Entre las enseñanzas del Papa durante las semanas pasadas, destaca el “hilo rojo” de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en los cristianos. Su acción sigue presente entre nosotros, como un impulso creativo que sopla desde muchos puntos y que encuentra cauces variados en la vida de la Iglesia y de cada cristiano. El proceso sinodal en marcha es un cauce para ello, como lo es la acción en favor de la familia.
Espíritu Santo, corazón creador
En la celebración litúrgica de Pentecostés (cfr. Homilía, 28-V-2023), el Papa subrayó tres momentos en la acción del Espíritu Santo: en el mundo que ha creado, en la Iglesia y en nuestros corazones.
El Espíritu Santo ha intervenido en la creación y sigue siendo creativo. Del caos y desorden produce armonía, porque “él mismo es armonía” (san Basilio, In Psal. 29, 1: un texto, notemos, que promueve la alabanza a Dios, como si el santo doctor nos estuviera diciendo que la armonía se basa en conocer y amar a Dios y darlo a conocer y amar).
Sobre ese telón de fondo, el Papa mira nuestra situación actual: “Hoy en el mundo hay mucha discordia, mucha división. Estamos todos conectados y, sin embargo, nos encontramos desconectados entre nosotros, anestesiados por la indiferencia y oprimidos por la soledad”. Ahí se puede ver la acción del diablo (palabra que literalmente significa “el que divide”). Guerras, conflictos, divisiones, discordias que por nosotros mismos no podemos superar. Por eso “el Señor, en el culmen de su Pascua, en el culmen de la salvación, derramó sobre el mundo creado su Espíritu bueno, el Espíritu Santo, que se opone al espíritu de división porque es armonía”.
Y así se enlaza con su acción en la Iglesia. Una acción que no comenzó dando instrucciones o normas a la comunidad cristiana; sino descendiendo con sus dones sobre los apóstoles. No creó una lengua uniforme para todos, ni eliminó las diferencias ni las culturas, sino que “armonizó todo sin homologar, sin uniformar”.
Docilidad al Espíritu Santo
En Pentecostés -observa el Papa-“todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (hch 2, 4). “‘Todos llenos’, así empieza la vida de la Iglesia; no por un plan preciso y articulado, sino por la experiencia del mismo amor de Dios”. Y esto nos indica que los cristianos hemos de sabernos y sentirnos como hermanos, “como parte del mismo cuerpo al que pertenezco”, es decir, la Iglesia. Y el camino de la Iglesia, como subraya el sínodo que estamos realizando, es un camino según el Espíritu Santo. “No un parlamento para reclamar derechos y necesidades de acuerdo a la agenda del mundo, no la ocasión para ir donde nos lleva el viento, sino la oportunidad para ser dóciles al soplo del Espíritu”.
Señalaba san Pablo VI que el Espíritu Santo es como “el alma de la Iglesia”. En efecto, se trata de una expresión de los Padres de los primeros siglos, especialmente de san Agustín. Y el Papa Francisco la hace suya pera afirmar que el Espíritu es “el corazón de la sinodalidad, el motor de la evangelización”. “Sin Él” –añade– “la Iglesia permanece inerte, la fe es una mera doctrina, la moral solo un deber, la pastoral un simple trabajo”. En cambio, con Él, “la fe es vida, el amor del Señor nos conquista y la esperanza renace”. Él es capaz de “armonizar los corazones”.
Este es el camino que propone el Papa: la docilidad al Espíritu Santo, acoger su poder creador, capaz de armonizar el conjunto; abrir, con el perdón, espacio para que venga el Espíritu; promover la reconciliación y la paz, y no la crítica negativa. Se trata de una llamada a la unidad: “Si el mundo está dividido, si la Iglesia se polariza, si el corazón se fragmenta, no perdamos tiempo criticando a los demás y enojándonos con nosotros mismos, sino invoquemos al Espíritu”.
Sacudirse el miedo
El mismo día, durante el rezo del Regina Caeli (domingo, 28-V-2023), el sucesor de Pedro insistió en que “con el don del Espíritu, Jesús quiere liberar a los discípulos del miedo, de ese miedo que los mantiene encerrados en sus casas, y los libera para que puedan salir y convertirse en testigos y anunciadores del Evangelio”.
