Nos referimos a su mensaje para la Cuaresma, su mensaje para la Jornada Mundial de la Juventud prevista inicialmente para primeros de abril en Roma; en tercer lugar, su discurso al clero romano con motivo de la Cuaresma.
Llamada a la conversión en una “cuaresma especial”
El mensaje del Papa se centraba en un texto paulino: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios” (2 Co 5, 20). Nos invita a mirar al Crucificado para redescubrir el Misterio pascual, fundamento de la conversión: “Mira los brazos abiertos de Cristo crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez” (exhortación apostólica Christus vivit, n. 123).
Este tiempo de gracia, que es siempre la cuaresma, se encuentra este año fuertemente teñido por las circunstancias –vinculadas a la pandemia del coronavirus– que nos rodean, que han llevado a la concesión de profusas Indulgencias (cfr. Decreto de la Penitenciaría Apostólica, 19-III-2020) por parte de la Santa Sede.
Mucho se ha escrito ya y se escribirá sobre las “enseñanzas” que podemos extraer de este tiempo difícil, en el que tantas personas queridas se nos han ido y otras muchas están gravemente dañadas o amenazadas en sus vidas, en sus familias y sus economías.
Por eso se vuelven particularmente dramáticas y significativas las palabras de Francisco, publicadas meses antes de que pudiera prever la situación en que nos encontramos, concretamente el 7 de octubre de 2019, el mismo día en que se abría el Sínodo de Amazonia: “Poner el Misterio pascual en el centro de la vida significa sentir compasión por las llagas de Cristo crucificado presentes en las numerosas víctimas inocentes de las guerras, de los abusos contra la vida tanto del no nacido como del anciano, de las múltiples formas de violencia, de los desastres medioambientales, de la distribución injusta de los bienes de la tierra, de la trata de personas en todas sus formas y de la sed desenfrenada de ganancias, que es una forma de idolatría”.
Tal vez ese afán por acumular –el tiempo y la investigación lo dirán, pero también nuestra conciencia de consumidores occidentales– es uno de los factores desencadenantes de los problemas que estamos padeciendo.
A grandes males, grandes remedios, y la reacción de los cristianos en todo el mundo está siendo de oración y de penitencia, apiñados junto al Papa y los obispos. Anclados en la fe, protegidos por el manto de la Virgen. Sabiendo que, incluso de todo esto, Dios puede sacar grandes bienes, contando con nuestra oración y conversión, nuestra cercanía a los que sufren y nuestro trabajo.
Experimentar la compasión y levantarse siempre
El Mensaje para la XXXV Jornada Mundial de la Juventud 2020 recoge las palabras del Señor al hijo de la viuda de Naín: “Joven, a ti te digo, ¡levántate!” (Lc 7, 14). Como continuación del sínodo sobre los jóvenes y preparación para la gran Jornada de Lisboa (2022), el Papa quiere que estos años los jóvenes se despierten, se levanten para vivir verdaderamente con Cristo.
No se trata de un mensaje dulzón y contemporizador. El Papa les propone mirar, “ver el dolor y la muerte” en torno a ellos. No se refiere solo a lo que en estos días contemplamos; sino al amplio panorama –que afecta en gran medida a los jóvenes mismos– de la muerte también moral y espiritual, emotiva y social. Muchos están muertos porque han perdido la esperanza, viven en la superficialidad o el materialismo, saboreando ilusoriamente sus fracasos. Otros tienen motivos diversos para sufrir.
A todos el Papa invita a mirar directamente, con ojos atentos, sin poner por delante el teléfono móvil o escudarse en las redes sociales. Les propone derribar los ídolos, experimentar la compasión hacia los demás (cfr. Mt 25, 35 ss.)
