¿Qué interés pastoral puede tener la literatura (las novelas, los poemas) en la formación personal y en la evangelización, precisamente en nuestra cultura de la imagen y de las pantallas?
El Papa Francisco ha escrito una Carta sobre el papel de la literatura en la formación (17-VII-2024): en la maduración de toda persona, en la formación de los cristianos y también concretamente en la formación sacerdotal.
Literatura y madurez personal
En su cartael Papa se suma a tantas figuras de todos los tiempos que han llamado la atención sobre este medio de enriquecer la formación, que tenemos a nuestra disposición, y que, por diversos factores, hoy corre el riesgo de dejarse de lado, con el empobrecimiento consiguiente, ante cierta obsesión por las pantallas. En comparación con los medios audiovisuales y sus características, quien lee un libro, señala Francisco, es mucho más activo. El lector va interviniendo en la obra que lee y en cierto sentido la reescribe.
“En cierta forma él reescribe la obra, la amplía con su imaginación, crea su mundo, utiliza sus habilidades, su memoria, sus sueños, su propia historia llena de dramatismo y simbolismo, y de este modo lo que resulta es una obra muy distinta de la que el autor pretendía escribir”.
De ahí que el texto literario, como sucede en general con cualquier texto, sea escrito o audiovisual, tenga como una vida propia que engendra otros “textos vivos” originales, en aquellos que lo leen: “Una obra literaria es, pues, un texto vivo y siempre fecundo, capaz de volver a hablar de muchas maneras y de producir una síntesis original en cada lector que encuentra”. Y esto enriquece al lector no solo en un sentido pasivo, sino en cuanto que abre su persona al mundo y entra en diálogo con él, agrandando su mundo personal.
“Al leer, escribe el Papa, el lector se enriquece con lo que recibe del autor, pero esto le permite al mismo tiempo hacer brotar la riqueza de su propia persona, de modo que cada nueva obra que lee renueva y amplía su universo personal”.
Francisco propone, a este propósito, “un cambio radical”, concretamente “acerca de la atención que debe darse a la literatura en el contexto de la formación de los candidatos al sacerdocio”.
¿Por qué, cabe preguntar, ahora este interés del Papa? Una primera respuesta, antropológica, es que “la literatura tiene que ver, de un modo u otro, con lo que cada uno de nosotros busca en la vida, ya que entra en íntima relación con nuestra existencia concreta, con sus tensiones esenciales, sus deseos y significados”.
Evoca Francisco sus experiencias a mediados de los años sesenta, como joven profesor de literatura que animaba a sus estudiantes a encontrar aquellas lecturas en las que resonasen sus propios dramas y experiencias. Hay en esta carta muchos consejos y detalles interesantes, por ejemplo a la hora de escoger lo que leemos.
“Debemos seleccionar nuestras lecturas con disponibilidad, sorpresa, flexibilidad, dejándonos aconsejar, pero también con sinceridad, tratando de encontrar lo que necesitamos en cada momento de nuestra vida”.
Desde el punto de vista de la utilidad, del discernimiento espiritual y moral personal y de la contemplación, vale la pena leer detenidamente los nn. 16-20, 26-40 de la carta. En esos pasajes, el Papa utiliza diversas metáforas, el telescopio, el gimnasio, el acto de la digestión, para mostrar cómo la literatura es un excelente instrumento para la comprensión personal del mundo, para comprender y experimentar el sentido que los demás dan a sus vidas, para ver la realidad con sus ojos y no solo con los propios.
Y así, la literatura es una escuela de la mirada y del “éxtasis” (salida de uno mismo), de la solidaridad, de la tolerancia y de la comprensión. Esto es así, piensa el sucesor de Pedro, porque “siendo cristianos, nada que sea humano nos es indiferente”.
Escuela de paciencia, de humildad y de comprensión, “la mirada de literatura forma al lector en la descentralización, en el sentido del límite, en la renuncia al dominio, cognitivo y crítico, en la experiencia, enseñándole una pobreza que es fuente de esxtraordinaria riqueza”.
El lector acoge el deber del juicio, no como un instrumento de dominio, “sino como un impulso hacia la escucha incesante y como disponibilidad para ponerse en juego en esa extraordinaria riqueza de la historia debida a la presencia del Espíritu, que se da también como gracia; es decir, como acontecimiento imprevisible e incomprensible que no depende de la acción humana, sino que redefine a ser humano como esperanza de salvación”.
Para el discernimiento evangélico de las culturas
Tras la introducción, Francisco señala el interés que tiene la lectura para los creyentes, como camino para conocer las culturas (la propia y las otras) y así, poder hablar al corazón de los hombres (bastaría, a este respecto recordar los volúmenes de Charles Moeller, Literatura del siglo XX y cristianismo). Pues ninguna cultura aislada en sí misma puede agotar el mensaje del Evangelio (cfr. exhortación apostólica Evangelii gaudium 117).
En este punto el Papa dirige una mirada a un aspecto de la situación actual: “Muchas de las profecías catastrofistas que hoy intentan sembrar la desesperanza, tienen su origen precisamente en este aspecto”. Por ello, “el contacto con diferentes estilos literarios y gramaticales siempre nos permitirá profundizar en la polifonía de la Revelación”, sin reducirla o empobrecerla a la medida de las propias necesidades históricas o de las propias estructuras mentales.
De hecho, los Padres de la Iglesia, como san Basilio de Cesarea (cfr. Discurso a los jóvenes), ensalzaban la belleza de la literatura clásica incluso pagana, y aconsejaban conocerla, tanto en relación con los argumentos (filosofía y teología), como en relación con los comportamientos (ascética y moral). “Precisamente”, observa el obispo de Roma, “de ese encuentro del acontecimiento cristiano con la cultura de la época surgió una original reelaboración del anuncio evangélico”.