Y se fijaba el Papa en ese estar “encerrados”. Porque nosotros también nos encerramos muchas veces en nosotros mismos, ante alguna situación difícil, un problema personal o familiar, un sufrimiento que nos hace decaer en la esperanza… Y entonces nos atrincheramos en ese laberinto de las preocupaciones. Y entonces nos controla el miedo. Un miedo a enfrentarnos con las batallas cotidianas, a decepcionarnos o equivocarnos. Un miedo que nos bloquea y paraliza, y también nos aísla, porque nos separa del extranjero, del diferente, del que piensa distinto. E incluso puede ser un miedo -que, ciertamente, no es el santo temor de Dios- a que Dios se enfade y nos castigue.
Pero el Espíritu Santo liberó a los discípulos del miedo, y los lanzó a perdonar los pecados y proclamar la Buena Noticia (que eso significa Evangelio) de la salvación. Por tanto, lo que hemos de hacer -insiste Francisco- es invocar al Espíritu Santo: “Ante los temores y las cerrazones, entonces, invoquemos al Espíritu Santo para nosotros, para la Iglesia y para el mundo entero: para que un nuevo Pentecostés ahuyente los miedos que nos asaltan -¡ahuyente los miedos que nos asaltan!- y reavive el fuego del amor de Dios”.
Una sinodalidad del Espíritu Santo
En la misma línea se dirigió el obispo de Roma a los participantes en un encuentro nacional de referentes diocesanos del camino sinodal en Italia (Discurso en el Aula Pablo VI,25-V-2023). Comenzó diciendo que el proceso sinodal está posibilitando la participación de muchas personas en torno a temas cruciales y añadió que quería proponerles algunos criterios, respondiendo a sus inquietudes.
Caminar juntos y abiertos
En primer lugar, les animó a “continuar caminando”, bajo la guía del Espíritu Santo, sirviendo al Evangelio con espíritu de gratuidad, de libertad y creatividad, sin dejarse lastrar por estructuras o formalismos.
Segundo,“edificar la Iglesia juntos”, todos como discípulos misioneros corresponsables de la misión, sin caer en la tentación de reservar la evangelización a algunos agentes pastorales o a pequeños grupos (cfr. Evangelii gaudium, 120). “Todo bautizado” –señala el Papa– “está llamado a participar activamente en la vida y en la misión de la Iglesia, a partir de lo específico de su vocación, en relación con los otros y con otros carismas, dados por el Espíritu para el bien de todos”.
Tercero, ser una “Iglesia abierta” a los dones de los que quizá todavía no tienen una voz o son ignorados, o se sienten dejados de lado, quizá por sus problemas y dificultades. Sin embargo, recalca el sucesor de Pedro, “la Iglesia debe dejar transparentarse el corazón de Dios: un corazón abierto a todos y para todos”, como se ve en las palabras de Jesús en Mt, 22, 9: “Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”.
Llamar a todos, ¡a todos!
Es decir -interpreta Francisco-, llamar a todos: enfermos y no enfermos, justos y pecadores. “Por eso debemos preguntarnos cuánto espacio hacemos y cuánto escuchamos realmente, en nuestras comunidades, a las voces de los jóvenes, de las mujeres, de los pobres, de aquellos que están decepcionados, los heridos por la vida y los enfadados con la Iglesia”. Y, así, recalca: “Mientras su presencia sea como una nota esporádica en el conjunto de la vida eclesial, la Iglesia no será sinodal, sino una Iglesia de pocos”. Es llamativa esta insistencia del Papa en que todos (de un modo representativo) puedan participar en la sinodalidad.
Y, retomando argumentos que ha utilizado en otras ocasiones, se refiere al obstáculo de la autorreferencialidad como enfermedad de ciertas comunidades cristianas (mi paroquia, mi grupo, mi asociación…). La califica como “teología del espejo” o “neoclericalismo a la defensiva”, tanto en clérigos como en laicos, que estaría siendo generado por una actitud temerosa, de queja ante un mundo que “ya no comprende”, en el que “los jóvenes están perdidos” y se impone el deseo de subrayar la propia influencia.
En cuarto lugar, para combatir esta actitud, el sucesor de Pedro propone “la alegría, la humildad y la creatividad”, la conciencia de que todos somos “vulnerables” y necesitamos unos de otros. Propone “caminar buscando generar vida, multiplicar la alegría, no apagar los fuegos que el Espíritu enciende en los corazones […], dejarnos iluminar a nuestra vez por el resplandor de sus conciencias que buscan la verdad”.
