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Clericalismo y teología de la libertad

Dejar espacio a la conciencia de los fieles, sin pretender sustituirla, y ayudarles al mismo tiempo en la formación de la conciencia, es una tarea apasionante y posible.

Ángel Rodríguez Luño ·9 de enero de 2019·Tiempo de lectura: 10 minutos

Esta reflexión nace de la crítica que el Papa Francisco ha dirigido al clericalismo, una mentalidad y una actitud viciada que es causa de no poco males. Francisco se ha referido a esa mentalidad deformada en varias ocasiones y en diferentes contextos, algunos de ellos bien tristes, como es el de la Carta al Pueblo de Dios del 20 de agosto de 2018.

No se tratará aquí de estos problemas, ni se pretende hacer una exégesis de las palabras del Papa. Estas han sido solo la ocasión para reflexionar sobre un problema más amplio del que el clericalismo es solo una parte. A mi modo de ver, la raíz más profunda del clericalismo -y de otros fenómenos relacionados o asemejables a él- es la incomprensión del valor de la libertad o, quizá, la subordinación de su valor a otros que parecen más importantes o más urgentes, como pueden ser, por ejemplo, la seguridad y la igualdad. El fenómeno no se da solamente, y tal vez ni siquiera principalmente, en ámbito eclesiástico, sino que tiene múltiples manifestaciones en la esfera civil.

La libertad es una realidad difícil de comprender, que tiene no pocos aspectos de misterio. Dos cuestiones de importancia fundamental son particularmente complejas: la libertad de la creación y la creación de la libertad; es decir, que el acto creador de Dios sea enteramente libre y que sea posible crear una verdadera libertad. Aquí voy a ocuparme solo de la segunda cuestión.

Dios creó libre al ser humano
No es fácil comprender de qué modo Dios puede crear una auténtica libertad. La Iglesia lo ha enseñado incansablemente. Así, por ejemplo, la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II, afirma que “la verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y, adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección” (n. 17)

Sin embargo, muchos piensan que, enmarcada en los planes generales de la providencia y del gobierno divinos, son muy pocas las cosas que realmente dependen de la libertad humana. A fin de cuentas, como se suele decir, Dios es capaz de escribir derecho con renglones torcidos. Esto es, aunque los hombres obren mal, Dios consigue arreglarlo todo y que el resultado sea bueno. Por otra parte, desde el punto de vista teórico no es fácil concebir como definitivo un poder de elección y de acción que es causado o donado por otro.

Los debates sobre el concurso divino y la predestinación, así como la famosa controversia de auxiliis, son un suficiente botón de muestra. Desde una perspectiva filosófica diferente, esa misma dificultad hizo pensar a Kant que la autonomía humana es incompatible con cualquier tipo de presencia de Dios y de su ley en el comportamiento moral humano. En mi opinión, la teología cristiana de la creación debería llevar a ver las cosas de otra manera.

Al crear al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, Dios realiza el designio de poner frente a sí verdaderos interlocutores, capaces de participar de la bondad y de la plenitud divinas. Para eso era necesario que fueran realmente libres, esto es, capaces de reconocer y afirmar de modo autónomo el bien porque es bueno (lo cual comporta inevitablemente la posibilidad de negar lo bueno y afirmar lo malo). Para obedecer forzosamente y con toda exactitud las leyes cósmicas que manifiestan la grandeza y la potencia de Dios ya están los astros del cielo; solo con la libertad aparecen la imagen y semejanza divinas, cuyo valor es muy superior al de las fuerzas del universo.

En efecto, la libre adhesión del hombre a Dios vale más que el cielo estrellado. Hasta tal punto es así, que Dios prefiere aceptar el riesgo de que el hombre use mal la libertad, antes que privarle de ella. Ciertamente, la supresión de la libertad evitaría la posibilidad del mal (y, con él, todo sufrimiento); sin embargo, también haría imposible el bien más valioso, el único que refleja de verdad la bondad divina.

Por eso, Dios asume la libertad humana con todos sus riesgos. La literatura sapiencial del Antiguo Testamento lo expresó con gran belleza: “Él fue quien al principio hizo al hombre, y le dejó en manos de su propio albedrío. Si tú quieres, guardarás los mandamientos, para  permanecer  fiel a su beneplácito. Él te ha puesto delante fuego y agua,  a donde quieras puedes llevar tu mano. Ante los hombres está la vida y la muerte, lo que prefiera cada cual, se le dará” (Eclesiástico 15, 14-17). El hombre es libre de preferir la vida o la muerte, pero lo que prefiera se le dará.

