Teología del siglo XX

Las correcciones al Catecismo holandés

El asunto del Catecismo holandés (1966-1968) provocó una de las crisis más significativas del posconcilio. Al cumplirse los 50 años no se recordó ni se celebró, sobre todo porque la poca Iglesia holandesa que quedaba no estaba para triunfalismos, sino vendiendo templos vacíos. 

Juan Luis Lorda·19 de enero de 2023·Tiempo de lectura: 8 minutos
catecismo holandés

Los católicos holandeses habían sido una minoría perseguida y marginada en un país oficialmente protestante desde que se independizó del dominio español (1581). Habían sobrevivido a base de unirse y crear un fuerte clima católico. Tenían un sólido sistema de catequesis y formación de catequistas y sacerdotes. Y, en el siglo XX, habían logrado emanciparse y convertirse en el grupo religioso mayoritario, con muchas instituciones católicas, una marcada identidad y muchos misioneros repartidos por todo el mundo.

Pero los tiempos de bonanza y desarrollo de la posguerra estaban cambiando los ideales de vida. Descendía la práctica sacramental (hasta entonces con medias superiores al 70%). Y, desde principios de los 60, antes que en ningún otro sitio, se había difundido entre los católicos el consumo de anticonceptivos, lo que inmediatamente disminuyó el tamaño de las familias y el número de candidatos al seminario (y quizá también la finura de conciencia y la plena adhesión a la Iglesia). Pero el asunto quedaba como velado en un segundo plano. Venían tiempos menos heroicos para una cristiandad que sentía también la necesidad de distanciarse de un pasado tan neto. Tampoco tenía sentido ya el distanciamiento tradicional con los protestantes.   

Un poco de historia y contexto

Desde 1956, el episcopado holandés había pedido a los profesores del Instituto de Pastoral de la Universidad católica de Nimega un Catecismo para niños. Después se pensó que sería más provechoso hacerlo para adultos (1960). Se esperó a que finalizara el Concilio Vaticano II (1962-1965) para recoger sus sugerencias, y se publicó en 1966. En el proceso intervinieron muchos grupos y cientos de personas, pero la orientación intelectual se debe al jesuita holandés Piet Schoonenberg (1911-1999) y al dominico de origen belga Edward Schillebeeckx (1914-2009), profesores del Instituto. Los dos jugarían un papel importante en la crisis del Catecismo y evolucionarían hacia posiciones doctrinales críticas. Schillebeeckx fue una voz escuchada en el Concilio, aunque no fue nombrado perito. 

En el Concilio se había creado, en algunos momentos, una dialéctica entre una mayoría que quería cambios de fondo y una minoría más conservadora; dialéctica que fue constantemente jaleada en los medios de comunicación (seguramente, porque le parecía lo más interesante y era lo que mejor comprendía). Además, se había censurado el papel excesivo que había jugado en el pasado el santo Oficio. Eso creó un ambiente de despego hacia las instituciones romanas y de protagonismo de los teólogos centroeuropeos. Los buenos oficios del papa Pablo VI y la buena voluntad de los obispos (que en todo momento fueron adictos a los papas, como confiesa el propio Alberigo en su Breve historia del Concilio Vaticano II) logró que los documentos se aprobaran con mayorías enormes y en un clima de comunión. A algunos les parecían concesiones inadmisibles; y en la opinión pública, se creó un ambiente que explica la posterior actitud de resistencia (y desdén) de los teólogos holandeses a las propuestas de Roma.  

Las lagunas del Catecismo 

En una primera aproximación, el texto del Catecismo es narrativo e interesante, con una distribución bastante lograda e integrada de los distintos aspectos de la fe. Llama la atención que comienza por la situación humana en el mundo, intentando recoger positivamente (y quizá ingenuamente) el legado de las distintas religiones, incluso del marxismo, como expresiones de la búsqueda de Dios. También quiere integrar las perspectivas de las ciencias, sobre todo la evolución. Aunque recogerlas en un Catecismo puede llevar a pensar que todo es lo mismo. Por otra parte, resultaba bastante exigente para un lector medio. 

Con todo, los problemas no estaban allí y podían pasar desapercibidos (como sucedió a muchos obispos holandeses plenamente confiados en sus teólogos). Lo problemático procedía de dos intenciones de fondo. La primera, congeniar con la parte protestante del país, sobre todo en temas sensibles, mejorando las explicaciones católicas, pero también evitando lo que podía disgustarles. Esto afectaba directamente a la Misa como sacrificio y satisfacción, la presencia eucarística, la identidad del sacerdocio ordenado y su distinción con respecto al sacerdocio común, y el ministerio del Papa. 

