Humildad, mansedumbre y obediencia; la fe en el Espíritu Santo
En la Audiencia general del 23-VI-2021, el Papa introdujo su catequesis sobre la carta a los gálatas. Un primer rasgo que destaca en esa carta es la obra evangelizadora que san Pablo realizó con aquellas gentes situadas en la actual Ankara, capital de Turquía. Allí se detuvo Pablo en parte a causa de alguna enfermedad (cfr. Ga 4, 13) y también llevado por el Espíritu Santo (cfr. Hch 16, 6). Comenzó estableciendo pequeñas comunidades, movido por el fuego de su fervor pastoral.
Allí llegaron algunos cristianos procedentes del judaísmo, que comenzaron menospreciando su labor y pasaron luego a intentar quitarle su autoridad. “Se trata” –afirmaba el Papa– “de una práctica antigua, presentarse en algunas ocasiones como los únicos poseedores de la verdad —los puros— y pretender menospreciar el trabajo realizado por otros, incluso con calumnias”. También ahora algunos “con fuerza afirman que el cristianismo auténtico es el de ellos, a menudo identificado con ciertas formas del pasado, y que la solución a las crisis actuales es volver atrás para no perder la genuinidad de la fe”. Es la tentación, hoy como entonces, de “encerrarse en algunas certezas adquiridas en tradiciones pasadas”, vinculada a cierta rigidez.
¿Cómo reacciona san Pablo? Propondrá el camino liberador y siempre nuevo de Cristo crucificado y resucitado. “Es la vía del anuncio” –señala Francisco–, “que se realiza a través de la humildad y la fraternidad: los nuevos predicadores no conocen qué es la humildad, qué es la fraternidad; es la vía de la confianza mansa y obediente: los nuevos predicadores no conocen la mansedumbre ni la obediencia”. Ese camino de la humildad, de la mansedumbre y de la obediencia se apoya en “la certeza de que el Espíritu Santo actúa en cada época de la Iglesia”. Esta es la conclusión de la primera catequesis; pues “la fe en el Espíritu Santo presente en la Iglesia nos lleva adelante y nos salvará”.
Iniciativa de Dios, primado de la gracia, llamada a la responsabilidad
En su segunda catequesis (cfr. Audiencia general, 30-VI-2021), el Papa presenta la figura de Pablo, verdadero apóstol. Como tal, no se deja envolver por los argumentos de los judaizantes, en torno a la circuncisión y el cumplimento de la Ley antigua. No se queda en la superficie de los problemas o de los conflictos como a veces tenemos la tentación de hacer nosotros para llegar a un acuerdo. Pablo subraya, podríamos decir, la rectitud de su intención (cfr. Ga 1,10).
En primer lugar, el apóstol recuerda a los gálatas que es un verdadero apóstol no por mérito propio, sino por la llamada de Dios. Evoca la historia de su vocación y conversión (cfr. Ga 1,13-14; Flp 3, 6; Ga 1, 22-23).
“Pablo” –señala Francisco– “muestra así la verdad de su vocación a través del impresionante contraste que se había creado en su vida: de perseguidor de cristianos porque no observaban las tradiciones y la ley, fue llamado a convertirse en apóstol para anunciar el Evangelio de Jesucristo”. Y ahora Pablo es libre. Libre para anunciar el Evangelio y libre también para confesar sus pecados. Y precisamente por reconocer ese cambio se llena de admiración y reconocimiento.
“Es” –interpreta el Papa– “como si quisiera decir a los gálatas que podría haber sido de todo menos apóstol. Fue educado desde niño para ser un irreprochable observador de la ley mosaica, y las circunstancias le llevaron a combatir a los discípulos de Cristo. Sin embargo, sucedió algo inesperado: Dios, con su gracia, le reveló a su Hijo muerto y resucitado, para que él se convirtiera en anunciador en medio de los paganos (cfr. Gal 1,15-6)”.
Y aquí viene la conclusión de su segunda catequesis: “¡Los caminos del Señor son inescrutables! Lo tocamos cada día, pero sobre todo si pensamos en los momentos en que el Señor nos llamó”.
Por ello propone que no olvidemos nunca el tiempo y el modo en que Dios entró en nuestra vida: mantened fijo en el corazón y en la mente ese encuentro con la gracia, cuando Dios cambió nuestra existencia. Que nos sigamos preguntando y admirando por su misericordia; porque no hay nada casual, sino que todo ha sido preparado por el plan de Dios que ha “tejido” nuestra historia, dejándonos al mismo tiempo libres para corresponder con confianza.
Junto con ello, hay aquí una llamada a la responsabilidad en la misión cristiana y apostólica: “La llamada comporta siempre una misión a la que estamos destinados; por eso se nos pide prepararnos con seriedad, sabiendo que es Dios mismo quien nos envía, Dios mismo quien nos sostiene con su gracia”.
