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Tú y Dios se preparan para la fiesta. Colecta del III Domingo de Adviento

Hemos pasado ya la mitad del Adviento y la Iglesia nos sorprende con este domingo llamado Gaudete, en alusión a la antífona de entrada de la Misa: “Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. El Señor está cerca” (Flp 4,4-5).

Carlos Guillén·14 de diciembre de 2023·Tiempo de lectura: 3 minutos

Visitación de María a Isabel ©Joseolgon

Justamente esa alegría motivada por la cercanía del Señor se trasluce también en la oración colecta correspondiente:

Oh, Dios, que contemplas cómo tu pueblo espera con fidelidad la fiesta del nacimiento del Señor, concédenos llegar a la alegría  de tan gran acontecimiento de salvación y celebrarlo siempre con solemnidad y júbilo desbordante.

Deus, qui cónspicis pópulum tuum nativitátis domínicae festivitátem fidéliter exspectáre, presta, quaésumus, ut valeámus ad tantae salútis gáudia perveníre, et ea votis sollémnibus semper laetítita celebráre.

Nuevamente los encargados de la reforma litúrgica vieron conveniente desplazar la antigua oración en uso a otro día y encontrar una en la que se reflejara mejor la esencia propia de este domingo. Con pequeñas modificaciones usamos ahora esta oración que proviene del Rótulo de Rávena (s. VIII). 

En su estructura encontramos una escueta invocación (Deus), la anámnesis que hace referencia a la Navidad cada vez más próxima y una oración subordinada que introduce una epíclesis con dos peticiones.

Esperar, llegar y celebrar

Resulta interesante el uso tan abundante de verbos en esta oración. Por un lado, los verbos con formas personales nos presentan a dos sujetos: Dios y su pueblo. Dios es el que contempla (conspicis) siempre con amor paternal y benevolente a su pueblo peregrinante. Nosotros como pueblo suyo, nos dirigimos a Él llenos de confianza filial para pedirle (quaésumus) su ayuda, para que así podamos (valeámus) alcanzar los bienes de salvación que ha destinado para nosotros. Este es el dinamismo de toda la vida cristiana.

Por otra parte, los tres verbos que aparecen en infinitivo nos dan buena idea de las actitudes con que la Iglesia se sitúa en este tiempo litúrgico. 

En primer lugar, está la espera (exspectáre): un mirar hacia adelante con esperanza, hacia el Nacimiento del Salvador. Sin duda, esto despierta un poderoso deseo en el cristiano y este deseo origina en él, en ella, el movimiento de querer alcanzar (perveníre) ese horizonte maravilloso que Dios despliega ante los ojos de la fe. Y, por supuesto, llegar se convertirá en un celebrar (celebráre), con ese doble matiz que tiene: de fiesta, lógicamente, pero también de acción litúrgica, por tanto, de participación real y eficaz en el misterio salvífico.

Alegría y solemnidad

La última acción mencionada, celebrar el Nacimiento del Señor, viene acompañada de dos características que le dan un tono particular: la alegría (laetítia) y la solemnidad (votis sollémnibus). 

La alegría es la característica específica de este tercer domingo del Adviento. Una alegría especialmente viva, animosa, entusiasta (álacri). De esta manera “tan alegre” Dios nos anima a no conformarnos con la alegría que ya podamos tener, sino buscar una que sea más plena. Plenitud que solo es posible acercándonos más a Él, confiando más en Él, dejándonos amar más por Él. Aunque sepamos que, en el fondo, el gozo perfecto solo lo alcanzaremos después de esta vida. Y, precisamente por eso, entendemos la necesidad de corresponder más plenamente a la gracia de Dios aquí en la tierra, aprovechando el tiempo que Dios nos da.

La otra característica a la que hemos hecho referencia son los ritos solemnes y llenos de esplendor que suelen acompañar a la Navidad. Seguramente quieren ayudarnos a pregustar la bienaventuranza del Cielo, uniéndonos ya a la perfecta felicidad de los coros de los ángeles y de los santos. 

Aunque, paradójicamente, una celebración así contrasta radicalmente con la humildad del nacimiento del Niño Dios en Belén, en un pesebre. Y contrasta también con nuestra personal pequeñez, con nuestra falta de méritos y a veces con nuestras derrotas. Quizá así se nota que realmente Dios lo tiene que poner todo. Es Él quien pone la fiesta. Sin Dios, sin Redención, no habría motivo para celebrar. Sin duda, es Dios quien nos ha regalado el derecho a hacer fiesta. Aunque celebremos aún bajo el velo de este mundo que ha de pasar, no deja de ser una realidad que el motivo de nuestra alegría y de nuestra fiesta ya está entre nosotros, y eso es suficiente razón para querer transformar nuestra vida.

El autorCarlos Guillén

Sacerdote de Perú. Liturgista.

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