Por otro lado, se quería llegar a un mundo moderno más culto y poco dispuesto a creer cualquier cosa. Esto llevó a buscar fórmulas suaves, orillar los temas difíciles (pecado original, los milagros, el alma) e interpretar como metáforas aspectos “menos creíbles” como la concepción virginal de María, los ángeles y la resurrección. Llegaron a convencerse de que todas estas cosas no eran propiamente de fe y había libertad para buscarles una interpretación simbólica.

Por otra parte, los redactores, quizá inspirados en Rahner, buscaron expresiones alternativas a las fórmulas tradicionales de la fe (dogmas), sustituyendo la terminología “filosófica”. Esto exigía reconstrucciones bastante difíciles y desacostumbradas en temas centrales (Trinidad, personalidad de Jesucristo, pecado, sacramentos), que perdían precisión. Más que en afirmaciones abiertamente opuestas a la fe, el problema del Catecismo estaba en lo que no se afirmaba o se reinterpretaba. Pero esto no era fácil de ver en una primera lectura. 

Primeras reacciones

Todos, teólogos y obispos, quedaron satisfechos y orgullosos del resultado. El cardenal primado Alfrink pidió a Schillebeeckx una última revisión para el nihil obstat y lo presentó en público con entusiasmo (1966). El libro despertó mucho interés nacional e internacional. Era el primer catecismo posconciliar. 

Pero surgió inmediatamente la oposición de grupos cristianos más tradicionales que ya venían observando la evolución de los teólogos de Nimega. Expusieron los defectos en una revista combativa (Confrontatie) y enviaron una carta al Papa que publicaron en la prensa católica (De Tijd). Esto resultó sumamente irritante para los teólogos y desconcertante para los obispos, que tendieron a apoyar a los teólogos. Estos respondieron con mucha dureza a quienes consideraban mucho menos preparados que ellos. 

Pablo VI entendió enseguida que debía intervenir. De acuerdo con el cardenal Alfrink, nombró una comisión mixta con tres teólogos residentes en Roma (Dhanis, belga y los holandeses Visser y Lemeer) y tres miembros del Instituto de Pastoral de Nimega (Schoonenberg, Schillebeckx y Bless, que era el director). Se reunieron en Gazzada en abril de 1967, pero la delegación del Instituto se negó a ningún cambio que consideraba una abdicación de sus principios. 

Por mucho que se pueda comprender en su contexto, era una neta manifestación de hybris teológica ante el Magisterio y suponía preferir el enfrentamiento a la comunión propia de la Iglesia y del trabajo teológico. Además, el Instituto adoptó una fea e improcedente pero eficaz estrategia mediática al presentar el tema ante el establishment de la Iglesia holandesa (muy adicto e influido por el Instituto de Pastoral) y al público en general como una confrontación entre la Roma dogmática, escolástica y atrasada, y la Nimega pastoral, moderna y abierta: el cliché, sugerido en las entrevistas, se repitió por doquier (todavía hoy). 

Comisión de cardenales y correcciones

Tras el fracaso de Gazzada, Pablo Vl nombró una comisión de cardenales deliberadamente internacional (junio 1967): Frings, Lefebre, Jaeger, Florit, Browne y Journet. Estos buscaron el apoyo de una comisión internacional de teólogos: además de Dhanis, Visser y Lemeer, De Lubac, Alfaro, Doolan y Ratzinger. Compusieron un conjunto de correcciones concretas que debían introducirse en el texto, por páginas. Al mismo tiempo que reconocían su valor pastoral y declaraban que solo afectaba a algunos puntos (un 20 % del texto). De acuerdo con el cardenal Alfrink se nombró un equipo para ejecutarlo: Dahnis y Visser en representación de los cardenales y, por parte holandesa, el obispo Fortmann y el jesuita profesor del Instituto Mulders, pero este último se negó a participar. 

Ya se han mencionado algunos puntos. Resultaba particularmente desconcertante la negativa a usar la idea de satisfacción y el valor sacrificial de la Misa, de fuerte arraigo en los evangelios. La identificación de la presencia y conversión eucarística como un cambio de significado (inspiración de Schillebeeckx) que, por más interpretación realista que se le quisiera dar, siempre suena insuficiente. La interpretación más bien alegórica del nacimiento virginal de Cristo. La sensación consiguiente de que toda la doctrina está sometida a cambio según el espíritu de la época. Y de que tampoco hay una moral fija ni pecados graves.

El Instituto se negó a corregir el texto y promovió las traducciones al alemán, francés, inglés y castellano, sin rectificaciones ni nihil obstat, generando desconcierto y protestas de los episcopados locales (1968-1969). Era una grave política de hechos consumados, pero estaban seguros de que su propuesta era el futuro de la Iglesia universal y estaban dispuestos a defenderla a cualquier precio.

