Siguen la pandemia, la crisis social y económica y los conflictos armados, recordaba Francisco en su mensaje urbi et orbi. Pero en Cristo resucitado está nuestro asombro y nuestra esperanza. Él nos apremia a dejarnos resucitar con Él a una vida nueva (más coherente desde ahora), a una vida de testimonio y de misericordia.
Asombro y confianza ante la cruz
Ya durante la liturgia del domingo de ramos, como introducción a toda la celebración del misterio pascual, el Papa había manifestado, y propuesto para todos, un sentimiento de asombro por “el hecho de que llegue a la gloria por el camino de la humillación” (homilía 28-III-2021). “Dios está con nosotros en cada herida, en cada miedo. Ningún mal, ningún pecado tiene la última palabra. Dios vence, pero la palma de la victoria pasa por el madero de la cruz.
Por eso las palmas y la cruz están juntas” (ibíd.). Por eso hemos de pedir la gracia del asombro; sin ella, la vida cristiana se vuelve gris y tiende a refugiarse en el legalismo y el clericalismo. Hemos de vencer la rutina, los remordimientos, las insatisfacciones, sobre todo la falta de fe. Necesitamos abrirnos al don del Espíritu, a esa “gracia del asombro”. Asombro al descubrirnos amados por Dios, que “sabe llenar de amor incluso el morir” (ibíd.).
El miércoles santo Francisco planteó la celebración del misterio pascual –en el conjunto de estos días– como un renovar o revivir “el camino del Cordero inocente inmolado por nuestra salvación” (audiencia general, 31-III-2021).
Al día siguiente, en la misa crismal, explicó la necesidad de la cruz; pues, como manifiesta Jesús en su predicación, en su vida y en su entrega, “la hora del anuncio gozoso y la hora de la persecución y de la Cruz van juntas” (homilía, 1-IV-2021). Como consecuencia, el Papa proponía, especialmente para los sacerdotes presentes, dos reflexiones. En primer lugar, la presencia de la Cruz como horizonte, “desde antes” de que se desencadenaran aquellos infaustos acontecimientos, como un “a priori” (algo profetizado y previsto, aceptado y asumido y abrazado). Y no como una mera consecuencia o un daño colateral determinado por las circunstancias. “No. La cruz está siempre presente, desde el principio. En la cruz no hay ambigüedad” (ibíd.).
“Nos asombrará cómo la
grandeza de Dios se revela en la
pequeñez, cómo su belleza brilla
en los sencillos y en los pobres”.
En segundo lugar, si bien es verdad que la cruz es parte integral de nuestra condición humana y de nuestra fragilidad, también en la cruz está la mordedura de la serpiente, el veneno del maligno que pretende acabar con el Señor. Pero lo que consigue, como explica san Máximo el confesor, es lo contario. Pues al encontrarse con la mansedumbre infinita y la obediencia a la voluntad del Padre, eso se convirtió en un veneno para el demonio y un antídoto que neutraliza su poder sobre nosotros.
En definitiva: “Hay Cruz en el anuncio del Evangelio, es verdad, pero es una Cruz que salva”. Por tanto, no debemos asustarnos ni escandalizarnos ante los gritos ni las amenazas de los que no quieren oír la Palabra de Dios; ni tampoco hacer caso de los legalistas que quisieran reducirla a moralismo o clericalismo. Porque el anuncio del Evangelio recibe su eficacia no de nuestras palabras, sino de la fuerza de la cruz (cfr. 2 Co 1, 5; 4, 5). También por eso hemos de acudir a la oración, sabiendo que “sentir que el Señor nos da siempre lo que pedimos, pero lo hace a su modo divino”. Y eso no es masoquismo, sino amor hasta el final.
“Ir a Galilea”: recomenzar
En el evangelio, y también en nuestra vida, todo ello desemboca en la invitación pascual: “Él va por delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis” (Mc 16, 7). ¿“Qué significa para nosotros ir a Galilea”, se preguntaba Francisco en su homilía de la vigilia pascual, el sábado santo (3-IV-2021).