Por eso, y como testimonia el caso de san Pablo y su presencia en el Areópago de Atenas (cfr. Hch 17, 16-34), la literatura es un buen instrumento para el “discernimiento evangélico de la cultura”. Es decir, para “reconocer la presencia del Espíritu en la multiforme realidad humana”, y para “captar la semilla ya plantada de la presencia del Espíritu en los acontecimientos, sensibilidades, deseos y tensiones profundas de los corazones y de los contextos sociales, culturales y espirituales”.
De este modo la literatura se muestra como “una ‘vía de acceso’ que ayuda al pastor a entrar en un diálogo profundo con la cultura de su tiempo”.
El Papa retoma otra observación acerca del contexto religioso actual: “La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne” (cfr. Evangelii gaudium, 89).
Tocar el corazón del ser humano contemporáneo
Es esto una consecuencia de la Encarnación del Hijo de Dios: “Esa carne hecha de pasiones, emociones, sentimientos, relatos concretos, manos que tocan y sanan, miradas que liberan y animan; de hospitalidad perdón, indignación, valor, arrojo. En una palabra, de amor”.
De ahí que, a través de la literatura, los sacerdotes y en general todos los evangelizadores pueden hacerse más sensibles a la plena humanidad de Jesús, de modo que puedan anunciarlo mejor. Pues cuando el Concilio Vaticano II dice que “en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes, 22), señala Francisco, “no se trata de una realidad abstracta, sino el misterio de ese ser humano concreto, con todas las heridas, deseos, recuerdos y esperanzas de su vida”.
De eso se trata: “Esta es la cuestión: la tarea de los creyentes, y en particular de los sacerdotes, es precisamente ‘tocar’ el corazón del ser humano contemporáneo para que se conmueva y se abra ante el anuncio del Señor Jesús y, en este esfuerzo, la contribución que la literatura y la poesía pueden ofrecer es de un valor inigualable”.
Haciendo un paréntesis a este propósito, cabría que alguien pensara, al ir leyendo esta carta del Papa, que lo que falta en nuestros contemporáneos es sobre todo fe y “doctrina”; es decir, conocimiento de la verdad cristiana sobre Dios, Jesucristo, los sacramentos, la moral. Ciertamente, habrá que discernir las necesidades de cada cultura. Pero en general ese juicio es al menos insuficiente.
Como dice T. S. Elliot y recoge el Papa, la crisis religiosa moderna lleva consigo una “incapacidad emotiva” generalizada. Señala Francisco: “A la luz de esta lectura de la realidad, hoy el problema de la fe no es en primera instancia el de creer más o creer menos en las proposiciones doctrinales. Está más bien relacionado con la incapacidad de muchos para emocionarse ante Dios, ante su creación, ante los otros seres humanos. De plantea aquí, por tanto, la tarea de sanar y enriquecer nuestra sensibilidad”.
En la parte final de su carta, insiste Francisco en señalar por qué es importante considerar y promover la lectura de las grandes obras literarias como un elemento importante de la paideia sacerdotal, lo que podría equivaler, para los evangelizadores en general, a la educación de la fe. Y, atención, como ya hemos visto, dirá que no se trata solo de tocar el corazón de los demás, sino de cambiar el propio corazón, el corazón del pastor del evangelizador, a imagen del corazón de Cristo.
Una autoeducación del evangelizador
Esa autoeducación del evangelizador puede desmenuzarse en cuatro direcciones que señala, para concluir, la carta. Y vale la pena recogerlas por extenso.
1) “Confío”, escribe Francisco, “en haber puesto de manifiesto, en estas breves reflexiones, el papel que la literatura puede desarrollar educando el corazón y la mente del pastor o del futuro pastor en la dirección de un ejercicio libre y humilde de la propia racionalidad, de un reconocimiento fecundo del pluralismo de los lenguajes humanos, de una extensión de la propia sensibilidad humana y, en conclusión, de una gran apertura espiritual para escuchar la Voz a través de tantas voces”.
2) “En este sentido” –sigue apuntando– “la literatura ayuda al lector a destruir los ídolos de los lenguajes autorreferenciales, falsamente autosuficientes, estáticamente convencionales, que a veces corren el riesgo de contaminar también el discurso eclesial, aprisionando la libertad de la Palabra”.
3) “El poder espiritual de la literatura evoca […] la tarea primordial y confiada al hombre por Dios, la labor de ‘dar nombre’ a los seres y a las cosas (cfr. Gn 2, 19-20). La misión de custodiar la creación, asignada por Dios a Adán, pasa en primer lugar por el reconocimiento de la realidad propia y del sentido que tiene la existencia de los otros seres”.
4) “De esa manera, la afinidad entre el sacerdote –y por extensión, de todo el que participa de la misión evangelizadora de la Iglesia, es decir de todo cristiano, llamado a ser discípulo misionero– y el poeta se manifiesta en esta misteriosa e indisoluble unión sacramental entre la Palabra divina y la palabra humana, dando vida a un ministerio que se convierte en servicio pleno de escucha y de compasión, a un carisma que se hace responsabilidad, a una visión de la verdad y del bien que se abren como belleza”.
En efecto, la literatura puede ser hoy una vía maestra para la autoeducación de la propia personalidad, una purificación del lenguaje evangelizador, una ayuda para reconocer y cuidar la realidad; y, así, también un cauce para encarnar mejor la misión evangelizadora.