Pavlos o, en París, Paul Evdokimov (1900-1970) nació en San Petersburgo. De familia ennoblecida, su padre era un valiente y apreciado coronel, que murió asesinado por un terrorista al intentar solucionar pacíficamente un motín (1907). Su madre, noble, lo llevó al colegio militar, y en las vacaciones a largos retiros en monasterios. Con la revolución (1917) la familia se retiró a Kiev. Y en 1918 Pavlos quiso estudiar teología, como reacción cristiana en tiempos de prueba, aunque era muy raro en su medio (los sacerdotes procedían de los estratos bajos). Participó durante dos años en el ejército blanco antirrevolucionario. Y, ante la inminente derrota, instado por su madre, huyó a Estambul. Allí sobrevivió como taxista, camarero y cocinero, habilidad que conservaría.
Los años de París
En 1923, con lo puesto, se trasladó a París, como tantos rusos. Trabajaba por las noches en la Citroen y limpiando vagones. Pero hizo una licenciatura de filosofía en la Sorbona. Y cuando se fundó en París el Instituto de Teología Ortodoxa Saint Serge (1924) se matriculó en la licenciatura en teología, que terminó en 1928. Trató muy estrechamente con Berdiaev, gran pensador cristiano ortodoxo, y con Boulgakov, fundador de Saint Serge y decano de teología. Son sus principales fuentes.
El contacto con el cristianismo occidental, sus catedrales, sus monasterios, sus bibliotecas supuso para todos, y en particular para Evdokimov, un enriquecimiento impresionante. Y les hizo desarrollar su teología ortodoxa en diálogo con católicos y también con protestantes y judíos. Saint Serge fue un fenómeno muy relevante de influencia teológica mutua y Evdokimov participó con entusiasmo en ese intercambio. Más tarde, sería un gran impulsor del ecumenismo espiritual y “pneumático” (confiado al Espíritu Santo). Y desde que se fundó, participó en el Consejo Mundial de las Iglesias (1948-1961) y fue observador en el Concilio Vaticano II.
Guerra, trabajos asistenciales y tesis
Se casó en 1927 con Natacha Brun, profesora de italiano, mitad francesa y mitad rusa (caucasiana) y tuvieron dos hijos. Vivieron junto a la frontera italiana hasta la segunda guerra mundial. De nuevo la catástrofe le llevó a profundizar cristianamente. Y aunque su mujer enfermó de cáncer (y murió en 1945), y tenía que ocuparse de todo, emprendió una tesis sobre el problema del mal en Dostoyevski, que publicó en 1942. El misterio profundo del mal, como le había transmitido Boulgakov, es que Dios está dispuesto a abajarse (kénosis) y a padecer la libertad humana hasta la cruz redentora. Al mismo tiempo, inspirado en la figura de Aliosha de Los hermanos Karamazov, define una espiritualidad laical, que lleva la contemplación monástica al medio del mundo.
Durante la ocupación alemana, ayudó a refugiados (y a judíos) con una organización protestante (CIMADE). Y al llegar la paz, a desplazados, en una casa de acogida. Después, hasta 1968, dirigió el hogar de estudiantes que Cimade fundó cerca de París. Era un consejero profundamente cristiano entre tantas vidas rotas, y se interesó especialmente por la juventud ortodoxa. Además, reflexionando como laico, publica un hermoso libro sobre El matrimonio, sacramento del amor (1944).
Un giro intelectual y tres últimos ensayos
Su vida cambió cuando, en 1953, comenzó a dar clases en Saint Serge y cuando, en 1954, volvió a casarse con la hija de un diplomático japonés (mitad inglesa), que tenía 25 años. Son años muy intensos de maduración espiritual e intelectual. Al poco de casarse, publica La mujer y la salvación del mundo. Y más tarde un amplio conjunto de artículos, Ortodoxia (1959), y un ensayo sobre Gogol y Dostoyevski y el descenso a los infiernos (1961). Renueva su estudio sobre el matrimonio, El sacramento del amor (1962). Y reúne muchos escritos espirituales y su ideal de monaquismo en el mundo en Las edades de la vida espiritual (1964).
