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Construir iglesias tras el Concilio Vaticano II

¿Cómo asume un arquitecto el encargo de levantar un edificio que ha de ser vínculo de unión entre los hombres y Dios y signo de la Iglesia a la que acoge? Esta es la reflexión del autor, especialista en arquitectura sagrada.

Esteban Fernández-Cobián·3 de julio de 2024·Tiempo de lectura: 7 minutos

Exterior de la iglesia del Beato Rupert Mayer en Poing (Alemania). ©CNS photo/Dieter Mayr, KNA

Hace algún tiempo que estudio los fundamentos y la historia de la arquitectura religiosa contemporánea, y he percibido que la liturgia ha suscitado intensas polémicas entre los especialistas ya desde antes del Concilio Vaticano II. Pero como arquitecto, no puedo hacer otra cosa que observar el proceso desde fuera, o lo que es lo mismo, intentar entenderlo desde mi propia disciplina.

El cardenal Carlo María Martini recordaba que históricamente las iglesias las han diseñado los clérigos, no los arquitectos. Ahora no es así, y por eso, las reflexiones que siguen se centrarán más en los arquitectos que diseñan iglesias que en los clérigos que las encargan. Por eso, nos podríamos preguntar: ¿cómo trabaja un arquitecto que tiene que construir una iglesia católica? ¿A dónde acude? ¿Qué piensa?

¿Qué es una iglesia?

Para el Código de Derecho Canónico (1983), una iglesia católica no es otra cosa que un espacio consagrado para la celebración pública del culto divino. Pero a la hora de definir con un mínimo de precisión qué objeto arquitectónico es una iglesia tenemos que responder a dos preguntas: qué representa y cómo se usa.

Una primera referencia significativa aparece en el pasaje narrado en el evangelio de san  Lucas 22, 12. Allí se explica cómo Jesucristo da instrucciones a sus discípulos para que preparen la cena de Pascua. Les indica que se dirijan a casa de un conocido que les mostrará una sala amplia y arreglada para que allí dispongan todo. Esa sala amplia y arreglada se puede presentar como paradigma espacial del espacio de culto cristiano. De hecho, en el “Ritual de dedicación de iglesias y altares”(1977), Pablo VI sólo pedía para una iglesia que fuera adecuada y decorosa (II.I.3).

En realidad, cualquier iglesia debería ser capaz de asumir cuatro usos básicos: acoger a los fieles que se congregan para orar, tanto comunitaria como individualmente; contextualizar la proclamación de la Palabra de Dios y la celebración eucarística; favorecer la reserva y la adoración del Santísimo Sacramento; y permitir la celebración de los restantes sacramentos, sobre todo en el caso de las iglesias parroquiales. 

El orden de estas cuatro funciones no es fortuito, sino que responde a una jerarquización conceptual que ha sido un tema de discusión frecuente durante las últimas décadas.

También se suele admitir que una de las funciones propias de la iglesia es su expresividad, entendiendo como expresivo o simbólico aquel edificio que posee una atmósfera cualificada que remite a otras realidades. Ese ambiente ha de poner en tensión el espíritu y educar en el sentido de lo sagrado. Aparecen así las dimensiones espiritual y pedagógica de todo templo.

Se ha escrito mucho sobre lo simbólico en la arquitectura religiosa, y en ocasiones de manera abusiva. Hablamos de simbolismo cuando para comprender una realidad de carácter espiritual necesitamos recurrir a un intermediario material que nos remita intuitivamente a ella; este intermediario es el símbolo. 

Si una iglesia se ajusta bien a su uso litúrgico, ya estará en concordancia con el simbolismo intuitivo, profundo y sencillo al mismo tiempo que contiene la liturgia católica. Esto se encuentra en las antípodas de la tendencia un tanto ingenua que tiende a identificar espacio espiritual con espacio vacío o evocador. Una iglesia no es eso, porque el culto cristiano se funda en un hecho objetivo: el sacrificio pascual de Jesucristo.

Cómo trabaja un arquitecto

Ahora bien. Todo arquitecto sabe que llega un momento en el cual los conceptos, por muy sugerentes que sean, tienen que traducirse en formas y números. ¿Cuánto mide un altar? ¿Cuáles han de ser las dimensiones de un baptisterio? ¿Qué cantidad de luz es la adecuada en una celebración litúrgica?

