Es miércoles santo, última hora de la tarde. Ante una plaza de san Pedro vacía y humedecida por la lluvia, respaldado por el crucifijo de San Marcello al Corso y la imagen de la Salus Populi Romani, Francisco se dirige a los millones de telespectadores que le contemplan con el alma en vilo, la mayoría confinados en sus hogares a causa del Covid-19.
Con Dios la vida nunca muere
Contempla el Papa la escena evangélica de los apóstoles en una barca agitada por la tempestad que se ha desatado en el lago de Genesaret. “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?… ¿Por qué tenéis miedo?”.
“En esta barca estamos todos” –nos mira Francisco–. “Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: perecemos, también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos”.
“Es fácil” –observa el sucesor de Pedro– “identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús”. También les pasaba a ellos. No habían dejado de creer en su Maestro, pero no tenían la fe suficiente. ¿No te importa que perezcamos? “Pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención”. Y eso desató también una tempestad en el corazón de Jesús –porque siempre le importamos–, que se apresuró a salvarlos.
“La tempestad” –señala Francisco con argumentos que ha repetido durante estas semanas– “desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades”. Esta tempestad “nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado al que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad”. Tercer punto, “la tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todos esos intentos de anestesiar con aparentes rutinas ‘salvadoras’, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacer frente a la adversidad”.
Nos pide el Papa que nos hagamos fuertes con el ejemplo de tantas “personas comunes” que, si bien no salen habitualmente en los periódicos ni en las pasarelas, escriben hoy acontecimientos decisivos de nuestra historia, porque han comprendido que “nadie se salva solo”; y sirven incansable y heroicamente: en los hospitales, en los trabajos, en los hogares, sembrando serenidad y oración.
No somos autosuficientes, no podemos salvarnos solos. Pero tenemos a Jesús y con Él a bordo, no se naufraga. “Porque esa” –señala Francisco– “es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere”. Jesús nos invita a confiar en Él, a servir con la fuerza de la solidaridad y el ancla de la esperanza, abrazando en su Cruz las contrariedades del tiempo presente.
La omnipotencia del amor
La imagen de Jesús dormido en la barca sigue presente cuando escuchamos frecuentes preguntas en tiempos de crisis (como el actual): ¿dónde está Dios ahora? ¿Por qué permite el sufrimiento? ¿Por qué no resuelve rápidamente nuestros problemas?
Así es la lógica meramente humana, tal como planteaba el Papa en su audiencia general del 8 de abril. Contemplaba la entrada de Jesús el Domingo de Ramos en Jerusalén, manso y humilde, y el rechazo posterior de quienes pensaban: “El Mesías no es Él, porque Dios es fuerte, Dios es invencible”.
Esa lógica contrasta con otra que aparece al final del relato de la Pasión. A la muerte de Jesús, el centurión romano, que no era creyente –no judío, sino pagano– después de verle sufrir en la cruz y oír que había perdonado a todos, es decir, después de haber palpado su amor sin medida, confiesa: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15, 39). Es la lógica contraria, la lógica de la fe, que reconoce a Jesús como el Dios verdadero.
¿Cuál es –se preguntaba Francisco– el verdadero rostro de Dios? ¿Cómo es realmente, no cómo nos lo imaginamos? Él vino a nuestro encuentro en Jesús, y se nos reveló totalmente, tal cual es, en la Cruz. “Allí –en la cruz– aprendemos los rasgos del rostro de Dios. No olvidemos, hermanos y hermanas, que la cruz es la cátedra de Dios”. Por eso, para liberarnos de los prejuicios sobre Dios, el Papa nos invitaba en primer lugar a mirar el Crucifijo.
En segundo lugar, nos animaba a tomar el Evangelio, para ver cómo actúa Jesús ante los que quieren hacer de Él un Mesías terreno: evita que le hagan rey, se esconde, enmudece, no quiere ser malinterpretado, tomado por “un dios falso, un dios mundano que da espectáculo y se impone con la fuerza”. ¿Y cómo muestra su verdadera identidad? La respuesta es: en su entrega por nosotros en la Cruz. Por eso el centurión reconoce: “Verdaderamente era Hijo de Dios”.
La conclusión es clara: “Se ve que Dios es omnipotente en el amor, y no de otro modo”. Así es Dios, su fuerza no es otra sino la del amor. Su poder es diferente al de este mundo. Si ya entre nosotros el amor es capaz de dar la vida por los demás –como vemos estos días al ver “los santos de la puerta de al lado”– el amor de Dios es capaz de darnos una Vida que sobrepasa la muerte.
De esta manera la Pascua que sigue a la Semana Santa nos dice que “Dios puede convertir todo en bien”. Y esto no es un espejismo, sino la verdad. Aunque nuestras angustiosas preguntas sobre el mal no desaparecen de golpe, la resurrección de Cristo nos enseña, primero, que Dios ha cambiado la historia y ha vencido el mal y la muerte: “Del corazón abierto del Crucificado, el amor de Dios llega a cada uno de nosotros”.
La resurrección de Jesús nos enseña también cómo podemos actuar nosotros: “Podemos cambiar nuestras historias acercándonos a Él, acogiendo la salvación que nos ofrece”. Por eso, Francisco propone para estos días de Semana Santa y Pascua, y siempre: “Abrámosle todo el corazón en la oración […]: con el Crucifijo y con el Evangelio. No lo olvidéis: Crucifijo y Evangelio”. Así comprenderemos que Dios no nos abandona, que no estamos solos, sino que somos amados, porque el Señor no se olvida de nosotros jamás.
Desde ahí comprendemos, como ha dicho el Papa en una entrevista con Austen Ivereigh (publicada en ABC el mismo día que la audiencia general, 8 de abril), que ahora es tiempo de trabajar en lo que podamos por los demás. No es tiempo de bajar los brazos, sino de servir con creatividad.
Ahora –seguía apuntando– es tiempo de crecer en la experiencia y en la reflexión que nos podrán llevar luego a mejorar en la atención a los más vulnerables, a fomentar una economía que replantee las prioridades, a una conversión ecológica que revise los modos de vivir, a rechazar la cultura utilitarista del descarte, a redescubrir que el verdadero progreso solo se logra desde la memoria, la conversión y la contemplación, contando con los sueños de los ancianos y las profecías –los testimonios y los compromisos– de los jóvenes.
Poco después, durante la Vigilia Pascual –celebración de la noche en que Cristo resucitó– Francisco decía que es una noche en que hemos conquistado “el derecho a la esperanza”. No a una esperanza meramente humana en que “todo irá bien”: “No es un mero optimismo, no es una palmadita en la espalda o unas palabras de ánimo de circunstancia”; sino “una esperanza nueva, viva, que viene de Dios”, capaz de hacer salir de la tumba la vida.
Eso nos permite esperar, concluía, que terminen la muerte y las guerras: “Que se acabe la producción y el comercio de armas, porque necesitamos pan y no fusiles. Que cesen los abortos, que matan la vida inocente. Que se abra el corazón del que tiene, para llenar las manos vacías del que carece de lo necesario”.