El domingo 15 de noviembre el Papa celebró la IV Jornada mundial de los pobres, que este año tenía como lema: Tiende tu mano al pobre (cf. Si 7, 32).
Un rédito eterno
Su predicación se centró en la parábola de los talentos (cfr. Mt 25 14 ss.). Cada talento correspondía al salario de unos veinte años de trabajo, entonces suficiente para toda una vida. Todos –señaló Francisco– tenemos ante todo una gran riqueza: lo que somos, una imagen insustituible de Dios. Y lo tenemos para servir y para “hacer el bien” a los demás, y no tanto para “estar bien” nosotros mismos.
En segundo lugar, observó que los siervos que “sirvieron”, son llamados “fieles” cuatro veces, porque arriesgaron. La fidelidad implica arriesgarse, no jugar a la defensiva, aferrándose quizá meramente a unas normas o a unas reglas que garantizan no equivocarse. Así pensaba el holgazán a quien su señor le llamó “malo”, simplemente por haberse refugiado en su pasividad.
Tercer punto: al menos aquel siervo debía haber entregado el talento a los prestamistas, para recuperarlo luego con los intereses. Y para nosotros, observa el Papa, los prestamistas son los pobres. Y sintetiza así el mensaje cristiano en este punto de un modo pedagógico: mostrando que, si les atendemos, salimos ganando: “Los pobres están en el centro del Evangelio; el Evangelio no puede ser entendido sin los pobres. Los pobres tienen la misma personalidad que Jesús, que siendo rico se despojó de todo, se hizo pobre, se hizo pecado, la pobreza más fea. Los pobres nos garantizan un rédito eterno y ya desde ahora nos permiten enriquecernos en el amor. […] La mayor pobreza para combatir es nuestra pobreza de amor”.
Al acercarse la Navidad, nos invita a no preguntarnos “qué puedo comprar o tener”, sino “qué puedo dar a los demás”, para ser como Jesús y servir así a la voluntad de Dios. Al final, parece como si Francisco hubiera querido tomar otra metáfora apropiada a nuestra situación de pandemia, que nos fuerza a llevar mascarilla. Toma la frase de san Juan Crisóstomo cuando dice que después de la muerte “todos se quitan la máscara de la riqueza y la pobreza y se van de este mundo. Y se los juzga sólo por sus obras, unos verdaderamente ricos, otros pobres”. Esa será nuestra verdadera realidad entonces, seremos ricos por lo que hayamos servido; y, si no, seremos muy pobres. Pobres en la humanidad verdadera y en el amor verdadero.
Necesidad y fuerza de la oración
En sus catequesis de los miércoles, Francisco reflexionó dos días sobre los salmos. Primero (cfr. 14-X-2020) los presentó como una escuela de oración, porque son palabra de Dios que nos muestra cómo podemos hablar con Él. Los salmos brotan de la vida cotidiana de los creyentes, de sus alegrías y dolores, dudas, esperanzas y amarguras. Y a partir de ahí –diciéndole al Señor lo que somos y lo que nos pasa– nos enseñan a referirle todas las cosas, como hacía Jesús con Dios Padre.
Al mismo tiempo (cfr. 21-X-2020), rezando con los salmos aprendemos a respetar a Dios y a los demás. Nos enseñan que la oración no es un calmante, sino una gran escuela de responsabilidad personal. Tanto cuando los rezamos individualmente como cuando los rezamos en el templo, los salmos “abren el horizonte a la mirada de Dios sobre la historia”. Y también recogen el grito de los necesitados, de los humildes, de los pobres. Esto, añade, es importante porque hay que rechazar el ateísmo práctico que se esconde detrás de la indiferencia o el odio a los demás, porque equivale a no reconocer la persona humana como imagen de Dios.