Cuando un arquitecto se enfrenta con un proyecto de arquitectura religiosa, suele realizar algunas tareas previas. 

En primer lugar, recordará aquellas iglesias que más le han impresionado en su experiencia personal. Luego acudirá a manuales de diseño. ¿Que dice Ernst Neufert sobre las iglesias? ¿Y Ching? Si está un poco más avisado consultará el libro de Cornoldi o el Bérgamo-Prete. Y si es mexicano, probablemente habrá oído hablar de los esquemas de fray Gabriel Chávez de la Mora, recientemente fallecido.

A continuación revisará las obras de arquitectura más importantes que se han construido en los últimos años, tanto en catálogos impresos como en internet, o incluso en premios internacionales como el Frate Sole. Tal vez —si el arquitecto está realmente comprometido con el tema— leerá los documentos de su circunscripción eclesiástica, difíciles de traducir en formas pero que no hay más remedio que justificar. Estos documentos siempre remiten a una jurisprudencia previa, en continuo proceso de actualización, para cuyo análisis no suele estar capacitado. Incluso podría consultar las fuentes originales, es decir, los documentos del Concilio Vaticano II. Si lo hace, su desconcierto será absoluto.

Al final, el arquitecto acabará recurriendo a la historia de los círculos de tiza que contaba Leo Rosten: “Había una vez un teniente en el ejército del Zar que, al atravesar a caballo un pequeño shtel, notó cien círculos de tiza a un lado del granero, cada uno de ellos con un agujero de bala en el centro. El atónito teniente paró al primero que encontró y le inquirió sobre las dianas. El hombre suspiró: —Ah, es Shepsel, el hijo del zapatero. Es un poco peculiar. —No me importa. Es un tirador tan bueno… —No me entiende usted, interrumpió el hombre. Verá: Shepsel tira primero y luego dibuja el círculo de tiza”. 

En este tema, es más fácil idear algo y luego intentar justificarlo, que hacerlo al revés.

Factores inesperados

Todo templo puede ser considerado como un gran receptor -un transistor, una antena, un router- que, en cierto modo, tiene la misión de revelar aquellas realidades que nosotros, con nuestros sentidos, no podemos percibir. Por eso es necesario que las iglesias sean templos, es decir, que sean capaces de convocar a la naturaleza para que también ella participe en el culto divino. Esto no se consigue haciendo transparente el muro testero, por ejemplo, sino recuperando los arquetipos espaciales de los que habla Jean Hani en su libro “El simbolismo del templo cristiano” (1962): la puerta, el camino, la gruta, la montaña, etc.

La arquitectura religiosa es un problema de ambientación total. No se trata de disponer a los fieles alrededor del altar. La impresión que el fiel recibe —y que le permite ponerse en contacto con lo divino— es la suma de muchos factores, entre los que me gustaría destacar tres: la sensación de acogida, la formación litúrgica de la comunidad y el ars celebrandi del sacerdote, es decir, su manera de celebrar la Santa Misa. Cualquier arquitecto que quiera proyectar una iglesia debería ser consciente de ello.

Desde un punto de vista espacial, la sensación de acogida puede identificarse, en un primer momento, con la existencia de un ámbito previo que precede al espacio de culto: el atrio. Al entrar en una iglesia, el atrio debería actuar como espacio de transición entre lo profano y lo sagrado. Nuestro cuerpo y nuestro espíritu necesitan tiempo para percibir los cambios conceptuales. Por eso, el atrio es el lugar de la acogida por antonomasia, donde se crea comunidad, se comparten experiencias e incluso bienes materiales. El atrio es un espacio imprescindible en las iglesias, sobre todo en las urbanas.

La acogida —y también la dignidad— puede verse amenazada por una conservación deficiente del edificio. No me refiero sólo a los desperfectos o a la suciedad, sino a los carteles de avisos o de campañas eclesiales, a las pantallas para proyectar las letras de las canciones, por no hablar de los ajustes improvisados en el mobiliario litúrgico. Cualquiera de estos objetos tiene mucha más potencia visual que la arquitectura misma. 