Los tres últimos años de su vida, con la sensación de que su tiempo se acababa, están dominados por sus cursos en el recién fundado Instituto superior de Estudios Ecuménicos en el Instituto Católico de París (1967-1970). Y por tres ensayos panorámicos. Primero, el más famoso, El arte del icono. La teología de la belleza, terminado en 1967 y publicado en 1970; después, Cristo en el pensamiento ruso (1969); y El Espíritu Santo en la tradición ortodoxa (1970). Muere inesperadamente, en la noche, el 16 de septiembre de 1970. Tiene otras obras menores. Su obra es ya difícil de encontrar, aunque está siendo reeditada, y ha sido bastante pirateada en la red.
Lo más notable de Evdokimov es ser un autor al mismo tiempo teológico y espiritual, que profundiza en los temas tradicionales de la ortodoxia, la contemplación la gloria de Dios, la divinización. Pero también avanza originalmente en la teología del matrimonio y del sacerdocio, y en el verdadero ecumenismo, con una eclesiología muy eucarística y vinculada a la acción del Espíritu Santo. Su colega en Saint Serge y gran amigo, Olivier Clément, nos ha transmitido el mejor retrato espiritual, que aquí ha sido resumido: Orient et Occident, Deux Passeurs, Vladimir Lossky, Paul Evdokimov (1985). “Passeurs” son los que pasan las fronteras (y los contrabandistas). Con su exilio parisino y su trabajo, Lossky y Evdokimov, traspasaron las fronteras espirituales entre el Oriente y el Occidente cristianos.
El contexto de la teología de la belleza
El título del libro es El arte del icono, y el subtítulo La teología de la belleza. Y se necesita mucho contexto para situarse en un tema más profundo, espiritual y trascendente de lo que puede parecer a primera vista. De entrada, la belleza es uno de los nombres de Dios. La misma esencia divina se irradia externamente en la gloria de la creación, en las teofanías del Antiguo Testamento (especialmente en el Sinaí); y plenamente, en la Transfiguración y Resurrección de Cristo. Además, llega como un reflejo a la vida de los santos, que, desde su alma divinizada, irradian la gloria y el buen olor de Cristo; de ahí el halo que los rodea en la iconografía.
La teología oriental, siguiendo al teólogo bizantino Gregorio Palamas (s. XIV), distingue siempre (y lo ha canonizado) la esencia de Dios, incomunicable en sí misma, y la esencia en cuanto se nos comunica, mediante dos grandes “energías increadas” (o actos ad extra, que dirán los occidentales): la acción creadora de Dios, que da el ser; y la divinizadora (la gracia), que eleva al ser humano a la participación de la naturaleza divina. Y ésta la conciben como la luz eterna que irradia sobre todo, que es también la “luz tabórica” de la Transfiguración, contemplada por los Apóstoles. Esa irradiación de la misma esencia divina es lo que nos diviniza, haciéndose objeto de contemplación y fuente de elevación y de alegría para los que aman a Dios. Visión de la esencia velada en esta vida y directa en la otra, aunque siempre trascendente. Se necesita una transformación recibida de Dios, para que la podemos contemplar con nuestros ojos mortales. La contemplación de la esencia trinitaria de Dios es lo más esencial y característico de la santidad, que así participa de Dios.
La materia transmutada
Dios se hace presente en el mundo porque lo crea, lo mantiene en el ser y, cuando quiere, en la historia, actúa en él de manera extraordinaria y espectacular. Por otro lado, además de crearlo, se hace presente por la gracia, en la elevación del alma humana, y eminentemente en la de Cristo.
Pero la gran desgracia es que este mundo es caído y está roto por el pecado del ser humano. Porque Dios quiso afrontar con todas sus consecuencias la libertad humana, capaz de pecar y apartarse de su Creador. Esa caída moral produjo una impresionante caída ontológica cósmica, que afecta a todo y necesita de la salvación divina, que, sin embargo, respetará siempre la libertad humana. Va a salvar por la atracción y fuerza del amor redentor y no por la coacción y la violencia.
Jesucristo, hecho hombre, es “imagen de la substancia divina” en la carne, en su cuerpo. Sometido en este mundo a la condición de la naturaleza caída, pero anunciando en su Transfiguración y anticipando en su Resurrección, la transmutación y salvación de todas las cosas a la gloria eterna, donde habrá un “nuevo cielo y una nueva tierra”: el universo transformado a través de la resurrección de Cristo. Así que la misma materia, que ha sido hecha por Dios y ha integrado el Cuerpo de Cristo, participará de su gloria y belleza.
