El Dios Trino es el Dios Señor de la historia, reconocido por el pueblo de Israel, a quien Moisés explica que ha ido a “elegir para sí una nación en medio de otra con pruebas, signos, prodigios y batallas, con mano potente y brazo fuerte”. Es el Dios que mora en lo íntimo del bautizado que se ha convertido en su hijo. Pablo toma prestado de la cultura griega el concepto jurídico de adopción, desconocido en el mundo judío, para tratar de entender con categorías humanas la inefable acción del Espíritu, que nos hace pasar, en nuestra relación con Dios, de esclavos llenos de miedo frente al patrón, a hijos que le llaman “¡Abbá, Padre!”. Hijos de Dios y por eso “herederos de Dios, coherederos de Cristo”, que no significa un camino de éxitos fáciles: es una llamada a participar “en sus sufrimientos para participar también en su gloria”.
Es el Dios que construye su Iglesia a partir del monte de Galilea. En Jerusalén se ha consumado el sacrificio del Hijo de Dios y su Resurrección. Pero la Iglesia es reunida en la tierra desde el confín donde todo tuvo su inicio, de donde no tenía que haber surgido ningún profeta, mezclada con los paganos. Comienza desde los Once, que llevan en sí la herida del decimosegundo que se ha ido, y de la debilidad de la fe de todos cuando vieron al Resucitado: “Pero ellos dudaron”. Tienen dudas en la fe mientras están postrados en tierra porque se les ha aparecido Dios, para manifestar su propia impotencia, para esconderse y defenderse de Él. Jesús responde “acercándose”.
Nos imaginamos a Jesús que toca la espalda, o la cabeza o el costado de cada uno y le anima a levantarse, a mirarle a los ojos, porque ya no se muere si se miran los ojos del Dios hecho hombre, muerto y resucitado. A sus apóstoles, frágiles y llenos de miedo, con las palabras: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y sobre la tierra”, Jesús les recuerda la visión de Daniel: “Y entonces vino con las nubes del cielo uno semejantes a un hijo del hombre…Le fueron dados poder, gloria y reino; todos los pueblos, naciones y lenguas lo servirán y su poder es un poder eterno, que no terminará nunca”.
Para construir este reino que es la Iglesia, Jesús cuenta con aquel grupito de fugitivos incrédulos. No los riñe, sino que los relanza. Ellos deberán bautizar a los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Es decir, deberán sumergirlos en Dios, Padre que genera al Hijo y Espíritu que expira amor entre Padre e Hijo. Amor en el que quiere incluir a todos los pueblos, todas las personas y sus vidas. En esta empresa nos asegura su presencia hasta el fin del mundo. Era el Emanuel prometido al inicio del evangelio de Mateo; es el Emanuel, Dios con nosotros, hasta el final.
La homilía sobre las lecturas de la Santísima Trinidad
El sacerdote Luis Herrera Campo ofrece su nanomilía, una pequeña reflexión de un minutos para estas lecturas.