Así, el espacio deviene intranscendente, en ocasiones casi ridículo, y lo ridículo es incompatible con lo sagrado. Eso sí que fue condenado por el Concilio Vaticano II, cuando pedía la noble sencillez para todos los objetos destinados al culto.

Me atrevo a decir que antes de inventar nuevas formas para las iglesias es necesario recuperar la dignidad de la celebración: profundizar en cada gesto y en cada palabra a través del estudio y la oración. 

Teológicamente hablando, la Iglesia, como institución, es Templo del Espíritu Santo, pero también es Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo. Esta última cualidad —Cuerpo de Cristo— fue la reivindicación central del Movimiento Litúrgico, sobre la que se apoyó durante décadas la reforma del espacio celebrativo siguiendo la teología paulina. Pero quedó oculta tras el Concilio, cuando la eclesiología carismática y popular sirvió de excusa para generar espacios asamblearios.

Si se cuida la liturgia, si hay pasión por la Palabra de Dios, si con la oportuna educación litúrgica se procura que los fieles comprendan, punto por punto, lo que sucede en cada celebración, si ellos intentan vivir a lo largo de la semana lo que celebran el domingo; si, en definitiva, la misa es el centro y la fuente de toda la vida del fiel cristiano (que, no lo olvidemos, ese es el nodo capital de la reforma litúrgica), entonces la iglesia, como edificio, podrá aportar todo lo que tiene que aportar. 

Parafraseando a Rudolf Schwarz, podríamos decir que es preferible una misa bien celebrada en un espacio inconsistente, que una misa mal celebrada en un espacio perfecto. Lo cual no exime al arquitecto —más bien al contrario— de aplicar toda la intensidad posible en su proyecto.

Algunas observaciones finales

Quisiera decir una palabra sobre la ubicación del tabernáculo. Durante más de mil años el sagrario fue el centro de las iglesias. 

Diversos estudios señalan que su desplazamiento a una capilla lateral tras el Concilio Vaticano II ha influido en la drástica reducción de la piedad eucarística en los últimos decenios. Y aunque en algunos países del mundo se ha intentado recuperar la devoción al Santísimo Sacramento mediante la construcción de capillas de adoración perpetua, desde un punto de vista arquitectónico, considero necesario que el sagrario vuelva a presidir de manera permanente el espacio eclesial, tal como sugiere la última edición de la Instrucción general del Misal Romano (2002, números 314-315). De otro modo, construiremos edificios vacíos, que no serán ni Casas de Dios, ni Puertas del Cielo, ni siquiera Templos del Espíritu Santo.

Así pues, ¿cómo habría que construir una iglesia católica tras el Concilio Vaticano II? Resumiendo todo lo dicho, podemos afirmar que la arquitectura religiosa es un fenómeno vivo, en constante cambio; tanto los arquitectos como los clérigos hablan, discuten, publican periódicamente artículos y libros sobre estas cuestiones. El Papa y los obispos también. 

Apoyándose sobre estas bases, la Sagrada Congregación del Culto Divino emite instrucciones, notas pastorales, recomendaciones, cartas, etc. Pero hasta que todo ese material no se incorpora a una nueva edición de la Instrucción General del Misal Romano, no se puede considerar vinculante. 

Hasta la fecha, las ediciones latinas (editio typica) de la Instrucción general del Misal Romano han sido tres: 1969/70, 1975 y 2002 (reimpresa en 2008 con algunas modificaciones). 

En España, la versión de 2002 se implementó en 2016 (las anteriores lo habían hecho en 1978 y 1988, respectivamente).

Por lo tanto, antes de empezar a proyectar una iglesia, cualquier arquitecto debería hacer dos cosas: leer el capítulo 5 de la última edición de la Instrucción general del Misal Romano, titulado “Disposición y ornato de las iglesias para la celebración eucarística”, ya que ahí está todo. Y simultáneamente, no perder de vista que cada obispo es soberano: él es quien decide cómo se hacen las cosas en su diócesis. 

Siguiendo estas pautas, a la vuelta de medio siglo podremos volver a construir una verdadera arquitectura conforme al espíritu y a la letra del Concilio Vaticano II. Pienso que esto es, sencillamente, lo que habría que hacer

El autorEsteban Fernández-Cobián

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