Recordamos la institución de la Eucaristía, pero leemos el inicio del capítulo 13 de Juan, que es el comienzo de la narración de la “hora de Jesús”, para la que Él se estaba preparando desde el inicio del evangelio. Una “hora” que dura veinticuatro horas, narrada en siete capítulos de Juan.
La “hora de pasar de este mundo al Padre”: un pasaje inmerso en el extremo amor que siempre ha tenido por nosotros y que, en esa hora, se manifiesta hasta el extremo, éis telos, hasta el cumplimiento total: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”. Juan no habla de la Eucaristía, pero describe el lavado de los pies. Nos dice que podemos comprender la Eucaristía a través del lavado de los pies, y viceversa. Cita a Judas, que lleva el nombre de una tribu de Israel, y a Simón Pedro, elegido por Jesús como piedra sobre la que fundar su Iglesia. Jesús lava los pies de todo el pueblo de Israel y de toda la Iglesia. En Judas y Pedro estamos representados todos, el género humano al que Dios ha venido a salvar.
Dios nos salva lavándonos los pies. Es el gesto de un esclavo que no pertenecía al pueblo elegido, pero es también el gesto lleno de amor de una esposa con su esposo. En la Historia del hermoso José y de su esposa Aseneth, una obra del siglo I d. C. que cuenta la historia de amor entre José de Egipto y su esposa, se lee que Aseneth lleva agua para lavarle los pies, y José le dice: “Que venga una de las criadas y me lave los pies”. Aseneth le responde: “No señor, porque mis manos son tus manos, y tus pies son mis pies, y ninguna otra te lavará los pies”. “Entonces José tomó su mano derecha y la besó, y Aseneth besó su cabeza”. En el gesto de Jesús contemplamos el amor total que Dios tiene por nosotros.
Por ocho veces Juan cita el “lavar los pies”, y con ocho verbos describe la acción de Jesús. Es el número de la plenitud. Por ocho veces, porque como a Pedro, nos cuesta aceptar que Dios nos ame así. No se humilla, sino ama y el amor es humilde. Jesús es Dios en su potencia: “Sabía que todo lo había puesto el Padre en sus manos”; y responde a Pedro, que no acepta esa imagen verdadera de Dios, con la autoridad de Dios: “Si no te lavo, no tendrás parte conmigo”. En el “todo” que Jesús tiene en sus manos, están también nuestros pies, todo nuestro caminar, nuestros cansancios y el polvo. Quitándose sus vestidos, hace libremente lo que harán los soldados sobre el Calvario, abandona toda defensa humana y se ciñe con las vestiduras de un siervo y con una toalla, que no abandonará nunca, ni siquiera cuando se vuelva a vestir. Porque ha comenzado a lavar nuestros pies y a secarlos, y no terminará hasta que no acabe la historia humana.