De entre esas enseñanzas, destacamos aquí la catequesis sobre las Bienaventuranzas, concluida precisamente en este mayo. Ellas son, dice Francisco, “el camino para alcanzar la alegría”, una senda bella y segura para entender la felicidad que el Señor nos propone.
Bienaventuranzas, carné de identidad del cristiano
Las Bienaventuranzas –señalaba el Papa al comienzo de su catequesis– son el carnet de identidad del cristiano, “porque delinean el rostro del mismo Jesús, su estilo de vida”. Es un mensaje dirigido a los discípulos, pero en el horizonte de la muchedumbre, es decir de la humanidad entera.
Así como Moisés promulgó “la Ley” de los Mandamientos en el monte Sinaí, en este nuevo “monte” (un terreno algo elevado cerca del lago de Genesaret), Jesús proclama estos “nuevos mandamientos”, que son más bien ocho caminos hacia la felicidad.
Cada una de ellas comienza por la exhortación “Bienaventurados” (que significa agraciados), seguida de la situación en que se encuentran y el porqué son efectivamente bienaventurados: a causa de un don de Dios que reciben (suele usarse un futuro pasivo: serán consolados, saciados o perdonados, serán hijos de Dios, etc.), precisamente en esa situación humanamente difícil o costosa. Conllevan, por tanto, una paradoja o contradicción.
Ser pobre gente de espíritu es la condición humana
En la primera bienaventuranza se presentan, según el evangelio de san Mateo, los pobres de espíritu. Estos son –señala Francisco– “los que son y se sienten pobres, mendicantes, en lo íntimo de su ser”. Realmente cada uno debería darse cuenta de que es “radicalmente incompleto y vulnerable”. Más aún, debemos buscar la pobreza –el desprendimiento de los bienes materiales, usando solamente los necesarios– para ser verdaderamente libres con Cristo y como Él.
Son bienaventurados los que lloran por la muerte y el sufrimiento de los demás o por los propios pecados; no tanto por haber “fallado” sino por “no haber amado” suficientemente a Dios o a los demás. Ahí se inscribe –observa el Papa– el “don de lágrimas” y la belleza del arrepentimiento. Dios perdona siempre, pero somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón, nos encerramos en nosotros mismos y no queremos ser perdonados. Por eso hemos de abrirnos a su misericordia y compasión y aprender de Él para tratar así a los demás: “amar con la sonrisa, con la cercanía, con el servicio y también con el llanto”.
Al predicar que son bienaventurados los mansos, Jesús nos presenta su propia mansedumbre, manifestada sobre todo en su pasión. En la Escritura se vincula la mansedumbre a la carencia de tierras, porque esto último suele ser origen de conflictos. Jesús promete a los mansos que “heredarán la tierra”, porque esta tierra se nos presenta como un don de Dios que prefigura la “nueva tierra” definitiva que es el Cielo.
Por eso señala Francisco que el manso no es el que se conforma y no se esfuerza, sino al revés: el que defiende “la tierra” de su paz, de su trato con Dios. Y por eso “las personas mansas son personas misericordiosas, fraternas, confiadas y personas con esperanza”. En cambio, el que se enfada pierde la paz y el control, el trato con sus hermanos y la unidad con ellos. La mansedumbre es por ello una “tierra a conquistar”: la “tierra” de la paz y la fraternidad.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, pues se trata de una exigencia tan vital y diaria como el alimento. El hambre de justicia que hay en el corazón humano es reflejo del anhelo por la justicia más profunda, que viene de Dios (cfr. Mt 5, 20; 1 Co 1, 30). De ahí brota el deseo de unión con Dios, la inquietud y el ansia por conocerlo y amarlo (cfr. Sal 63, 2; San Agustín, Confesiones 1, 1, 5). Un deseo que está también en el fondo de todo deseo de amor y de ternura.
