Recursos

Educar para el perdón. El perdón de Dios

Dios está siempre dispuesto a perdonarnos y a que el arrepentimiento –dolor por las ofensas cometidas– nos lleve a acudir a la confesión, sacramento que nos reconcilia con Él.

Julio Iñiguez Estremiana·23 de mayo de 2024·Tiempo de lectura: 9 minutos
educar en el perdón

En el artículo anterior, que dedicamos al perdón entre las personas, quedamos emplazados a tratar el perdón de Dios. 

Hablar del perdón presupone la existencia del pecado. Sólo si reconocemos que ofendemos a Dios -que pecamos-, podemos llegar a entender la grandeza de Dios que nos perdona. 

Nuestro propósito al abordar este tema es ayudar a padres y educadores a educar a hijos y alumnos en el agradecimiento a Dios, que está siempre dispuesto a perdonarnos y en el arrepentimiento –dolor por las ofensas cometidas– que les lleve a acudir a la confesión, sacramento que nos reconcilia con Él. 

Una de las constantes de la Revelación es el perdón de Dios, manifestación de su infinito amor por los hombres –por cada hombre–. Veamos algún ejemplo que encontramos en los Evangelios.

Jesús Perdona a Pedro y le confirma en su misión

Comenzaremos con un entrañable episodio ocurrido, muy de mañana, en la ribera del lago de Tiberíades. Nos lo cuenta san Juan, testigo de todo, en el último capítulo de su Evangelio.

Un grupo de discípulos de Jesús habían pasado toda la noche de pesca, pero volvían de vacío cuando ya estaba amaneciendo. Entonces “Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: ‘Muchachos, ¿tenéis pescado?’. Ellos contestaron: ‘No’. Él les dice: ‘Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis’. La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. 

Y sacaron 153 peces grandes.

Luego, tras asar algunos peces en las brasas que Él mismo había preparado, “Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado”, aunque ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor”.

Después de comer tiene lugar una conmovedora conversación entre Jesús y Pedro:

-“ ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?’. Él le contestó: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’. Jesús le dice: ‘Apacienta mis corderos’. Por segunda vez le pregunta: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me amas?’. Él le contesta: ‘Sí, Señor, tú sabes que te quiero’. Él le dice: ‘Pastorea mis ovejas’. Por tercera vez le pregunta: ‘Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?’. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: ‘¿Me quieres?’ y le contestó: ‘Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero’. Jesús le dice: ‘Apacienta mis ovejas’ ”. 

Al contemplar esta escena, es imposible no volver la mirada a otro episodio ocurrido unos días antes, en el atrio de la casa del Sumo Sacerdote, cuando Pedro negó tres veces conocer a Jesús. “Entonces Pedro se acordó de las palabras que le había dicho Jesús: “Antes de que cante el gallo dos veces, me habrás negado tres”. Y rompió a llorar”. Preguntando Jesús a Pedro por tres veces: “¿Me quieres?”, le está diciendo que le perdona su traición y que si él le quiere todo quedará borrado y seguirá en pie la promesa que le hiciera tiempo atrás en la región de Cesarea de Filio: “Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella” [Mt 16, 18]. Así lo entendió Pedro que “se entristeció porque le preguntó por tercera vez: ‘¿Me quieres?’”, demostrando públicamente su arrepentimiento por la triple negación y su gran amor a su Maestro y Señor.

Aquí tenemos, por tanto, los tres elementos esenciales del perdón de Dios: hay una culpa que el hombre reconoce como suya; hay arrepentimiento -cuidar el examen de conciencia- y petición de perdón a Dios, que es a quien se ha ofendido; y Dios siempre perdona totalmente –“Se buscará la culpa de Israel y no la habrá, y el pecado de Judá y no se hallará” [Jeremías 50, 20] – y para siempre – “Y una vez perdonados, Yahveh ya no se acordará más de sus pecados” [Isaías 38, 17].

Con el perdón de Dios no queda ni rastro de pecado: “Y sí vuestros pecados son como la grana, blanquearán como la nieve; y sí son rojos como el carmesí, se volverán como la lana” [Isaías 1, 18]; y se recupera la gracia de Dios -su amistad y confianza-.

También a Judas Iscariote le ofreció Jesús el perdón de su traición llamándole “Amigo” aun sabiendo que su beso era la señal convenida con los que venían a detenerle: “Amigo, ¡haz lo que has venido a hacer!” [Mt 26, 50]. Pero Judas no se arrepintió -él y Dios saben qué ocurrió en su corazón- y, hasta donde sabemos, no pudo ser perdonado.

Al no acoger la confianza que le ofreció el Señor, seguir viviendo no tenía ya sentido para él, y se ahorcó. Este mismo peligro nos amenazaría a nosotros si tuviéramos miedo a no ser perdonados. Confiemos siempre en el perdón de Dios.

