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De la crisis al renacimiento: la Iglesia en Holanda entre los años 60 y la actualidad

Último artículo de la serie sobre la historia de la Iglesia en Holanda, que hubo de soportar duras pruebas tras la reforma protestante, resurgió admirablemente en la segunda mitad del siglo XIX y renace con esperanza en la actualidad.

Enrique Alonso de Velasco·5 de marzo de 2025·Tiempo de lectura: 7 minutos
Holanda actualidad

En 1947, durante sus dos años de estudios en Roma, el joven sacerdote Karol Wojtyła visitó Holanda por encargo del Cardenal Sapieha para conocer el catolicismo de Europa occidental.  Con profundo espíritu observador anotó durante esos días: «la fe católica significa: el bautismo, una familia numerosa, un colegio católico para los hijos, una universidad católica para los estudiantes y numerosas vocaciones (tanto para la Iglesia local como para las tierras de misión). Pero también: un partido católico en el parlamento, ministros católicos en el gobierno, sindicatos católicos, asociaciones juveniles católicas».

Aunque los recuerdos del joven sacerdote Wojtyła son netamente positivos, no se puede reprimir la impresión de que el catolicismo holandés, en medio de la exuberancia de organizaciones y aparato exterior, adolecía de interioridad.

Durante la Segunda Guerra Mundial, la resistencia al invasor nazi favoreció el acercamiento entre católicos y otros grupos. Especialmente entre los intelectuales empezó un proceso de apertura y acercamiento a protestantes, liberales y sobre todo socialistas, lo cual produjo una gradual ruptura de la burbuja social. Dicha apertura iba con frecuencia unida a una actitud crítica hacia la Jerarquía, que parecía seguir aferrada a las viejas estructuras de la «columna» católica. En el anterior artículo de la serie explicamos que la Columnización fue el proceso por el cual la sociedad holandesa se fue segregando de modo más o menos espontáneo y libre en diversos grupos –o columnas–: católico, protestante y, en menor medida, liberal y socialista.

La crisis de la Iglesia al descubierto: 1960-1968 

Entre 1960 y 1968 tuvo lugar una «revolución copernicana» en las ideas doctrinales y morales que afectó a la población holandesa en general y, especialmente, a los católicos. El proceso de secularización, es decir, de asimilación de los católicos al resto de la población, se aceleró en los años 60, y los católicos pasaron a ser rápidamente el grupo de la población más liberal o permisivo de Holanda, junto con los no creyentes (originariamente los más liberales en materia moral).

Como toda «revolución», fue precedida y preparada por cambios ideológicos que, como se ha visto en el artículo precedente, fueron importados durante la década de los años 50 desde Francia y Alemania. Paradójicamente, en estos países su influjo sería menor, o al menos sería integrado orgánicamente o visto en sus verdaderas dimensiones debido –entre otras razones– a la mayor tradición intelectual de estos países.

Un poco de contexto

A esta evolución ideológica se sumaron factores históricos y económicos: a partir de finales de los 1950, los salarios seguían aumentando con rapidez y la excelente seguridad social ofrecía tales garantías que nadie tenía necesidad de preocuparse por su futuro económico. El aumento del bienestar permitió a la mayoría de las familias acceder a bienes y comodidades hasta entonces impensables, generando una mentalidad de progreso ilimitado y de modernidad en la que todo lo nuevo se antojaba como posible, y era bueno simplemente por ser nuevo. 

Al materialismo práctico se unió la introducción de la píldora anticonceptiva, en Holanda en 1963. Hasta ese momento, la natalidad había sido un valor esencial para los católicos, rechazando en muchos casos incluso los métodos naturales de regulación de la natalidad, que eran mal vistos por muchos. Los católicos formaban con diferencia el grupo de la población con el índice de natalidad más alto, tanto por razones doctrinales como por el deseo de fortalecer su peso social.

En algunas publicaciones se habla del papel que jugaron algunos sacerdotes para estimular la natalidad, entrometiéndose en decisiones de conciencia de los padres de familia. Esta falta de respeto por la intimidad conyugal, que no se limitaba al confesonario, lógicamente causó indignación en muchos católicos. Y es de suponer que no facilitó la aceptación de la doctrina de la Iglesia cuando esta se pronunció en 1968 con la Encíclica Humanae Vitae.