Las cuatro partes del libro
El libro se divide en cuatro partes, que aprovechan también artículos y conferencias anteriores. La primera describe “La belleza” con su sentido teológico, que hemos adelantado, recurriendo a la visión bíblica y patrística de la belleza y extendiéndose en la experiencia religiosa y en las expresiones culturales y artísticas (con algunas incógnitas sobre al arte moderno).
La segunda está dedicada a “Lo sagrado”, como ámbito y presencia trascendente de Dios en el mundo: en todas sus dimensiones, en el tiempo, el espacio, y, en particular, en el templo.
La tercera es “La teología del icono”. Con su historia en la tradición oriental, los debates iconoclastas y las sanciones de los concilios, el II de Nicea (787) y el IV de Constantinopla (860), que declara: “Lo que el Evangelio nos dice por la Palabra, el icono nos lo anuncia por los colores y nos lo hace presente”.
La cuarta se titula “Una teología de la visión” y recorre y comenta algunos iconos más famosos y los motivos o escenas principales. Preside el capítulo, el comentario al icono de la Trinidad de Roublev. Sigue con el icono de Nuestra Señora de Vladimir. Y con las escenas del Nacimiento del Señor, la Transfiguración, Crucifixión, Resurrección y Ascensión. Después, Pentecostés. Y cierra con el icono de la Sabiduría divina (otro nombre de Dios).
La teología del icono
La teología de la belleza como nombre de Dios y energía divinizadora (gracia) y la teología de la materia transmutada por la encarnación y gloria de Cristo forman el marco de la teología del icono. Pero hay más.
De entrada, una historia, que ha establecido, con experiencia espiritual, las formas de representación. Al occidental no iniciado en la materia, le sorprende que los iconos no buscan ser “bonitos”. Hay una estilización y una austeridad y seriedad intencionadas, una distancia, porque tratamos con algo trascendente: no con un objeto de uso ordinario, que dominamos, es una vía para introducirse en Dios. Pero, para eso, tiene que nacer de arriba y no de abajo. Eso también se expresa en “la perspectiva inversa” y en la disposición y tamaños de figuras y objetos. Se trata de la forma en que Dios hace las cosas, no la nuestra.
Un icono no expresa el ingenio del artista, sino la espiritualidad de la Iglesia con su tradición. El artista solo puede contribuir si está profundamente imbuido de su espíritu, si reza y posee la sabiduría de la fe. Se pinta rezando, para que se pueda rezar. Entonces, además de respetar los cánones tradicionales de representación (formas, colores, escenas, modelos), puede ser realmente creativo, no con espíritu propio, sino con el de la Iglesia, que es el Espíritu Santo. Por eso, los iconos no suelen ir firmados. Se aprecia especialmente en el icono del monje Roublev, al mismo tiempo revolucionario en su representación de la Trinidad y tradicional en sus recursos.
En el apartado IV (Teología de la presencia) de la parte III, explica: “Para el Oriente, el icono es uno de los sacramentales, el de la presencia personal”. Los iconos son una santa y significativa presencia de lo sobrenatural en el mundo y, especialmente, en el templo. Una verdadera, aunque velada, irradiación de la gloria divina y un anticipo de la recapitulación de todas las cosas en Cristo, a través de la pobre materia de nuestro mundo, creada por Dios y afectada por el pecado. Cuando se trata de un santo: “El icono testimonia la presencia de la persona del santo y su ministerio de intercesión y de comunión”.
“El icono es una simple tabla de madera, mas funda todo su valor teofánico en su participación de la santidad divina: no encierra nada en sí mismo, mas se convierte en una realidad de irradiación […]. Esta teología de la presencia, afirmada en el rito de la consagración, distingue netamente el icono de un cuadro de tema religioso y trata la línea divisoria”.
Otras referencias
Se ha escrito mucho y felizmente sobre los iconos. En el universo oriental, son clásicas las obras del sacerdote, ingeniero y pensador (y mártir) ruso Pável Florensky (1882-1937), sobre La perspectiva invertida y sobre El iconostasio. Una teoría de la estética.
Cabe mencionar La teología del icono, de Leonid Uspenski (1902-1987), pintor de iconos y pensador contemporáneo de Evdokimov, y como él, afincado en París, aunque vinculado a San Dionisio, creado por el patriarcado de Moscú, y no a Saint Serge, que se había independizado para distanciarse del dominio comunista.
En nuestra área occidental y católica, hay que destacar la labor artística y teórica hecha por el jesuita esloveno Marco Ivan Rupník y su centro Aletti, y por su mentor, el cardenal checo Tomás Špidlík.