Jesús perdona al buen ladrón y le promete el cielo

Cuando llegaron al Calvario, crucificaron allí a Jesús y a otros dos malhechores, uno a su derecha y a su izquierda el otro.

—Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen -exclamó Jesús. [Lc 23, 33]

Uno de los malhechores injuriaba a Jesús, en cambió el otro le reprendía y hacía público su arrepentimiento por las fechorías que habían cometido ambos:

—Nosotros estamos aquí justamente, porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero éste no ha hecho ningún mal -le decía a su compañero.

—Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino -pidió a Jesús, asumiendo su realeza.

—En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso -le respondió el Señor.

[Lucas 23, 42-44]

He aquí otra lección de cómo es el perdón de Dios. Jesús, ya colgado en la cruz, pide al Padre que perdone a todos los que le están injuriando y atormentando “porque no saben lo que hacen”.

No tengo noticia de nadie, antes de Jesús, que haya sido tan indulgente y compasivo con sus acusadores y ejecutores. Él es capaz de hacerlo, y lo hace, porque es verdadero Dios; y si está colgado en la cruz es sólo por decisión propia, porque ha elegido este modo de redimirnos.

Por su parte, el “buen ladrón”, que tiene claro que Jesús no tendría que estar en la cruz –“este no ha hecho ningún mal”-, arrepentido de su mala vida pasada, le pide: “acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Y el Señor atiende de inmediato su demanda: “hoy estarás conmigo en el Paraíso”.

Jesucristo nos ha ganado el derecho a ser perdonados

A partir de la gran verdad que el buen ladrón dice a su compañero, reprendiéndole por su mal comportamiento con el Inocente, en la misma condena que ellos: “Nosotros estamos aquí justamente, (…); pero éste no ha hecho ningún mal”, trataremos de comprender, hasta donde nos sea posible, el misterio de la Pasión de Cristo.

Jesús -colgado en la cruz entre dos malhechores- es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, que se hizo hombre para llevar a cabo el plan de Dios -Padre, Hijo y Espíritu Santo- a fin de rescatar al género humano del poder del pecado y de la muerte. Ya en el tiempo de la Encarnación del Hijo de Dios, el ángel comunica a José, esposo de María, que al niño “le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” [Mateo 1, 21]. ¿Y cuál fue ese plan de Dios para redimirnos de nuestros pecados y liberarnos del poder del demonio? Entregar a su Hijo para dar con su muerte la vida al mundo: “Sobre el madero, cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo, para que nosotros, muertos al pecado, viviéramos para la justicia”. [1 Pe 2, 24]. Veamos cómo recorrió Jesús ese camino hasta el Gólgota.

Jesucristo decidió cargar con todos los pecados, empezando por el pecado original y siguiendo por los cometidos por todos los hombres de todos los tiempos. Pero, ¡atención!, no carga con nuestros pecados como se carga con un fardo que uno se echa a la espalda sin hacerlo cosa suya. ¡No! De una forma misteriosa, sin tener pecado alguno -no podía pecar porque es Dios, y no cometió pecado alguno, como confesó el buen ladrón-, asumió todos nuestros pecados: “A él, que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros, para que llegáramos a ser en Él justicia de Dios”, explica san Pablo en [2 Corintios 5, 21].

José Miguel Ibáñez Langlois, en su libro “La pasión de Cristo” de Rialp, reflexiona: “Debió hacerse una violencia tremenda para cargar en su corazón con aquello que él más odia en este mundo, con lo único que él odia: lo anti-Dios, que eso es el pecado”.

Nuestro Señor asumió todas las miserias sin fin, incluyendo las enfermedades con sus penurias y limitaciones, de todos los hombres desde Adán y Eva hasta el fin de los tiempos: “Él tomó sobre sí nuestras enfermedades, cargo con nuestras dolencias. Fue traspasado por nuestras iniquidades, molido por nuestros pecados” [Isaías 53, 4-5].

Así se entiende su terrible sufrimiento en el Huerto de los Olivos: le vemos postrado en el polvo, en auténtica agonía bajo el peso insoportable del pecado del mundo, “le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo”, que le lleva a pedir al Padre: “Padre, si quieres, ¡aparta de mí este cáliz!”, y que acaba en su victoria definitiva: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” [Lucas 22, 42-44].

Éste fue el camino que Jesús eligió para redimirnos: el sufrimiento de asumir todos los pecados del género humano y la violencia extrema que padeció durante toda la Pasión, hasta morir en la cruz, constituye un sacrificio agradable a Dios porque lo ofrece el mismo Dios -el Hijo de Dios- y redime a todos los hombres de sus pecados porque es el sacrificio de un Hombre -el Hijo de María- que ofrece su propia sangre como ofrenda grata a Dios. Y sólo por amor, por su amor infinito hacia los hombres.

Nuestro Señor, siendo uno de los nuestros, nos ha ganado el derecho a ser perdonados por Dios y nos abre las puertas del Reino de los Cielos.