Ir a Galilea significa para nosotros tres cosas. En primer lugar, recomenzar siempre, a pesar de los fracasos y de las derrotas, desde los escombros del corazón, también después de estos meses oscuros de pandemia, no perder nunca la esperanza, porque Dios puede construir con notros una vida nueva, una historia nueva.
Tercero, significa ir a las fronteras:a los que tienen dificultades en su vida cotidiana, a su entusiasmo o resignación, sus sonrisas y lágrimas: “Nos asombrará cómo la grandeza de Dios se revela en la pequeñez, cómo su belleza brilla en los sencillos y en los pobres”. Y así podremos abatir las barreras, vencer los prejuicios, superar los miedos, descubrir “la gracia de la cotidianeidad”.
Ser misericordiados y volverse misericordiosos
Cristo resucitado se aparece a sus discípulos. Los consuela y los fortalece. Son “misericordiados” y se vuelven misericordiosos. Son misericordiados “por medio de tres dones: primero Jesús les ofrece la paz, después el Espíritu, y finalmente las llagas” (homilía en el II Domingo de Pascua, 11-IV-2021).
Jesús les trae la paz, la paz del corazón, que les hace pasar del remordimiento a la misión. “No es tranquilidad, no es comodidad, es salir de uno mismo. La paz de Jesús libera de las cerrazones que paralizan, rompe las cadenas que aprisionan el corazón”. No los condena ni los humilla. Cree en ellos más de lo que creen en sí mismos; “Nos ama más de lo que nosotros mismos nos amamos” (san John Henry Newman).
“La paz de Jesús libera de las
cerrazones que paralizan,
rompe las cadenas que
aprisionan el corazón”.
Les da el Espíritu Santo y, con Él, el perdón de los pecados. Esto nos ayuda a comprender que “en el centro de la Confesión no estamos nosotros con nuestros pecados, sino Dios con su misericordia” (ibíd.). Es el sacramento de la resurrección: misericordia pura.
Les ofrece sus llagas. “Las llagas son canales abiertos entre Él y nosotros, que derraman misericordia sobre nuestras miserias” (ibíd.). En cada Misa adoramos y besamos esas llagas que nos curan y nos fortalecen. Y ahí recomienza siempre el camino cristiano, para dar algo nuevo al mundo.
Antes discutían sobre quién sería el más grande. Ahora han cambiado porque han descubierto que tienen en común el Cuerpo de Cristo y, con Él, el perdón y la misión. Y por eso no temen curar las llagas de los necesitados. Y Francisco nos anima a preguntarnos si somos misericordiosos o, por el contrario, vivimos una “fe a medias”. A dejarnos resucitar para ser testigos de la misericordia.
Superar el virus de la indiferencia
En la misma línea, el Papa animaba a los obispos del Brasil –una de las conferencias episcopales más grandes de la Iglesia– a ser instrumentos de unidad. Unidad que no es uniformidad, sino armonía y reconciliación.
En un videomensaje el 15 de abril les exhortaba a “trabajar juntos para superar no sólo el coronavirus, sino también otro virus, que desde hace tiempo infecta a la humanidad: el virus de la indiferencia, que nace del egoísmo y genera injusticia social”.
“Trabajar juntos para superar no
sólo el coronavirus, sino también
el virus de la indiferencia, que
nace del egoísmo y genera
injusticia social”.
El desafío –les recordaba– es grande; pero con las palabras de san Pablo, el Señor “no nos dio un espíritu de timidez, sino de fortaleza, caridad y templanza” (2 Tm 1, 7). Y ahí, en Jesús resucitado, su perdón y su fuerza, está nuestra esperanza.
Abrirse al asombro ante la vida de Cristo y resucitar con Él, recomenzando por medio de la confesión de los pecados. Y ser testigos del amor y de la misericordia que transforman la vida. Tal es la propuesta para esta Pascua en tiempos recios.