Humanae Vitae

Muy diversos factores favorecieron la rápida aceptación de la píldora en los Países Bajos, especialmente entre los católicos. Entre ellos resalta un legendario discurso del obispo, Mons. Willem Bekkers, en la televisión católica en marzo de 1963, en el que declaraba que la decisión sobre el número y la sucesión de los hijos incumbía a los esposos: «es un asunto de su conciencia en la que nadie se puede entrometer». Palabras certeras que, sin embargo, por el contexto histórico y por otros discursos televisivos de Mons. Bekkers, fueron interpretadas como una aprobación de la anticoncepción en determinados casos. 

Esto contribuyó a que el uso de la píldora se extendiera rápidamente entre los católicos. Cuando en 1968 se publicó la Encíclica Humanae Vitae, la práctica anticonceptiva ya se había instaurado y sus raíces eran demasiado profundas para poder dar fácilmente marcha atrás. Las consecuencias fueron enormes, no sólo para el modo de vivir la moral matrimonial, sino para toda la moral sexual. La misma autoridad de la Iglesia en materia moral fue puesta en duda o simplemente rechazada.

Se forjó en estos años una concepción de la vida en la que las ideas clave eran prosperidad, modernidad e individualismo. Paradójicamente, la estructura de la “columna católica” se mantuvo, pero cada vez más controlada por intelectuales (laicos o no) que querían reformar la Iglesia. Y así llegó el concilio.

El Concilio Vaticano II (1962-1965)

El Concilio Vaticano II fue seguido con enorme interés por los católicos holandeses, tanto por su fuerte vínculo con la Iglesia como por la intensa cobertura mediática. El cardenal Bernard Alfrink, arzobispo de Utrecht y el miembro más joven del Consejo de Presidencia del Concilio, fue presentado en los medios holandeses como líder de los sectores reformistas, en oposición a los “conservadores”, en una interpretación dialéctica de los debates conciliares que era tan común en aquellos años: según ellos se libraba una lucha de poder en el aula Conciliar.

En la población católica holandesa se podrían distinguir tres grupos: i) teólogos e intelectuales con altas expectativas de cambio; ii) un reducido grupo conservador; iii) la mayoría de fieles, que seguían la orientación de los medios, favorables a la renovación.

Pese a su tamaño reducido, Holanda tuvo una influencia considerable en el Concilio. Además de los obispos del país – seis titulares y unos pocos auxiliares –, participaron sesenta obispos holandeses procedentes de territorios de misión. Entre sus contribuciones más notables estuvieron las Animadversiones, críticas anónimas a los esquemas conciliares que los obispos pidieron preparar a Edward Schillebeeckx. Este teólogo de la Universidad de Nimega, aunque rechazado como perito conciliar por la Santa Sede, asesoró a los obispos holandeses en Roma. Estas críticas fueron distribuidas furtivamente entre los padres conciliares poco antes de dar comienzo el concilio.

Según el conocido cronista del concilio Wiltgen, las Animadversiones de Schillebeeckx fueron de crucial importancia para que muchos Padres Conciliares se dieran cuenta de que no eran ellos los únicos que tenían dudas o críticas sobre los esquemas previamente preparados. El estilo holandés, directo y poco diplomático, ayudó a promover el diálogo –lo cual era un deseo expreso de Juan XXIII–, aunque a veces generó tensiones. 

La recepción del concilio

Los documentos conciliares fueron recibidos con entusiasmo, pero muchos olvidaron su continuidad con la tradición y los interpretaron como un punto de partida para dar forma a cambios más radicales en las diócesis.

Se podría decir que una serie de ingredientes sociales, económicos y religiosos, agitados por unos medios de comunicación en clave dialéctica, dieron lugar a una pócima que resultó ser a la larga venenosa: crisis de autoridad en la sociedad; ansias de libertad de los católicos; optimismo inquebrantable en el progreso de la humanidad; materialismo práctico; deseo de una auténtica fe en Cristo, sin presiones sociales o institucionales. En poco tiempo, muchos católicos rompieron con lo que veían como yugos y rechazaron abundantes exigencias de la fe. Buscando resolver problemas reales, acabaron desechando la fe misma.