Todos estamos llamados –y quizá la crisis de la pandemia que padecemos nos puede abrir los ojos para esto– a descubrir lo que necesitamos de verdad, el bien que nos es esencial y de qué otras cosas secundarias podemos prescindir.
No nos podemos permitir estar sin misericordia
La sexta bienaventuranza –Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia– es la única en que coinciden la causa y el fruto de la felicidad verdadera. Y esto es así, porque, observa el sucesor de Pedro, “la misericordia es el corazón mismo de Dios” (cfr. Lc 6, 37; St 2, 13; y sobre todo Mt 6, 12-15, Catecismo de la Iglesia Católica, 2838).
Nuestra experiencia es que perdonar nos es a veces tan difícil como “escalar una montaña altísima”, algo imposible sin la ayuda de Dios. Pero necesitamos ser misericordiosos, perdonar, tener paciencia. Pues bien, considerando cómo es el perdón de Dios para nosotros, su misericordia, podemos aprender a ser misericordiosos (cfr. Lc 6, 36).
La misericordia, afirma una vez más Francisco, es “el centro de la vida cristiana”, “la única verdadera meta de todo camino espiritual”, “uno de los frutos más hermosos de la caridad” (cfr. san Juan Pablo II, Dives in misericordia; Francisco, Misericordae Vultus y Misericordia et misera; Catecismo de la Iglesia Católica, 1829).
Al llegar a este punto Francisco recuerda su primer Angelus como Papa: “Aquel día sentí tan fuerte que ese es el mensaje que debo dar, como Obispo de Roma: misericordia, misericordia, por favor, perdón”. Y añade ahora: “La misericordia de Dios es nuestra liberación y nuestra felicidad. Vivimos de misericordia y no nos podemos permitir estar sin misericordia: es el aire para respirar”.
La séptima bienaventuranza vincula la pureza del corazón –el espacio interior donde una persona es más ella misma– a la visión de Dios. La razón es que el origen de la ceguera es un corazón necio y torpe que no deja espacio a Dios. Solo si ese corazón se libera de sus engaños puede “ver” a Dios, incluso de algún modo en esta vida: reconocer su providencia y su presencia, especialmente en los hermanos más necesitados, en los pobres y en los que sufren. Pero no hay que olvidar que se trata de una obra de Dios en nosotros, que se sirve también de las purificaciones y pruebas de esta vida.
Paz de Cristo; no falsas seguridades
La última bienaventuranza tiene que ver con la paz que es fruto de la muerte y resurrección del Señor. No es por tanto la paz simplemente una tranquilidad interior propia de una conciencia adormilada. La paz de Cristo, en cambio, nos remueve de nuestras falsas seguridades para llevarnos a esa paz que solo El puede darnos. Es la paz encarnada en los santos que siempre han encontrado nuevas formas de amar. Ese es el camino de la felicidad.
En la última bienaventuranza se promete el Reino de los cielos a los perseguidos por causa de la justicia, es decir, por buscar una vida según Dios, aunque se encuentre el rechazo y la oposición, por parte de quienes no desean salir del pecado y de las “estructuras de pecado” (la idolatría del dinero, la codicia, la corrupción, etc.)
Pero, atención –nos avisa Francisco–, esto no quiere decir dejarse llevar por un victimismo autocompasivo; porque a veces somos nosotros mismos –los cristianos– los culpables de que nos desprecien porque hemos abandonado el verdadero espíritu de Cristo. En cambio, san Pablo se sentía feliz y alegre por ser perseguido (cfr. Col 1, 24). Seguir el camino de Jesucristo lleva a la alegría más grande y verdadera, apoyada e impulsada por el Espíritu Santo.
También señalaba el Papa –en otro momento– la pandemia nos ha podido enseñar que “no hay diferencias ni fronteras entre los que sufren: todos somos frágiles, iguales y valiosos”. Y que por eso ya es “tiempo de eliminar las desigualdades, de reparar la injusticia que mina de raíz la salud de toda la humanidad” (Homilía en el Domingo de la Misericordia, 19-IV-2020).