El verdadero y único mensaje del Evangelio
El tercer miércoles (cfr. Audiencia general, 4-VIII-2021) el Papa se ha centrado en el único “evangelio”, es decir, el kerygma o anuncio de la fe cristianas según san Pablo. Sabemos que por entonces ninguno de los cuatro evangelios había sido escrito. El anuncio de la fe consiste en proclamar la muerte y resurrección de Jesús como fuente de salvación (cfr. 1 Co 15, 3-5)
Ante la grandeza de ese don, el apóstol se pregunta por qué los gálatas están pensando en acoger otro “evangelio”, quizá más sofisticado, más intelectual… otro “evangelio”.
“El apóstol” –señala Francisco– “sabe que están todavía a tiempo para no dar un paso en falso, y les advierte con fuerza, con mucha fuerza”.
¿Y cómo es la argumentación del apóstol? Su primer argumento es directamente que la predicación realizada por esos nuevos “misioneros” distorsiona el verdadero evangelio porque impide alcanzar la libertad —palabra clave— que se adquiere desde la fe.
Lo que está de fondo –observa el Papa– es el hecho de que “los Gálatas son todavía ‘principiantes’ y su desorientación es comprensible. No conocen aún la complejidad de la Ley mosaica y el entusiasmo por abrazar la fe en Cristo les empuja a escuchar a esos nuevos predicadores, bajo la ilusión de que su mensaje es complementario con el de Pablo. Y no es así”.
El apóstol, lejos de negociar, exhorta a los gálatas a mantener lejos de la comunidad lo que amenaza sus fundamentos. Y así lo resume Francisco, también para nosotros: “O recibes el Evangelio como es, como fue anunciado, o recibes otra cosa. Pero no se puede negociar con el Evangelio. No se puede llegar a componendas: la fe en Jesús no es mercancía para negociar: es salvación, es encuentro, es redención. No se vende barata”.
De ahí, concluye Francisco, la importancia de saber discernir, aplicando este criterio a situaciones posteriores: “Muchas veces hemos visto en la historia, y también lo vemos hoy, algún movimiento que predica el Evangelio con una modalidad propia, a veces con carismas verdaderos, propios; pero luego exagera y reduce todo el Evangelio al ‘movimiento’”. Se trata, ciertamente, de subrayar algún aspecto del mensaje del Evangelio, pero que, para dar frutos, no debe cortar sus raíces con la plenitud de Cristo, que es la que nos da luz (revelación) y vida.
En efecto, san Pablo explica a los gálatas que no es la Ley antigua la que “justifica” (la que nos hace justos o santos ante Dios), sino solo la fe en Cristo Jesús (cfr. Ga 2, 16). Y guiar ese discernimiento, en cuestiones tan decisivas como puede ser la autenticidad de un carisma o la orientación para su despliegue histórico, corresponde a la jerarquía de la Iglesia.
El sentido de la Ley antigua
En su cuarta catequesis (cfr. Audiencia general, 11-VIII-2021), el Papa se detiene para discernir el sentido de la Ley antigua, es decir la ley de Moisés, para responder al interrogante que se hace san Pablo: “¿Para qué la ley?” (Gal 3, 19).
La Ley, la Torá, era un don de Dios para garantizar al pueblo los beneficios de la Alianza y garantizaba el vínculo particular con Dios. “Porque en aquel tiempo” –observa Francisco– “había paganismo por todas partes, idolatría por doquier y las conductas humanas que derivan de la idolatría, y por eso el gran don de Dios a su pueblo es la Ley para ir adelante”. De modo que “el vínculo entre Alianza y Ley era tan estrecho que las dos realidades eran inseparables. La Ley es la expresión de que una persona, un pueblo está en alianza con Dios”.
Pero –apunta el Papa–, la base de la Alianza no es la Ley sino la promesa hecha a Abraham. Y no es que san Pablo fuera contrario a la Ley mosaica. De hecho, en sus cartas defiende su origen divino y su preciso sentido. Pero esa Ley no podía dar la vida. ¿Cuál es, o era, entonces, su preciso sentido?
Explica Francisco: “La Ley es un camino que te lleva adelante hacia el encuentro. Pablo usa una palabra muy importante, la Ley es el ‘pedagogo’ hacia Cristo, el pedagogo hacia la fe en Cristo, es decir el maestro que te lleva de la mano al encuentro. Quien busca la vida necesita mirar a la promesa y a su realización en Cristo”.
En otros términos, la Ley nos lleva a Jesús, pero el Espíritu Santo nos libera de la Ley, a la vez que nos lleva a su cumplimento según el mandamiento del amor.
