Teología del siglo XX

El drama del humanismo ateo, de Henri de Lubac

Publicado al terminar la segunda guerra mundial (1944), el lúcido ensayo El drama del humanismo ateo representó un análisis cristiano de los fermentos que habían llevado a la cultura moderna a apartarse del cristianismo, y que eran, en parte, responsables de la catástrofe.

Juan Luis Lorda·15 de julio de 2021·Tiempo de lectura: 7 minutos
Henri de Lubac

Texto en italiano aqui

No era difícil ver que tanto el nazismo como el comunismo eran hijos de la vertiente anticristiana de la época moderna. En los dos, de distinta manera, se mezclaban presupuestos filosóficos (de Feuerbach en un caso, de Nietzsche en otro, y en los dos, de Hegel) y pretensiones científicas falsas sobre el materialismo (dialéctica) o la biología (racista). Y ambos pretendían construir una ciudad nueva con una cultura sin Dios en favor de un hombre nuevo. Pero recaían en la construcción de la torre de Babel, que es también la Babilonia apocalíptica, sedienta de la sangre cristiana. 

El libro está compuesto de varios artículos que De Lubac escribió durante la segunda Guerra Mundial y la ocupación de Francia por los alemanes. En su origen, eran artículos separados. Así lo cuenta el autor con su modestia característica en el prólogo. Pero tenían la unidad del análisis: “Bajo las innumerables corrientes que afloran en la superficie externa de nuestro pensamiento contemporáneo, nos parece que existe […] algo como una inmensa deriva: Debido a la acción de una parte considerable de nuestra minoría pensadora, la humanidad occidental reniega de sus orígenes cristianos y se separa de Dios” (p. 9). Y sigue: “No hablamos de un ateísmo vulgar, que es propio, más o menos, de todas las épocas y que no ofrece nada significativo […]. El ateísmo moderno se torna positivo, orgánico constructivo”. No se limita a criticar, sino que tiene la voluntad de hacer inútil la pregunta y sustituir la solución. “Humanismo positivista, humanismo marxista, humanismo nietzscheano son, más que un ateísmo propiamente dicho, un antiteísmo y más concretamente, un anticristianismo, por la negación que hay en su base” (El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 1990, pp. 9-10).  

El ensayo se divide en tres partes. En la primera, trata de Feuerbach y Nietzsche sobre la muerte de Dios y la disolución de la naturaleza humana, y compara a Nietzsche con Kierkegaard. La segunda parte está dedicada al positivismo de Comte y su ateísmo sustitutorio. La tercera con el expresivo título de Dostoyevski profeta muestra cómo el escritor ruso, sensible a esto, había adivinado el argumento: “No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo cierto es que sin Dios no puede, a fin de cuentas, más que organizarla contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano” (p. 11). Como sucede con el conjunto de la obra de De Lubac este libro está cuajado de citas y referencias y se adivina un serio e inmenso esfuerzo de lectura. Y una cultura amplísima. También hay que notar que siempre trata con justicia el pensamiento de los demás, con un gran discernimiento y una honestidad intelectual irreprochable. 

Feuerbach y Nietzsche

De Lubac describe que la idea cristiana del ser humano y su relación con Dios fueron una gran liberación en el mundo antiguo: “¡Se acabó el Fatum!” (p. 20), la tiranía de la fatalidad: detrás hay un Dios que nos quiere. “Ahora esta idea cristiana que había sido recibida como una liberación comienza a sentirse como un yugo”. No se quiere estar sometido a nada, a Dios tampoco. Los socialistas utópicos, de Proudhon a Marx, ven en Dios la excusa que sanciona el orden injusto de la sociedad: “por la gracia de Dios”, como se acuñaba en las monedas reales. 

Feuerbach y Nietzsche van a romper este orden. Feuerbach lo hará postulando que la idea de Dios se ha generado al sublimar las aspiraciones de los seres humanos, que se han desposeído de sí mismos poniendo fuera la plenitud a la que aspiran, y así ya no puede ser suya. Para Feuerbach, la religión cristiana es la más perfecta y, por eso, la más alienante. Esto fue como una revelación para Engels o Bakunin. Y Marx lo sumará a su análisis económico: la alienación original es la que genera las dos clases básicas, los que poseen los medios de producción (propietarios) y los que no los poseen (trabajadores), y ésta crea en la historia la estructura social que acaba sancionada por la religión. Pero le dará un giro práctico y político: ya no se trata de pensar, sino de transformar. Se necesita una revolución más radical que la francesa. 