Se decidió entonces convertir las correcciones en un “Suplemento” de unas 20 páginas, que se pudiera añadir a los volúmenes que todavía no se habían vendido de las diversas ediciones y traducciones, contando con el beneplácito de las editoriales. Hubo que transformar las correcciones y simplificarlas para convertirlas en un texto coherente. Era una mala solución. Cándido Pozo publicó este texto con comentarios (Las correcciones al Catecismo holandés, BAC 1969). En la edición castellana (1969), de Herder, se pegó al final. En el ejemplar que manejo ha sido arrancado, quedando solo la carta de Mons. Morcillo que lo presentaba. 

Complicaciones en paralelo

En 1968, Pablo VI publicó su encíclica Humanae vitae, que afrontaba la regulación de la natalidad (la “píldora”). Se había reservado el tema en el Concilio (como el del celibato sacerdotal) y era fruto de mucho estudio y oración. Pero no podía llegar a Holanda en un momento peor. 

Desde 1966, la Iglesia holandesa había puesto en marcha un Sínodo para aplicar los deseos del Concilio Vaticano II. La tercera sesión (1969) resultó muy afectada por el clima creado por el asunto del Catecismo y por la reacción ante Humanae vitae, y se convirtió en contestación abierta del establishment eclesiástico (mientras los obispos quedaban como atrapados en el medio). Afloraron también todas las cuestiones que después quedarían en el calendario progresista: ordenación de mujeres, abolición del celibato, inclusión alternativas al matrimonio… Los teólogos de Munich Michael Schmauss y Leo Scheffczyk, previendo las repercusiones en Alemania, prepararon un análisis crítico de este sínodo en La Nueva Teología Holandesa (BAC, 1972).

El Credo del Pueblo de Dios

Maritain, pensador francés converso en su juventud, seguía con preocupación los acontecimientos holandeses y le pareció que se necesitaba un acto solemne magisterial que reafirmase los grandes puntos de la fe. Escribió en ese sentido a su amigo el cardenal Journet, que había participado en las correcciones, para que hiciera llegar la idea al Papa, que estimaba mucho a Maritain y a Journet. Al Papa le gustó y les pidió que preparasen un texto, que dio lugar al Credo del Pueblo de Dios, proclamado solemnemente en el Vaticano el 30 de junio de 1968, como cierre del año de la fe y, simbólicamente, del periodo conciliar. 

Estaba escrito con un evidente paralelismo con las cuestiones suscitadas por el Catecismo holandés. Son casi las mismas que, de forma patente o latente, han afectado y siguen presentes en la Iglesia. Aunque se puede añadir en particular la “Cristología desde abajo”, que muchas veces es solo una reconstrucción de la figura de Cristo, despojándola de su dimensión divina y convirtiéndolo en un hombre amigo de Dios y, en cierto modo, asumido por Él. Esto no se expresaba tan claro en el Catecismo holandés, pero está como iniciado. Será también la tendencia posterior de Schillebeekcx (y de Küng). 

La Iglesia en Holanda después

Así Holanda llevó la cabecera y en parte inspiró la crisis posconciliar que, en distinto grado, afectó a todos los países occidentales. La antigua y fuerte cohesión de las instituciones católicas de Holanda hizo que los efectos fueran más inmediatos, traumáticos y profundos, con una drástica disminución de candidatos al sacerdocio y de cristianos practicantes, miles de abandonos de sacerdotes (unos 2000, en la década de los sesenta), religiosos (unos 5.500) y religiosas (unas 2700), según datos de Jan Bots (L’éxperiencie hollandaise, “Communio”, IV,1, 1979, 83). Y una importante desorientación de las instituciones católicas. 

Pablo Vl intentó rectificarlo con algunos nombramientos episcopales en contra de los deseos locales (De Simonis, en 1971 y Gijsen, en 1972), que obtuvieron algunos frutos en un ambiente muy distorsionado. 

Un hermoso contrapunto es la historia de Cornelia de Vogel, profesora de filosofía antigua de la Universidad de Utrecht, conversa al catolicismo después de un largo itinerario, espléndidamente contado en su relato autobiográfico Del protestantismo ortodoxo a la Iglesia católica (se puede encontrar en francés). A partir de 1972, ante la rebelión que habían suscitado los nombramientos de Pablo VI, quiso aportar su valoración sobre la situación de la Iglesia holandesa en un inspirado libro A los católicos de Holanda, a todos (1973).  

Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II convocó a Roma a los obispos holandeses para un Sínodo especial (1980). Y visitó Holanda en 1985, entre una de las contestaciones más violentas de todos sus viajes. Al cabo de los años, una Iglesia muy reducida después del vendaval, pero más serena y recompuesta también con la ayuda de emigrantes afronta con fe su futuro y asume su papel de testimonio y evangelización en un contexto muy secularizado y de mayoría atea. 

Puede dar más información el artículo de Enrique Alonso de Velasco, La crisis de la Iglesia católica en los Países Bajos en la segunda mitad del siglo XX, disponible online.

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