Tantas veces hay que comenzar por levantarse uno mismo. No como un “condicionamiento psicológico” como el que pretenden ciertos consejos de “autoayuda”, tan de moda (¡cree en ti mismo, en tu energía positiva!), como si fueran “palabras mágicas” que deberían solucionarlo todo. Porque para el que está “muerto por dentro” esas palabras no funcionan. El dejarse levantar por Cristo supone realmente una nueva vida, un renacimiento, una nueva creación, un resucitar. Y eso se traduce –como sucedió con el hijo de la viuda de Naín– en que reconstruimos nuestras relaciones con los demás (“empezó a hablar”: Lc 7, 15).
Hoy existen muchos jóvenes “en conexión”, pero no tanto “en comunicación”. Muchos viven aislados, replegados en mundos virtuales, sin terminar de abrirse a la realidad. Y esto –advierte Francisco– “no significa despreciar la tecnología, sino utilizarla como un medio, y no como un fin”.
En definitiva, propone: “‘Levántate’ significa también ‘sueña’, ‘arriesga’, ‘comprométete para cambiar el mundo’”. Levantarse significa apasionarse por lo grande, por lo que vale la pena. Y grande es “convertirse en testigo de Cristo y dar la vida por Él”.
Concluye el Papa con la que podríamos llamar pregunta del millón para los jóvenes: “¿Cuáles son vuestras pasiones y vuestros sueños?”. Les encomienda a María, Madre de la Iglesia: “Por cada uno de sus hijos que muere, muere también la Iglesia, y por cada hijo que resurge, también ella resurge”.
Esperanza, confianza en Dios, unidad
“Las amarguras en la vida del cura”, fue el tema del discurso del Santo Padre para el clero de Roma (leído por el cardenal De Donatis), el jueves 27 de febrero. Si bien la mayor parte de los sacerdotes están contentos con su vida y aceptan ciertas amarguras como parte de la vida misma, Francisco considera interesante la reflexión sobre las raíces y las soluciones de esas “amarguras”. Eso facilitará “mirarlas de frente”, tocar nuestra humanidad y poder servir mejor a nuestra misión.
Para ayudar a mirar esas raíces, las divide en tres partes: en relación con la fe, con los obispos y con los demás.
En relación con la fe, apunta la necesidad de distinguir entre “expectativas” y “esperanzas”. Los discípulos de Emaús (cfr. Lc 24, 21) venían hablando de sus expectativas, sin darse cuenta de que “Dios es siempre mayor” que nuestros planes, y que su gracia es la verdadera protagonista de nuestras vidas (para vacunarnos contra todo pelagianismo y gnosticismo).
En nuestro caso –señala Francisco–, quizá nos falta “trato con Dios” y confianza con Él, recordarnos a nosotros mismos: “Dios me habló y me prometió el día de la ordenación que la mía será una vida plena, con la plenitud y el sabor de las Bienaventuranzas”. Y para eso es necesario escuchar no solamente la historia sino también aceptar –con la ayuda del acompañamiento espiritual– las realidades de nuestra vida: “Las cosas irán mejor no solo porque cambiemos de superiores, o de misión, o de estrategias, sino porque seremos consolados por la Palabra (de Dios)”.
En relación con los obispos, la clave está en la unidad entre el obispo y los sacerdotes. Por parte del obispo, en el ejercicio de la autoridad como paternidad, la prudencia, el discernimiento y la equidad. Así enseñará a creer, a esperar y amar.
En relación con los demás, Francisco promueve la fraternidad y la lealtad, el compartir rechazando el espíritu de cautela y de sospecha. Además –señala– se requiere una buena gestión de la soledad, necesaria para la contemplación, que es, en torno a la Eucaristía, el alma del ministerio sacerdotal. Pero todo ello, sin refugiarse en el aislamiento; no aislarse de la gracia de Dios (lo que lleva al racionalismo y al sentimentalismo) ni de los demás: de la historia, del “nosotros” del santo pueblo fiel de Dios (lo que abriría al victimismo, elixir del demonio), que espera de nosotros maestros del espíritu, capaces de señalar los pozos de agua dulce en medio del desierto.