Según De Lubac, Nietzsche no simpatizó con Feuerbach, pero recibió su influencia por Schopenhauer y Wagner. El Mundo como voluntad y representación, de Schopenhauer, está marcado por la tesis de Feuerbach y encanta a Wagner. La Voluntad de poder, de Nietzsche, está movida por la indignación ante la alienación cristiana y por el deseo de reconquistar la plena libertad: “En el cristianismo, este proceso de despojamiento y envilecimiento del hombre llega hasta el extremo”, dice. Y esta indignación está presente casi desde el principio de su obra. Es necesario expulsar la falacia de Dios. No se trata de demostrar que es falsa, porque no acabaríamos nunca, hay que expulsarla del pensamiento como un mal, una vez que la hemos desenmascarado porque sabemos cómo se ha formado. Hay que proclamar con el brío de una cruzada, la “muerte de Dios”, tarea descomunal y trágica, incluso espantosa, como aparece en Así habló Zarathustra. En consecuencia, hay que rehacer todo y especialmente al ser humano: es un humanismo ateo. “No ve, comenta De Lubac, que Aquel contra el que blasfema y exorciza es precisamente el que le da toda su fuerza y su grandeza […], no se apercibe del servilismo que le amenaza” (p. 50). De Lubac no deja de señalar que Nietzsche puede burlarse de la falsedad cristiana porque en el cristianismo moderno tan acomodado apenas queda rastro de la vibración de los cristianos que transformaron el mundo antiguo.   

Kierkegaard tiene bastantes cosas en común con Nietzsche: la lucha solitaria contra lo burgués, la aversión a Hegel y a la abstracción, la conciencia de combate en solitario con un gran sufrimiento. Pero Kierkegaard es un hombre de fe radical, un “heraldo de la trascendencia”, de esa dimensión sin la que el ser humano encerrado en sí mismo solo puede sucumbir a sus límites y bajezas. 

Comte y el cristianismo 

El extenso Curso de Filosofía positiva, de Comte, se publicó el mismo año que La esencia del cristianismo, de Feuerbach (1842). Y como señalaba un comentarista del momento: “L. Feuerbach en Berlín como Auguste Comte en París, propone a Europa la adoración de un nuevo Dios: el ‘género humano’” (p. 95). 

De Lubac analiza lúcidamente la famosa “ley de los tres estadios”, que Comte formuló con 24 años. “Constituye el cuadro en el que vierte toda su doctrina” (p. 100). Pasamos de una explicación sobrenatural del universo con los dioses y Dios (“estado teológico”), a una explicación filosófica por causas abstractas (“estado metafísico”), y, finalmente, a una explicación plenamente científica y “natural” (“estadio positivo”). No cabe vuelta atrás. Todo lo anterior es “fanatismo”, adjetivo entonces de moda. Comte no se consideraba ateo sino agnóstico: cree haber demostrado que se había llegado falsamente a la idea de un Dios y que esa cuestión no tenía sentido en una sociedad científica. Pero hace falta rellenar el hueco, porque “no se destruye lo que no se reemplaza” (p. 121). Y quiere organizar el culto a la Humanidad. Esto le llevará a una serie de iniciativas bastante delirantes. Comenta De Lubac: “En la práctica desemboca en la dictadura de un partido, mejor dijo, de una secta. Niega al hombre toda libertad, todo derecho” (p. 187). Estamos en la línea de los “fanatismos de la abstracción” que denunciará más tarde V. Havel, o de los proyectos de “ingeniería social”, que llevarán adelante los marxistas, pero en este caso afortunadamente casi inocuo. 