Así, sin apenas advertirlo, numerosos fieles, impulsados por el afán de reforma, perdieron paulatinamente la fe y rechazaron la herencia de la Iglesia, con consecuencias devastadoras. Para muchos, la Verdad de Jesucristo y del Evangelio se desvaneció.

Datos de la crisis

Nombramos algunos hechos que pueden ayudar a darse cuenta de la magnitud de la crisis en la que desembocó el proceso de que venimos hablando. La asistencia a la Misa dominical disminuyó dramáticamente, del 64% de los católicos en 1966 al 26% en 1979.

La confesión personal fue ‘abolida’ por una gran mayoría de los sacerdotes, y prácticamente desapareció.

Entre 1965 y 1980 se estima que el número de sacerdotes descendió en 50%, tanto por defunciones como –sobre todo– por defecciones. También hubo muchas bajas entre los religiosos, y el número de seminaristas y candidatos para la vida religiosa bajó considerablemente. Se cerraron todos los seminarios menores y mayores, diocesanos y regulares (aproximadamente cincuenta en todo el país).

Resultado de la mezcla de la fenomenología existencial y el sensus fidei, la catequesis dejó de transmitir la doctrina y vida de Cristo y pasó a ser un intercambio de ideas sobre el modo en que cada cual vive su fe.

En 1966 se publicó el llamado Catecismo Holandés («Nuevo Catecismo. Anuncio de la fe para adultos»).

De 1966 a 1970 tuvo lugar el Concilio Pastoral Holandés en el que se propusieron numerosas reformas, de las cuales algunas no podían ser aceptadas por Roma. 

¿Qué podemos aprender de todo esto?

Aunque esta crisis indudablemente tuvo muy variadas causas, hay un factor que en mi opinión puede ayudar a entender su gravedad y su virulencia: la falta de profundidad y libertad interior en la vivencia de la fe de una gran porción de los católicos, resultante de unas estructuras y costumbres anacrónicas que tras haber cumplido su fin (ayudar a la emancipación de los católicos) se habían convertido en asfixiantes.

Sin embargo, también es cierto que esta crisis planteó cuestiones que siguen siendo relevantes hoy en día: el papel de los laicos, la relación entre fe y cultura, y cómo vivir el catolicismo en un entorno secularizado.

Unas cuantas décadas han transcurrido desde entonces. Muchos pensaban que al romper las cadenas y rechazar los yugos, los templos se volverían a llenar como antaño. Pero no solo no ocurrió, sino que se demostró lo contrario: mientras algunas comunidades perdían vitalidad al distanciarse de la enseñanza eclesial, otras intentaron aplicar las reformas del Concilio Vaticano II con fidelidad, aunque con dificultades, y de estas un buen número no ha perdido la vitalidad.

Un nuevo florecer

Ahora hay un nuevo florecer en la Iglesia. Este proceso, sin embargo, no ha sido homogéneo. Algunas comunidades han redescubierto la adoración eucarística y la confesión, otras han apostado por una evangelización más adaptada a la sociedad secularizada. Los obispos no tienen miedo a ejercer su magisterio y están bien unidos entre sí y al Papa. Incluso se atreven a desplegar su autoridad con algún que otro sacerdote ‘rebelde’. Los nuevos sacerdotes se ordenan para servir, no para mandar. La confesión se administra cada vez más y los jóvenes la practican agradecidos.

El número de iglesias donde se tiene Exposición y Adoración del Santísimo Sacramento ha aumentado considerablemente. Sin embargo, el camino de renovación sigue abierto, con desafíos específicos en cada comunidad.

Es un proceso de purificación, que presupone y cuenta con la libertad interior, ya que ser católico no aporta nada más que beneficios espirituales, aunque con ellos aumenta el bienestar psíquico y espiritual y, en definitiva, lleva a la felicidad.

La Iglesia se enfrenta a una serie de retos: aprender a ser misionera «de nuevo», proclamar el mensaje de Cristo en todas partes y abrir las puertas de la Iglesia a todo tipo de personas de la era post-cristiana. Como alguien me dijo una vez: la Iglesia solía ocuparse de mantener a los jóvenes dentro de la Iglesia, ahora tiene que aprender a atraer a nuevos jóvenes.

Todavía queda un largo camino por recorrer, pero las perspectivas son esperanzadoras.

El autorEnrique Alonso de Velasco

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