En camino hacia Cesarea de Filipo, relata Marcos, Jesús hace una de esas preguntas características suyas, para facilitar el diálogo: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Le interesa la opinión pública, y que los suyos la conozcan. Pero a él le importa más su verdadero pensamiento: ¿y vosotros, que habéis estado conmigo desde el principio, que habéis oído lo que digo y visto lo que hago, que lo habéis dejado todo para seguirme: ¿quién decís que soy yo?
Estamos en medio del Evangelio de Marcos y en el corazón de su desarrollo. El fin del Evangelio, decir que Jesucristo es el Hijo de Dios, se expresa en sus primeras palabras (Mc 1, 1). Pero hasta ahora solo los espíritus inmundos habían gritado “tú eres el hijo de Dios”, y Jesús les había ordenado que no se lo dijeran a nadie. La culminación de la revelación de Jesús como Hijo de Dios será expresado por el centurión romano bajo la cruz: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”. Un detalle importante para los romanos, primeros destinatarios del Evangelio de Marcos.
En su relato, considerado el más antiguo de los cuatro evangelios y reflejo de la predicación de Pedro en Roma, en la frase con la que Pedro responde a Jesús “tú eres el Cristo”, no hay el añadido que leemos en el pasaje paralelo de Mateo: “El Hijo del Dios vivo”. Pedro aquí solo declara que Jesús es el Mesías esperado por Israel, el Cristo, el ungido. Va más allá de las opiniones populares que ven a Jesús como un profeta impetuoso como Elías, o piensan que es el Bautista resucitado de entre los muertos. Pero aún no es una declaración de fe en la naturaleza divina de Jesús. En cualquier caso, Jesús les dice que no revelen esa convicción a nadie, porque su idea del Mesías aún está incompleta, como la de todo el pueblo, quien lo intentaría hacer rey. No la asocian con las profecías del siervo sufriente de Yahvé. Menos aún saben unirla a su ser el Hijo de Dios. Según ellos, el Mesías tendrá un camino de gloria y poder terrenal; en cambio, Jesús les revela que tendrá un gran sufrimiento, será rechazado por los líderes religiosos de su país, morirá y, después de tres días, resucitará.
Pedro no escucha la palabra “resurrección”, y rechaza la profecía de Jesús. Así se confirma que tenía razón al decirles: no se lo digáis a nadie. Pedro, ¡sígueme! Todo el que me siga tendrá que tomar su cruz. Precisamente gracias a esa cruz, revelada aquí por primera vez por Jesús y rechazada por Pedro, el centurión reconocerá al Hijo de Dios. Todo discípulo de Cristo, no solo Pedro, tiene el mismo camino que el maestro, personalizado: tomar su cruz y seguirle. Ninguna cruz es igual a la otra, pero todas se parecen a la del Maestro y todas “atraen” hacia Él.
La homilía sobre las lecturas del domingo XXIV
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.