Dostoyevski profeta

Llamativamente, la tercera parte del libro se titula Dostoyevski profeta. De Lubac recoge una observación de Gide: en muchas novelas se describen las relaciones entre los protagonistas, pero las de Dostoyevski también tratan de la relación “consigo mismo y con Dios” (p. 195). En ese trabajo interior, Dostoyevski ha sido capaz de representarse los cambios que suponen en una persona la opción por el nihilismo y la vida sin Dios. Dostoyevski es profeta en este sentido: nos permite ver lo que pasa en las almas con las nuevas ideas. Nos permite incluso imaginar lo que pasó en el alma del propio Nietzsche, el alma de un ateo que huye de Dios. 

Curiosamente, cuenta De Lubac, en sus últimos años de lucidez, Nietzsche llegó a conocer la obra de Dostoyevski (Memorias del subsuelo), con la que se sintió identificado: “Es el único que me ha enseñado algo de psicología” (200), También conoció El idiota, donde entrevió los rasgos de Cristo, pero pronto advirtió a un amigo que Dostoyevski es: “completamente cristiano de sentimientos”, ganado por “la moral de esclavos”. Y considerará. “Le he concedido un reconocimiento extraño, en contra de mis más profundos instintos […] sucede lo mismo con Pascal” (p. 200). 

Cuando Dostoyevski planeaba, al final de su vida, una magna obra de fondo autobiográfico, anotaba: “El problema principal que se planteará en todas las partes de la obra será el que me ha torturado consciente o inconscientemente durante toda mi vida: la existencia de Dios. El héroe será, a lo largo de su existencia, unas veces ateo, otras creyente, otras fanático o hereje, y otras de nuevo ateo” (p. 205). No la escribió, pero en las que escribió, con múltiples nombres, está ese personaje descubriéndonos los distintos estados de su alma creyente, atea, nihilista o revolucionaria.

¿Ha pasado el tiempo por el libro?

Sí que ha pasado. Sigue siendo actual, incluso más actual, la comparación entre Nietzsche y Kierkegaard. Sigue siendo conmovedor el tratamiento de Dostoyevski. Pero han cambiado otras cosas. El nazismo desapareció con la guerra. El comunismo, como un milagro, cayó con el siglo XX (desde 1989). Feuerbach o Comte suenan a antiguallas, aunque se enseñan en las Facultades de Filosofía antes de Foucault y Derrida (sin ninguna mención de sus críticos). Las ideologías políticas han desaparecido, dejando heridas culturales. 

Sin embargo, el fondo positivista como fe única en la ciencia pervive y se extiende, sin las excentricidades de Comte. No hay culto y sacerdocio positivista, aunque sí el Magisterio cuasipontifical de algunos “oráculos de la ciencia”, como los llamó Mariano Artigas. Pero sí que hay un materialismo asumido, que, en realidad, tiene poco fundamento, habida cuenta de lo que sabemos sobre el origen y constitución del mundo. Cada día se parece más a una descomunal explosión de inteligencia, de forma que resulta más inverosímil defender que solo hay materia y que todo se ha hecho solo.  

El marxismo cayó, decíamos, pero el inmenso vacío ideológico, lo va ocupando con las mismas dimensiones planetarias y las mismas técnicas propagandísticas y de presión social, la ideología sexual, desarrollada a partir del 68. Y se debe, en gran parte, a que una izquierda, privada de programa político (marxista) y de horizonte de futuro (la sociedad sin clases), lo ha convertido en una reivindicación moral que redime o por lo menos tapa el duro pasado. De Lubac, como la mayoría de sus contemporáneos, incluyendo toda la izquierda clásica, se quedaría perplejo. De la izquierda revolucionaria hemos pasado a la izquierda libertaria (con inspiración de Nietzsche) y de allí a una nueva maquinaria ideológica que, trastocando los fundamentos de nuestra democracia, convierte su intolerancia en virtud. Desde finales del XVIII, las intolerancias no son las cristianas, sino las anticristianas. Y sobre este nuevo humanismo, vale el diagnóstico que De Lubac encuentra en Dostoyevski: se puede hacer un mundo sin Dios, pero no se puede hacer sin que vaya contra el ser humano. Dostoyevski, el profeta, no imaginó esta deriva, pero si anunció que “solo la belleza salvará el mundo”.

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