Libres, con todas las consecuencias

Porque Dios crea una verdadera libertad y asume sus riesgos, no consta que haya querido dar al hombre una red de seguridad -como la que protege a los equilibristas en el circo- para neutralizar las graves consecuencias de su posible mal uso. Es cierto que Dios nos cuida con su providencia, pero lo hace concediéndonos una participación activa en ella. Con nuestra inteligencia somos capaces de conocer cada vez mejor la realidad en que vivimos y de distinguir lo que nos hace bien de lo que nos hace mal. A la libertad está unida la capacidad y la obligación para cada uno de proveer por sí mismo, y nuestra provisión es respetada.

Para ser más exactos -y por lo que se refiere sobre todo a la culpa moral y no tanto a las penalidades que tienen su origen en ella-, la misericordia de Dios nos ha dado una cierta red de seguridad: la Redención. De hecho, la modalidad dolorosísima en que se llevó a cabo, mediante la sangre de Cristo (cfr. Efesios 1, 7-8), deja bien claro que no es sencillamente un “borrón y cuenta nueva”. Al contrario, el Creador se toma radicalmente en serio la libertad del hombre. No se trata de un juego, y por ello Dios no impide el despliegue de las consecuencias que tienen nuestras acciones en su conexión con las de los demás y con las leyes que rigen el mundo material, el equilibrio psíquico y moral, y el orden social y económico. Es verdad que la benevolencia y la gracia de Dios nos ayudan, pero presuponen la libre decisión humana de colaborar con ellas. Como se lee en la Carta a los Romanos: “Todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios” (Romanos 8, 28).

Por más que desde el punto de vista teórico sea difícil comprenderlo, la libertad humana representa un punto verdaderamente absoluto, enmarcado en un contexto relativo y dependiente de Dios. A mi libertad se debe que no existan algunas cosas, que podrían haber existido si yo hubiera tomado otra decisión. Y a mi libertad se debe también que existan algunas cosas que podrían no haber existido, si mi decisión hubiese sido diferente.

Tampoco la natural sociabilidad del hombre puede servir como coartada para oscurecer el valor de la libertad. La sociedad humana es sociedad de seres libres. Por lo que se refiere a la solidaridad, la teología de la creación subraya que todos los hombres son iguales ante Dios. Son igualmente hijos suyos, y por eso hermanos entre sí. De modo particular en el Nuevo Testamento, la solidaridad es reforzada y sobrepasada por la caridad, que constituye el núcleo del mensaje moral de Cristo. Ahora bien, es preciso hacer dos observaciones para mostrar que la interpretación de la solidaridad y de la caridad no puede ir en detrimento de la libertad y de la responsabilidad, que comporta la obligación de proveer por sí mismo a no ser que circunstancias como la enfermedad, la vejez, etc. lo impidan. La primera es que la caridad hacia los que padecen necesidad no se puede entender como licencia para que, voluntariamente, unos vivan a costa de otros. San Pablo lo dice en términos inequívocos: “Pues también cuando estábamos con vosotros os dábamos esta norma:   si alguno no quiere trabajar, que no coma. […] Ordenamos y exhortamos en el Señor Jesucristo a que coman su propio pan trabajando con sosiego” (2 Tesalonicenses 3, 10.12).

La segunda es que la caridad cristiana presupone las enseñanzas de Cristo sobre la distinción entre el orden político y el orden religioso: dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (cfr. Mateo 22, 21). Una con- fusión en este campo impediría la existencia de la caridad que, por su misma esencia, es un acto libre. La parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro contiene una dura condena de quienes hacen un uso egoísta e insolidario de sus bienes, incumpliendo su grave obligación de ayudar a quien padece necesidad. Sin embargo, no dice -ni sugiere- que se deba emplear la fuerza coercitiva del Estado para privar de sus bienes a los afortunados, de modo que después la pública autoridad pueda redistribuirlos. Cristo enseña, en definitiva, que debemos querer ayudar voluntariamente a quien lo necesita. En ningún pasaje del Nuevo Testamento se autoriza la supresión violenta de la legítima libertad en orden a la solidaridad o a la caridad.