Quinto y último, desafía Francisco a “ser una Iglesia ‘inquieta’ con las inquietudes de nuestro tiempo”, dejarse interrogar por ellas, llevarlas ante Dios, sumergirlas en la Pascua de Cristo… rechazando la gran tentación del miedo. Es necesario -insiste- mostrar nuestra vulnerabilidad y al mismo tiempo nuestra necesidad de redención. Y, para eso, escuchar los testimonios, salir al encuentro de todos para anunciarles la alegría del Evangelio, confiando en el Espíritu Santo que es “el protagonista del proceso sinodal”.
De ahí que concluya convencido el Papa diciendo que el Sínodo no lo hacemos nosotros. “El Sínodo irá adelante si nosotros nos abrimos a Él, que es el protagonista”. Y respecto al miedo, añade: “No hay que tener miedo cuando surgen desórdenes provocados por el Espíritu; sino tener miedo cuando son provocados por nuestro egoísmo o por el espíritu del mal”.
Promover sinergias en favor de la familia
Coherente con ese “llamar a todos”, y en el contexto del Pacto educativo global que Francisco está retomando tras la pandemia, está la parte correspondiente a la familia.
En un mensaje para el lanzamiento del Family Global Compact (Pacto mundial de la familia), dado a conocer el 30 de mayo pero firmado el 13-V-2023, el Papa anima a promover sinergias entre la pastoral familiar y los centros de estudio e investigación sobre la familia presentes en las universidades católicas -o de inspiración católica- en todo el mundo.
“En este tiempo de incertidumbre y de falta de esperanza” renueva Francisco su llamada a “un esfuerzo más responsable y generoso, que consiste en presentar […] las motivaciones para optar por el matrimonio y la familia, de manera que las personas estén mejor dispuestas a responder a la gracia que Dios les ofrece” (Amoris laetitia, 35).
Concreta la parte que en ello toca a las universidades: “Se les confía la tarea de desarrollar profundos análisis de naturaleza teológica, filosófica, jurídica, sociológica y económica sobre el matrimonio y la familia para sostener su importancia efectiva dentro de los sistemas de pensamiento y de actuación contemporáneos”.
Y sintetiza con trazos gruesos la situación actual: “A partir de los estudios realizados, se constata un contexto de crisis de las relaciones familiares, alimentado tanto por las dificultades contingentes como por los obstáculos estructurales, lo que hace más difícil formar serenamente una familia si faltan los respaldos adecuados por parte de la sociedad. Por esto también muchos jóvenes rechazan la decisión del matrimonio inclinándose por relaciones afectivas más inestables e informales”.
Pero no todo son sombra: “Las investigaciones, sin embargo, ponen también de manifiesto cómo la familia sigue siendo la fuente prioritaria de la vida social y muestran la existencia de buenas prácticas que merecen ser compartidas y difundidas globalmente. En este sentido, las mismas familias podrán y deberán ser testigos y protagonistas de este itinerario”.
El obispo de Roma propone que este Pacto mundial de la familia no sea un programa estático, sino un camino articulado en cuatro pasos: 1) un “nuevo impulso a las redes entre los institutos universitarios que se inspiran en la Doctrina social de la Iglesia”; 2) “una mayor sinergia, en cuanto a los contenidos y los objetivos, entre las comunidades cristianas y las universidades católicas”; 3) “favorecer la cultura de la familia y de la vida en la sociedad”, con propuestas y objetivos concretos; 4) sostener esas propustas y objetivos “en sus facetas espiritual, pastoral, cultural, jurídica, política, económica y social”.
Como broche del mensaje, vale la pena retener por entero este párrafo final, de raíz cristiana y sólido fundamento antropológico y social:
“En la familia se realizan gran parte de los sueños de Dios sobre la comunidad humana. Por ello no podemos resignarnos a su declive a causa de la incertidumbre, del individualismo y del consumismo, que plantean un futuro de individuos que piensan en sí mismos. No podemos ser indiferentes al futuro de la familia, comunidad de vida y de amor, alianza insustituible e indisoluble entre el hombre y la mujer, lugar de encuentro entre generaciones, esperanza de la sociedad. La familia -recordémoslo- tiene efectos positivos sobre todos, en cuanto es‘generadora del bien común’. Las buenas relacionesfamiliares representan una riqueza irremplazable no solo para los esposos y los hijos, sino para toda la comunidad eclesial y civil”.