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Entrar en el misterio pascual

Juan José Silvestre·6 de marzo de 2016·Tiempo de lectura: 5 minutos

Mientras recorremos la Cuaresma nos vamos preparando para el Triduo pascual que, como recordaba el Papa Francisco “es el ápice de todo el año litúrgico y también el ápice de nuestra vida cristiana”. Por eso “el centro y la esencia del anuncio evangélico es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo muerto y resucitado” (Evangelii Gaudium, n. 11). Sin embargo con frecuencia el contenido del Misterio pascual, el misterio de la Pasión, muerte y resurrección de Jesús, y su relación con nuestras celebraciones litúrgicas resulta lejano al cristiano de hoy. ¿Por qué esto es así?

El núcleo del problema lo señalaba el entonces cardenal Ratzinger en su libro Un canto nuevo para el Señor. Allí recordaba que la situación de la fe y de la teología en Europa se caracteriza hoy, sobre todo, por una desmoralización eclesial. La antítesis “Jesús sí, Iglesia no” parece típica del pensamiento de una generación. Detrás de esa difundida contraposición entre Jesús y la Iglesia late un problema cristológico. La verdadera antítesis se expresa con la fórmula: “Jesús sí, Cristo no”, o “Jesús sí, Hijo de Dios no”. Estamos por lo tanto ante una cuestión cristológica esencial.

Para muchas personas Jesús aparece como uno de los hombres decisivos que existieron en la humanidad. Se acercan a Jesús, por decirlo así, desde fuera. Grandes estudiosos reconocen su talla espiritual y moral y su influjo en la historia de la humanidad, comparándolo a Buda, Confucio, Sócrates, y a otros sabios y “grandes” personajes de la historia. Pero no llegan a reconocerlo en su unicidad. En realidad, como afirmaba con fuerza Benedicto XVI, “si los hombres se olvidan de Dios es también porque con frecuencia se reduce la persona de Jesús a un hombre sabio y se debilita, cuando no se niega, su divinidad. Esta manera de pensar impide captar la novedad radical del cristianismo, pues si Jesús no es el Hijo único del Padre, entonces tampoco Dios ha venido a visitar la historia del hombre, tenemos sólo ideas humanas de Dios. Por el contrario, ¡la encarnación forma parte del corazón mismo del Evangelio!”.

Olvido de Dios

Nos podemos preguntar entonces: ¿a qué se debe este olvido de Dios? Lógicamente las causas son varias: la reducción del mundo a lo empíricamente demostrable, la reducción de la vida humana a lo existencial, etcétera. Ahora nos centramos en una que nos parece fundamental: la pérdida de la imagen de Dios, del Dios vivo y verdadero, que desde la época de la Ilustración avanza sin cesar.

El deísmo se ha impuesto prácticamente en la conciencia general. No es posible ya concebir a un Dios que se preocupa de los individuos y que actúa en el mundo. Dios pudo haber originado el estallido inicial del universo, si es que lo hubo, pero en un mundo ilustrado no le queda nada más que hacer. No se acepta que Dios entre tan vivo dentro de mi vida. Dios puede ser una idea espiritual, un complemento edificante de mi vida, pero es algo más bien indefinido en la esfera subjetiva. Parece casi ridículo imaginar que nuestras acciones buenas o malas le interesen; tan pequeños somos ante la grandeza del universo. Parece mitológico atribuirle unas acciones en el mundo. Puede haber fenómenos sin aclarar, pero han de buscarse otras causas. La superstición parece más fundamentada que la fe; los dioses –es decir los poderes inexplicados en el curso de nuestra vida, y con los que hay que acabar– son más creíbles que Dios.

¿Por qué la Cruz?

Ahora bien, si Dios nada tiene que ver con nosotros, prescribe también la idea de pecado. De este modo, que un acto humano pueda ofender a Dios es ya inimaginable para muchos. No queda margen para la redención en el sentido clásico de la doctrina católica, porque apenas se le ocurre a nadie buscar la causa de los males del mundo y de la propia existencia en el pecado.