Más adelante el Papa presentó a Jesús como hombre de oración (cfr. 28-X-2020), que encabeza nuestra oración y nos incluye en su misión. Es también nuestro maestro de oración (4-XI-2020), pues la oración es el timón de la ruta, es escucha y encuentro con Dios. “La oración tiene el poder de transformar en bien lo que, de otro modo, en la vida sería una condena; la oración tiene el poder de abrir un horizonte grande a la mente y de agrandar el corazón”. La oración personal es “un arte” en soledad, que nos ayuda a abandonarnos en las manos de Dios.
Necesitamos la oración porque nos aporta la fuerza y el oxígeno para nuestra vida, que nos vienen por la presencia del Espíritu Santo. Como la de Jesús, nuestra oración debe ser perseverante y continua, tenaz, valiente y humilde (cfr. 11-XI-2020); también cuando no sentimos nada, incluso, como sucedió en la vida de muchos santos, en medio de “la noche de la fe y el silencio de Dios”.
La oración de Jesús, siempre acompañada por la acción del Espíritu Santo, es el fundamento vivo de la nuestra. Jesús, como dice san Agustín y recoge el Catecismo de la Iglesia Católica, “ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a Él se dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en Él nuestras voces; y la voz de Él, en nosotros” (n. 2616). Un tema que era muy querido para Benedicto XVI.
Por su parte, María es mujer de oración (cfr. 18-XI-2020). Ella reza desde joven, sin querer ser autónoma: “Espera que Dios tome las riendas de su camino y la guíe donde Él quiera. Es dócil, y con su disponibilidad predispone los grandes acontecimientos que involucran a Dios en el mundo”. Ella, con su fiat (hágase), manifiesta su permanente apertura a la voluntad de Dios. También nuestra oración debe ser así, sencilla, confiada, disponible: “Señor, lo que Tú quieras, cuando Tú quieras y como Tú quieras”. Ella lo hace así hasta la cruz y después de la cruz, como Madre de la Iglesia naciente. Es su presencia silenciosa de madre y discípula. Todo lo que sucede lo pasa por la “criba” de la oración en su corazón, que es, por eso, como una perla de incomparable esplendor.
Redescubrir el corazón de María
El Señor nos dio a María como madre desde la cruz (cfr. Jn 19, 27), cuando nos estaba dando su vida y su Espíritu (cfr. Discurso en la Pontificia facultad teológica “Marianum” de Roma, 24-XI-2020). “Y no dejó que su obra se cumpliera sin darnos a la Virgen, porque quiere que caminemos en la vida con una madre, más aún, con la mejor de las madres” (cfr. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 285).
Por eso la Iglesia y también nuestra Tierra, dice Francisco, necesitan redescubrir el corazón materno de María. Todos nosotros “necesitamos la maternidad, la que genera y regenera la vida con ternura, porque sólo el don, el cuidado y el compartir mantienen unida a la familia humana. Pensemos en el mundo sin madres: no tiene porvenir” (cfr. encíclica Fratelli tutti, 278).
Es interesante conocer que quizás el dato mariológico más antiguo del Nuevo Testamento es la afirmación de que el Salvador “nació de mujer” (Ga 4, 4). “En el Evangelio” –observa el Papa– “María es la mujer, la nueva Eva, que desde Caná hasta el Calvario interviene para nuestra salvación (cfr. Jn 2, 4; 19, 26)”. Finalmente es también la mujer vestida de sol que cuida de la descendencia de Jesús (cfr. Ap 12,17). Y deduce Francisco: “Así como la madre hace de la Iglesia una familia, la mujer hace de nosotros un pueblo”. Francisco subrayaba el papel de la mujer, esencial para la historia de la salvación, y que, por tanto, no puede por menos que ser esencial para la Iglesia y el mundo. Sin embargo, exclamaba, “¡cuántas mujeres no reciben la dignidad que se les debe!”.
Por ello la Iglesia, el mundo y también la teología necesitan su ingenio y su estilo. Y por lo que respecta a la Mariología, que “puede contribuir a llevar a la cultura, también a través del arte y la poesía, la belleza que humaniza e infunde esperanza”, también “está llamada a buscar espacios más dignos para las mujeres en la Iglesia, partiendo de la dignidad bautismal común”.