La Pasión de Cristo es lo más importante que a cada uno de nosotros nos ha ocurrido jamás en nuestra vida. Por eso, la respuesta por nuestra parte a tanta entrega del Señor no puede ser otra que el agradecimiento, y su seguimiento para llevar a cabo la misión que Él nos ha encomendado.

No es lo mismo pedir perdón que disculparse 

En un célebre ensayo titulado “El perdón”, C. S. Lewis nos explica que hay diferencias importantes entre pedir perdón y disculparse. Lo expone así:

“En mi opinión, con frecuencia interpretamos equivocadamente el perdón de Dios y de los hombres. En cuanto a Dios, cuando creemos pedirle perdón, a menudo deseamos otra cosa (a menos que nos hayamos observado con cuidado): en realidad, no queremos ser perdonados, sino disculpados, pero son dos cosas muy distintas.

Perdonar es decir “Sí, has cometido un pecado, pero acepto tu arrepentimiento, en ningún momento utilizaré la falta en contra tuya y entre los dos todo volverá a ser como antes”. En cambio, disculpar es decir “Me doy cuenta de que no podías evitarlo o no era tu intención y en realidad no eras culpable”. Si uno no ha sido verdaderamente culpable, no hay nada que perdonar”. 

En ocasiones los hombres nos engañamos pidiendo disculpas -por ejemplo, inventándonos atenuantes-, cuando lo que realmente precisamos es ser perdonados. Cuando queramos el perdón de Dios, es importante que tengamos claro que, si una acción requiere ser perdonada, no basta con una excusa.

Dios perdona siempre

San Lucas recoge en su Evangelio tres parábolas sobre la misericordia y el perdón, que culmina con la más hermosa, la del “hijo pródigo” [Lucas 15, 11-32], que elegimos para terminar. 

El hijo más joven, le pidió a su padre: “Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde”. Recibida su herencia, se marchó a lejanas tierras y dilapidó “su fortuna viviendo lujuriosamente”. Luego empezó a pasar todo tipo de penurias, e incluso hambre.

Entonces decidió volver a casa y pedir perdón: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”. El padre, encantado de recuperarlo, organizó un banquete para celebrar el regreso a casa de su hijo.

Cuando el hijo mayor volvió del campo, enterado del motivo de la fiesta, se indignó y no quería entrar en ella. el padre salió a su encuentro y, tras escuchar su quejas, le dijo: “Hijo, había que celebrarlo y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado”.

Pienso que queda bien ilustrada la infinita misericordia de Dios, deseoso siempre de perdonar al hombre que se le acerca arrepentido a pedirle perdón por sus pecados.

Un Dios que perdona

“Dios manifiesta su poder, no creando, sino perdonando”, reza la Iglesia [Domingo XXVI T.O.]. “Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados” [Miqueas 7, 19]. 

Jesús encarga a los Apóstoles que prediquen “en su nombre la penitencia y la remisión de los pecados a todas las naciones” [Lucas 24, 47].

Antes, en su primera aparición a los Apóstoles en la tarde del mismo día de Pascua, había instituido el sacramento de la Penitencia: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se lo retengáis, les quedan retenidos”[Juan 20, 22-23]. 

Acudiendo arrepentidos a este sacramento recuperamos la gracia de la justificación y, con ella, la alegría de comenzar de nuevo en nuestra vida.

Debemos perdonar a los demás

De igual modo que tenemos confianza plena en que Dios perdona siempre nuestros pecados, debemos también tener muy claro que no lo hará si nosotros no perdonamos de corazón a quienes nos ofenden. 

Esta doctrina la ejemplifica el Maestro en la parábola del “deudor cruel”: “Yo te he perdonado toda la deuda porque me lo has suplicado. ¿No debías tú también tener piedad de tu compañero?” [ver Mateo 18, 23-33]. Y, tras enseñar Jesús el Padrenuestro a sus discípulos, les dice: “Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados” [Mateo 6, 15]. 

Por otro lado, perdonar a los demás siempre da paz a “ambas partes”, borra las distancias que genera la ofensa y se recupera la armonía.

Jesucristo nos eleva a una vida de intimidad con Dios

Nuestro Señor, siendo verdadero Dios y perfecto hombre, mediante el misterio su Pasión y Muerte, nos ha ganado el derecho a ser perdonados por Dios y nos abre el camino a la felicidad de la vida eterna. 

En el encuentro personal de cada uno con Jesús, comenzamos a vivir de otra manera e, impulsados por la gracia, podemos libremente orientar nuestra vida hacia el fin para el que fuimos creados.

Lectura recomendada:

Exhortación apostólica “Reconciliación y Penitencia”. San Juan Pablo II

El autorJulio Iñiguez Estremiana

Físico. Profesor de Matemáticas, Física y Religión en Bachillerato

Newsletter La Brújula Déjanos tu mail y recibe todas las semanas la actualidad curada con una mirada católica