Ser célibe no es lo mismo que estar soltero o no compartir la vida con otra persona. El celibato es un don de Dios, un regalo por el que se entrega a Dios el corazón de manera completa, sin mediación humana. Y esto, tanto para laicos como para consagrados o sacerdotes.
¿Qué es el celibato?
Ante todo estamos hablando de un don –regalo– de Dios, a través del que reclama el amor de un corazón indiviso, sin la mediación de amor terreno alguno. Es una llamada a fin de cooperar de modo especial en la transmisión de la vida sobrenatural a las demás personas.
Quien recibe esa llamada pone en ejercicio el sacerdocio común –en el caso de los laicos– o el sacerdocio común y el ministerial –en el caso de los ministros consagrados–. Por ello, ese don genera una paternidad o maternidad espiritual profunda en el célibe, que, de algún modo, se entrega o consagra al mundo entero.
Este don, como vemos, lo concede Dios tanto a laicos como a religiosos o sacerdotes, aunque con un sentido específico en cada caso.
¿Existen entonces diversas formas de vivir el celibato en la Iglesia católica?
Los laicos que reciben el celibato se unen a Cristo “en exclusiva” y, desde el lugar en que se desenvuelven, sin apartarse del mundo, corresponden a ese don.
Iguales a sus iguales, como sus iguales, con o sin distinción exterior, pero sin que ese distinguirse de los demás sea algo ínsito a su condición de célibe.
En el caso de los religiosos, el celibato está al servicio de su misión específica, que es dar testimonio de que el fin del cristiano es el Reino de los Cielos. Y lo hacen viviendo un estado de vida consagrada por los votos de pobreza, castidad y obediencia, con una vida de entrega a Dios y ayuda a los demás. Ello conlleva un cierto apartamiento de las realidades profesionales, familiares y sociales.
Los religiosos, aunque pueden desarrollar algunas de esas realidades –por ejemplo, en el campo educativo o asistencial– su misión no es santificar el mundo desde dentro de ellas –ése es el caso de los laicos– sino desde su consagración religiosa.
Así, el celibato no aparta de los demás hombres, sino que a ellos se consagra. Y aparta o no del mundo terrenal, según veíamos, en función de si el célibe es religioso –aparta– o laico –no aparta–. Los sacerdotes no religiosos, a los efectos que nos ocupan, vivirían asimismo su celibato en medio del mundo.
Cabría destacar que no estamos hablando de soltería, pues se da el caso de quienes, incluso perteneciendo a una fe, no se casan, pero no lo hacen por los motivos expuestos, sino por otros, también nobles, como cuidar a los padres, dedicarse a tareas sociales, etc., lo que tampoco les aparta del mundo.
¿Qué implica abrazar el celibato o “ser célibe”?
Ser célibe no es estar disponible en el sentido de que, como no une un compromiso o amor humano, se dispone cuantitativamente de más tiempo y posibilidades para sacar adelante obras apostólicas o la propia Iglesia universal.
Es más bien una actitud: tener disponible el corazón para vivir solo para Dios y, por él, para los demás.
Y resulta que quien vive el celibato alcanza una vida plena y fecunda, sin perder nada de lo humano. Disfruta de una afectividad rica, pues la entrega a Dios en el celibato no solo no priva, sino que acrece, la capacidad del amor humano.
El célibe, por el hecho de serlo, no debe sacrificar o entregar su potencial afectivo. Lo único que hace es dirigir esa afectividad de acuerdo con el don recibido, y si implica entregar despliegues de ésta –como la sexualidad que se ejerce en el ámbito matrimonial– lo hará de buen grado, y por amor de correspondencia. Sería un reduccionismo considerar que la persona necesita completar su afectividad con el otro sexo para llegar a la plenitud del amor.
Uno es completo en cuanto tal. Si bien es cierto que necesitamos de Dios y de los demás –somos contingentes, nos necesitamos– para alcanzar la felicidad. Y para que la relación afectiva sea plena, no tiene por qué ser sexual.
Quien recibe el don del celibato se deja amar enteramente por Dios, y por ese don puede dar a los demás el amor que recibe. Procura llenar el mundo del amor divino, pero en la medida en que corresponde entregándose exclusivamente al Señor. Y eso mismo lo hacen quienes reciben el don –también es don– del matrimonio, pero en este caso lo harán a través de las relaciones conyugales y familiares, pues la afectividad dependerá del amor entre un hombre y una mujer abiertos a la familia.
¿Hay que hablar siempre de celibato “apostólico”, incluso cuando lo referimos al celibato “sacerdotal” o “consagrado”?
El don del celibato es siempre apostólico, en cualquier caso. Lo que sucede es que esa apostolicidad se traducirá de modo diverso, según la misión de cada uno, sea laico, religioso o sacerdote.
Sin esa nota de “apostólico”, el celibato perdería su sentido.
Los laicos ejercitarán su apostolado santificando el mundo desde dentro de sus vidas como profesionales, familiares y en los ambientes sociales en los que se desenvuelvan.
Los religiosos, a quienes se les asigna el celibato “consagrado”, también incorporan en su don la dimensión apostólica. Y los sacerdotes, desde celibato “sacerdotal”.
Por último, aunque parezca una obviedad, destacar que cualquier católico, reciba o no el don del celibato, está llamado a ese apostolado, que no es más que transmitir el amor de Dios –que alcanza a todos sus hijos– a través de su ejemplo de vida y su palabra. Al igual que todos estamos llamados a la santidad, y no solo quienes por gracia divina recibimos el don del celibato.