El clericalismo

Llegamos así a la cuestión que abría estas páginas. El diccionario de la Real Academia Española conoce tres acepciones de la palabra “clericalismo”: 1) influencia excesiva del clero en los asuntos políticos; 2) intervención excesiva del clero en la vida de la Iglesia, que impide el ejercicio de los derechos a los demás miembros del pueblo de Dios; 3) marcada afección y sumisión al clero y a sus directrices. Estas acepciones dan una idea suficiente del fenómeno, pero necesitarían una actualización. No parece que hoy en día el clero pueda influir excesivamente en los asuntos políticos. Ni siquiera lo desea, entre otras cosas porque esos asuntos han asumido una complejidad demasiado grande y pesada para los que no son políticos de profesión.

Más significativa es, en cambio, la palabra con la que se califica la intervención clerical: se trata de intervenciones “excesivas”. Y el exceso no es esencialmente cuestión de cantidad o amplitud, sino de dirección. El clericalismo es excesivo porque es iliberal: invade y anula la legítima libertad de otras personas o instituciones, en la esfera civil o en la eclesiástica. Así, en lugar de hacer posible el ejercicio de la libertad personal, pretende dirigirla de modo casi forzado hacia lo que se considera -quizá por buenos motivos- mejor, más verdadero y deseable. Por eso he dicho al principio que, a mi juicio, el clericalismo presupone una comprensión deficiente de la teología de la libertad (de su valor a los ojos de Dios), y por consiguiente de la teología de la creación.

Si he de ser justo, debo aclarar que en mis más de 40 años de sacerdocio he visto pocas veces la mentalidad clerical entre los sacerdotes que, a causa de sus encargos pastorales, están en estrecho contacto con los fieles. Más fácil es encontrarla entre los que por una razón o por otra viven entre libros o entre papeles, y tienen pocas ocasiones de apreciar la competencia humana y la sabiduría cristiana de la que muchas veces dan muestra los fieles laicos. A continuación voy a referirme a unos pocos aspectos del clericalismo; un tratamiento completo del tema requeriría, como es lógico, mucho más espacio.

Algunas expresiones de clericalismo

La primera expresión, que ha aparecido ya en estas páginas, es la escasa valoración de la libertad humana. Puede que se considere un bien, un don de Dios, pero desde luego no sería el más importante. En su relación al bien, la libertad contiene una paradoja: sin bien, la libertad es vacía o incluso nociva; sin libertad no es posible un bien humano. La mentalidad clerical siempre inclina la balanza en favor del bien, y en casos extremos se muestra disponible a sacrificar la libertad sobre el altar del bien. De este modo parece olvidar que la lógica de Dios es diferente, pues Él no ha querido suprimir nuestra libertad para evitar su mal uso. Se tiende a ver la libertad como un problema, cuando en realidad es el presupuesto que permite resolver bien cualquier conflicto.

A la infravaloración de la libertad sigue una subestimación del pecado. Y esto, no a causa de la creencia en la compasión divina (que gracias a Dios es muy grande, y a ella se acoge quien escribe estas páginas), sino porque no se advierte que el respeto que Dios nos tiene no le permite tratarnos como a chiquillos inconscientes. Si así fuera, los hombres ofenderían, matarían, destruirían… pero luego vendría el padre a arreglar lo destruido, y el juego terminaría bien para todos, tanto para las víctimas como para los criminales. El Nuevo Testamento no nos permite pensar así. Basta leer el pasaje del capítulo 25 de san Mateo sobre el juicio final. Precisamente porque nos ha creado verdaderamente libres, Dios no nos trata ni como a niños, ni como a marionetas irresponsables. La actitud que criticamos nada tiene que ver con el “camino de infancia espiritual” del que hablan santos como Teresa de Lisieux o Josemaría Escrivá, y que se coloca en el contexto muy diferente de la teología espiritual. Este “camino” nada tiene de blandenguería ni de superficial irresponsabilidad, y es perfectamente compatible -como demuestra la vida de estos dos santos- con una afirmación radical de la libertad humana.