Ahora bien, se pregunta el Papa, ¿quiere esto decir que un cristiano no tiene que cumplir los mandamientos? No, responde. Los mandamientos siguen teniendo en la actualidad el sentido de ser “pedagogos” que nos llevan hacia el encuentro con Jesús. Pero no se puede dejar el encuentro con Jesús para volver atrás y dar más importancia a los mandamientos. Ese era el problema de aquellos “misioneros fundamentalistas” que se oponían a Pablo. Y por eso concluye el Papa con una sencilla oración: “Que el Señor nos ayude a caminar por la senda de los mandamientos, pero mirando el amor a Cristo, al encuentro con Cristo, sabiendo que el encuentro con Jesús es más importante que todos los mandamientos”.
Así es. Y se entiende que el Catecismo de la Iglesia Católica, manteniendo una amplia explicación de los diez mandamientos (cfr. tercera parte, segunda sección, nn. 2052-2557), la haga preceder de la explicación de las bienaventuranzas, que son como “el rostro” de Cristo y, por tanto, del cristiano (cfr. nn. 1716-1727).
Jesucristo y los mandamientos
Prolongando la anterior, Francisco reafirma, en su quinta catequesis (cfr. Audiencia general, 18-VIII-2021), “el valor propedéutico de la Ley” cuyo sentido es la salvación en Cristo.
Tratando sobre la situación de antes de Cristo (antiguo testamento), san Pablo utiliza la expresión “estar bajo la Ley”. Y el Papa lo explica así: el significado de fondo comporta la idea de un sometimiento negativo, típico de los esclavos (“estar debajo”). Por eso el apóstol dice que estar “bajo la Ley” equivale a estar como “vigilado” o “encerrado”, como –en términos de Francisco– una especie de prisión preventiva durante cierto tiempo.
Pues bien, ese tiempo, según san Pablo, ha durado mucho —desde Moisés hasta la venida de Jesús—, y se perpetúa mientras que se vive en pecado.
Esta relación entre la Ley y el pecado será expuesta de forma más sistemática por el apóstol en su carta a los romanos, escrita pocos años después de la de los Gálatas. También el Papa la sintetiza ahora así: la Ley lleva a definir la trasgresión y hacer a las personas conscientes del propio pecado: “Has hecho esto, por tanto, la Ley —los diez mandamientos— dice esto: tú estás en pecado”.
Y como buen conocedor de la psicología humana, añade Francisco: “Es más, como enseña la experiencia común, el precepto acaba por estimular la trasgresión”. Así lo escribe el apóstol en su carta a los romanos (cfr. Rm 7, 5-6). En ese sentido ahora hemos sido liberados, por la justificación que Cristo nos ha ganado, también de ese aspecto de “prisión” que tenía la Ley antigua (vid. también 1Co15, 56). Terminado el tiempo de la preparación, ahora la Ley debe dar paso a la madurez del cristiano y su elección de libertad en Cristo.
Insiste el Papa en que esto no significa que con Jesucristo queden abolidos los mandamientos, sino que ya no nos justifican. “Lo que nos justifica es Jesucristo. Los mandamientos se deben observar, pero no nos dan la justicia; está la gratuidad de Jesucristo, el encuentro con Jesucristo que nos justifica gratuitamente. El mérito de la fe es recibir a Jesús. El único mérito: abrir el corazón”. “¿Y qué hacemos con los mandamientos?”, se pregunta todavía. Y responde: “Debemos observarlos, pero como ayuda al encuentro con Jesucristo”.
Como conclusión práctica, propone Francisco: “Nos vendrá bien preguntarnos si aún vivimos en la época en que necesitamos la Ley, o si en cambio somos conscientes de haber recibido la gracia de ser hijos de Dios para vivir en el amor”. Por eso anima a preguntarse dos cosas. La primera: “¿Cómo vivo yo? ¿Con miedo de que si no hago esto iré al infierno? ¿O vivo también con esa esperanza, con esa alegría de la gratuidad de la salvación en Jesucristo?”. Y la segunda: “¿Desprecio los mandamientos? No. Los cumplo, pero no como absolutos, porque sé que lo que me justifica es Jesucristo”.
En este sentido son muy instructivos los treinta números que el Catecismo de la Iglesia Católica dedica a introducir los diez mandamientos (cf. nn. 2052-2082). Ahí se explica cómo Jesús reafirma el camino de los mandamientos y su valor perenne, también para los cristianos, y se presenta como plenitud de los mandamientos. Los mandamientos, que ya se entendían como respuesta a la iniciativa amorosa de Dios y preparación para la Encarnación (san Ireneo), quedan asumidos plenamente en Cristo, que “viene a ser por obra del Espíritu Santo, la norma viva e interior de nuestro obrar”(n. 2074).(Sobre la relación entre Cristo y los mandamientos, ver también la catequesis de Francisco sobre los mandamientos, del 13 de junio al 28 de noviembre de 2018).