa de Juan Pablo II), nos ha presentado la figura de Tomás, el “apóstol incrédulo” (cfr. Jn 20, 24-29). Este apóstol, dice Francisco, nos representa un poco a todos. Ha sufrido una gran desilusión, al ver a su maestro clavado en la cruz sin que nadie hiciera nada para evitarlo. Ahora él sale del cenáculo, sin miedo a que lo detengan, y luego vuelve, aunque le cuesta creer. Y entonces Jesús le premia, mostrándole sus llagas.
“Jesús se las muestra, pero de manera ordinaria, viniendo ante todos, en comunidad, no fuera” (homilía 16-IV-2023). Para el Papa, es como si Jesús le dijera a Tomás “Si quieres conocerme, no busques lejos, quédate en la comunidad, con los demás; y no te vayas, reza con ellos, parte el pan con ellos”.
Y esto nos lo dice también a nosotros: “Ahí es donde puedes encontrarme, ahí es donde te mostraré, impresas en mi cuerpo, las señales de las llagas: las señales del Amor que vence al odio, del Perdón que desarma la venganza, las señales de la Vida que derrota a la muerte. Es allí, en la comunidad, donde descubrirás mi rostro, mientras con tus hermanos compartes momentos de duda y de miedo, aferrándote aún más fuerte a ellos. Sin la comunidad es difícil encontrar a Jesús”. Toda una lección de eclesialidad, pues sin la Iglesia, familia de Dios, no podríamos encontrarnos con el Señor.
Por eso, nos pregunta el Papa: “¿Dónde buscamos al Resucitado? ¿En algún evento especial, en algún acto religioso espectacular o llamativo, únicamente en nuestras emociones y sensaciones? ¿O en la comunidad, en la Iglesia, aceptando el reto de permanecer allí, aunque no sea perfecta?”
Y nos asegura que, “a pesar de todas sus limitaciones y caídas, que son nuestras limitaciones y caídas, nuestra Madre Iglesia es el Cuerpo de Cristo; y es allí, en el Cuerpo de Cristo, donde se imprimen todavía y para siempre los mayores signos de su amor”.
Cala hondo esta reflexión del sucesor de Pedro. Y todavía nos desafía cuando concluye con la última pregunta: “Si en nombre de ese amor, en nombre de las llagas de Jesús, estamos dispuestos a abrir los brazos a los que están heridos por la vida, sin excluir a nadie de la misericordia de Dios, sino acogiendo a todos”.