En tercer lugar, la infravaloración de la libertad se da también en la esfera civil. Para algunos, los ciudadanos serían pobres incapaces a los que el Estado habría de dar una protección universal, lo más amplia posible, sin preguntarles siquiera si la necesitan o la desean. Con esa protección, aparentemente se da gratuitamente algo, pero en realidad tiene unos altísimos costes, tanto económicos como, sobre todo, antropológicos. Al Estado omnipresente e invasivo lo describe Tocqueville como “un poder inmenso y tutelar que se  encarga  sólo  de  asegurar los goces de los ciudadanos y vigilar su suerte. Absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno, se asemejaría al poder paterno, si como él tuviese por objeto preparar a los hombres para la edad viril;  pero,  al contrario,  no trata  sino de fijarlos irrevocablemente en la infancia y quiere que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen sino en gozar […]. De este modo,  hace  cada  día menos útil y más raro el uso del libre  albedrío,  encierra  la acción  de la libertad en un espacio más estrecho, y quita poco a poco a cada ciudadano hasta el uso de sí mismo” (La democracia en América, III, IV, 6). No es una imagen del pasado. Incluso hoy es muy frecuente que los partidos pretendan realizar los propios ideales políticos pisoteando la libertad de los que piensan de modo diferente, a los que a veces se llega incluso a querer eliminar. El respeto de la libertad del adversario político es una piedra preciosa que raramente encontramos en el panorama actual.

El último punto que voy a tratar se refiere a la idea de que, en virtud de nuestras buenas intenciones, Dios va a detener las consecuencias de los procesos naturales que libremente ponemos en marcha. Algo así como si la cari- dad pudiera ahorrarnos el conocimiento de las leyes y va- lores de las cosas creadas —y, en particular, de la sociedad humana—, a los que el Concilio Vaticano II se refirió con la expresión “justa autonomía de las realidades terrenas”. Según Gaudium et spes: “Por la propia naturaleza de la creación, todas las cosas están dotadas de consistencia, verdad y bondad propias y de un propio  orden  regulado, que el hombre debe respetar con el reconocimiento de la metodología particular de cada ciencia o arte” (n. 36). La mentalidad clerical, en cambio, habla de las cosas terrenas sin conocer bien su génesis, su consistencia y su desarrollo; aplica a esas realidades unos principios que corresponden a otros ámbitos de la realidad y, así, propone medidas que acaban produciendo lo contrario de lo que se pretendía. Un ejemplo de esto último se observa cuan- do se pasa del plano religioso al plano político -y de este a aquel- con una facilidad asombrosa. Problemas políticos o económicos se intentan resolver sin tener en cuenta principios básicos del quehacer político o de la realidad económica, violentando así la realidad de las cosas.

A esto se añade la tendencia a explicar todo solo por sus causas últimas. Si se abre un libro de historia universal, veremos que han existido numerosas guerras. Afirmando que todas ellas tienen su causa en la malicia humana o en el pecado original, se dice algo verdadero, pero que, por explicar todo, acaba no explicando nada (al menos, si tenemos interés por comprender lo que sucedió y por prevenir conflictos futuros). Por una razón semejante se incurre en un lenguaje hecho de palabras de significado vago, como por ejemplo “la dignidad humana”, que establecen consensos vacíos. Por seguir con el ejemplo de la dignidad, se da el caso de que todos la defienden, pero los distintos sujetos (o grupos) lo hacen para defender comportamientos que resultan contradictorios entre sí. De este modo se puede llegar a un acuerdo nominal sobre la dignidad, pero se trata en definitiva de un falso consenso entre personas que, en realidad, no están de acuerdo en casi nada. El resultado de esto es que, al final, el discurso público queda reducido a pura retórica.

No he querido señalar más que algunas consecuencias del clericalismo. Las suficientes para comprender que es precisa una seria reflexión sobre estos problemas. Esta redundará en bien de todos, y en primer lugar de la Iglesia. En efecto, la reivindicación de la libertad, en la que se refleja la imagen de Dios en el hombre, no puede significar sino un empuje para el Pueblo de Dios y para todos los que formamos parte de él. Afortunadamente, se dan ahora un conjunto de circunstancias que nos permiten esperar que una reflexión de ese tipo se va a llevar a cabo.

El autorÁngel Rodríguez Luño 

Profesor ordinario de teología moral fundamental
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)

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