Cuando Jesús explica a los doce que Lázaro ha muerto y quiere irlo a ver, Tomás dice a los otros discípulos: “Vamos nosotros también a morir con él”. El amor por Jesús le impulsa, pero está demasiado seguro de su voluntad, no sabe que no es capaz sin la ayuda de Dios. Cuando Jesús es capturado, le entra el miedo y huye como todos. Y lo deja solo a su destino.
Después de la muerte y sepultura de Jesús, los demás se reencuentran en el cenáculo, con María. Pero Tomás no está. Ha tenido una crisis más profunda y se ha alejado. Aturdido por los acontecimientos y por el colapso de su propósito de morir con Jesús. Aquella noche en el huerto de los olivos: “Soy yo”, dijo Jesús y se cayeron por tierra los soldados. Podía vencer, y sin embargo se dejó capturar. Todo está perdido. Se apodera de él un sentido de derrota total, la impresión de haber perdido los ideales, la vida, a sí mismo. Solo cuenta salvar el pellejo. Pierde la fe en las palabras de Cristo. La resurrección prometida después de la muerte es una ilusión, aquello que cuenta son los hechos vistos: la tragedia del suplicio; y escuchados: el grito de la cruz. Todo se acabó.
Sin embargo, Jesús resucita el primer día de la semana y se aparece a los apóstoles en el cenáculo. Pero sólo había diez, Tomás no está, quién sabe dónde se habrá ido. Jesús lo confía a la premura de los demás. Lo buscan y lo encuentran, pero Tomás tiene cabeza dura: le quema el fracaso de Jesús delante del pueblo, la propia fuga, el no haber estado ahí aquella tarde, la sensación de haber sido dejado fuera. Se obceca y no quiere creer sin haber visto.
Es necesaria una intervención tuya, Jesús, todavía una. Jesús escucha la oración silenciosa de María, el deseo de Pedro, el corazón de Juan. Va a ellos después de ocho días, a puerta cerrada. “Tomás, ha llegado el momento de que cambie también tu mente y tu corazón. No seas incrédulo, sé creyente. Mete aquí tu mano, para experimentar la verdad y la fuerza de mi carne resucitada. Es mi cuerpo entregado por vosotros y es mi sangre derramada por vosotros, de la que te alimentarás en la Eucaristía. Es mi mano llagada, que tú mismo impondrás en la cabeza de tantos para cancelar los pecados y curar a los enfermos del espíritu”.
Tomás hace lo que Jesús le manda, por sí mismo y por nosotros. Hace aquello que todos querríamos hacer: tocar con la mano. Aquellas heridas de Jesús que con la resurrección no han desaparecido, siempre están frescas, contemporáneas, vivas. Felices nosotros que lo encontramos, sin verlo, si lo vemos en los hermanos, en la Iglesia, su cuerpo. Tomás toca a Jesús, que le fulgura con la fe más grande y más pura: “¡Señor mío y Dios mío!”. Acto de fe, de dolor y de amor.