En este sentido resultan iluminantes unas palabras del Pontífice emérito: “Si nos preguntamos: ¿Por qué la cruz?, la respuesta, en términos radicales, es esta: porque existe el mal, más aún, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y muchos rechazan la misma palabra ‘pecado’, pues supone una visión religiosa del mundo y del hombre. Y es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se oculta el sol desaparecen las sombras –la sombra sólo aparece cuando hay sol–, del mismo modo el eclipse de Dios conlleva necesariamente el eclipse del pecado. Por eso, el sentido del pecado –que no es lo mismo que el ‘sentido de culpa’, como lo entiende la psicología–, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con ocasión de su doble pecado de adulterio y homicidio: ‘Contra ti –dice David, dirigiéndose a Dios–, contra ti sólo pequé’ (Sal 51, 6)”.

En un modo de pensar en el que el concepto de pecado y de redención no encuentra lugar, tampoco puede haber espacio para un Hijo de Dios que venga al mundo a redimirnos del pecado y que muera en la cruz por esta causa. “Así se explica el cambio radical producido en la idea de culto y de liturgia, y que tras larga gestación se está imponiendo: su primer sujeto no es Dios ni Cristo, sino el nosotros de los celebrantes. Y tampoco puede tener como sentido primario la adoración, para la que no hay razón alguna en un esquema deísta. Ni cabe pensar en la expiación, en el sacrificio, en el perdón de los pecados. Lo que importa es que los celebrantes de la comunidad se reconozcan y confirmen entre sí y salgan del aislamiento en que sume al individuo la existencia moderna. Se trata de expresar las vivencias de la liberación, la alegría, la reconciliación, denunciar lo negativo y animar a la acción. Por eso, la comunidad tiene que hacer su propia liturgia y no recibirla de tradiciones ininteligibles; ella se representa y se celebra a sí misma” (J. Ratzinger).

Liturgia: redescubrir el Misterio pascual

La lectura detenida de este diagnóstico puede ser un buen estímulo para un fecundo examen de conciencia sobre las celebraciones litúrgicas, sobre nuestro sentir litúrgico. Al mismo tiempo, probablemente se entiende ahora un poco mejor por qué, en muchas ocasiones, el Misterio pascual y su celebración-actualización no constituyen el centro ni de la celebración litúrgica, ni de la vida de la comunidad y de cada uno de los cristianos.

La respuesta a este planteamiento deísta pasa por redescubrir el Misterio pascual. Se entiende, en toda su fuerza, que san Juan Pablo II afirmase en la carta apostólica Vicesimus Quintus Annus: “Ya que la muerte de Cristo en la Cruz y su Resurrección constituyen el centro de la vida diaria de la Iglesia y la prenda de su Pascua eterna, la Liturgia tiene como primera función conducirnos constantemente a través del camino pascual inaugurado por Cristo, en el cual se acepta morir para entrar en la vida”. Domingo a domingo la comunidad convocada por el Señor, crece, o al menos trata de hacerlo, en la toma de conciencia de esta realidad que llena de asombro.

Y cuando estamos por comenzar los días más santos del año que nos conducen a celebrar la resurrección del Señor, no recorramos el camino demasiado deprisa. “No dejemos caer en el olvido algo muy sencillo, que quizá, a veces, se nos escapa: no podremos participar de la Resurrección del Señor, si no nos unimos a su Pasión y a su muerte” (san Josemaría). Sigamos por tanto el consejo del Papa Francisco: “En estos días del Triduo santo no nos limitemos a conmemorar la pasión del Señor, sino que entremos en el misterio, hagamos nuestros sus sentimientos, sus actitudes, como nos invita a hacer el apóstol Pablo: ‘Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús’ (Flp 2, 5). Entonces nuestra Pascua será una ‘feliz Pascua’”.

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