Estados Unidos

Tammy Peterson: “Nunca imaginé la profundidad de los cambios que llegarían a mi vida con mi conversión”

Tammy Peterson es una figura pública que ha influido en miles de personas, no solo por ser la esposa del renombrado intelectual y psicólogo Jordan Peterson, sino por su propia y profunda historia de fe.

Javier García Herrería·28 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 7 minutos
Tammy Peterson

El camino de Tammy Peterson hacia la conversión al catolicismo surgió de la oscuridad de la enfermedad y la desesperación. Tras ser diagnosticada con una forma rara y agresiva de cáncer, Tammy enfrentó meses de dolor, cirugía y una prolongada recuperación. Fue durante este período de fragilidad extrema que, por recomendación de una amiga, comenzó a rezar el rosario.

Lo que empezó como una búsqueda de consuelo se transformó en un encuentro espiritual que culminó con su bautismo y entrada plena en la Iglesia católica. Su relato es un conmovedor ejemplo de cómo la fe puede florecer incluso en las circunstancias más difíciles.

¿Cómo fue la relación con sus padres?

—Mi padre era empresario y estaba siempre muy ocupado. Tenía una mente muy abierta y me transmitió mucho coraje y fortaleza para intentar cosas desconocidas o que aparentemente estaban lejos de mi alcance. Gracias a él heredé una mentalidad abierta y se lo agradezco al Señor de veras.

Mi madre también estaba a mi lado, pero no confiaba del todo en mi padre. Años más tarde comprendí la razón: probablemente ella misma había sido abusada por su propio padre, quien murió muy joven. Era un hombre con depresión y era evidente que no estaba bien. Siempre noté que mi madre desconfiaba, en cierta medida, de mi padre, y eso fue difícil para mí al crecer. Mi padre tenía amigos que se quedaban en la oficina después del trabajo para beber juntos, y mi madre siempre sospechaba de lo que pudiera ocurrir allí. Muchas personas enfrentan problemas como estos, y no es sencillo integrarlos en la propia vida. Aún así, mi padre fue una gran persona y me siento muy afortunada de haberlo tenido.

Mi madre tuvo demencia temprana. Empezó a enfermar a los 50 años y, cuando tenía 70, falleció. En ese tiempo ella y mi papá vivían en Vancouver, mientras yo estaba en Toronto. Yo viajaba para ayudarlos: buscaba un cuidador, limpiaba, organizaba sus medicamentos y me aseguraba de que ambos estuvieran comiendo bien. Afortunadamente, los cuatro hermanos ayudamos. Todos estuvimos allí para apoyar a mi padre, quien cuidó de mi madre hasta el final. 

En un momento dado, la medicación volvió a mi madre paranoica. Comenzó a sospechar de mi padre de nuevo, y volví a sentir lo mismo que en mi adolescencia, cuando ella también desconfiaba injustamente de él. De algún modo, fue como una gracia de Dios que me permitiera ver con claridad que aquella paranoia venía de mi mamá, no de mi papá. Y se lo agradecí internamente, porque me mostró algo importante.

Finalmente cambiaron la medicación de mi madre y volvió a estabilizarse. Los dos permanecieron juntos hasta su muerte. Fue solo un episodio breve, pero significativo, porque me enseñó algo esencial y me permitió acercarme mucho a mi padre durante los últimos veinte años de su vida, que terminó con 93 años, apenas hace un par de años.

Ahora lo veo como una gracia de Dios: recibimos lo que necesitamos aprender justo cuando lo necesitamos. 

¿Cómo describiría su vida espiritual en su juventud y antes de reencontrarse con la fe?

—Me crié en un entorno de iglesias protestantes. Cuando yo era pequeña, mis abuelas eran ambas miembros activos de la fe protestante. Mi abuela paterna tocaba el piano en la iglesia. Y mi abuela materna cantaba en el coro. Las dos fueron grandes modelos para mí. 

Cuando era pequeña, iba a la escuela de la iglesia los domingos, pero no recuerdo que mis padres estuvieran allí. Tenía tres hermanos mayores, que creo recordar que también venían. Quitando la asistencia a los servicios del domingo, en casa no rezábamos más, ni  siquiera para bendecir la cena u oraciones antes de acostarnos.

En el verano participábamos de las actividades de una iglesia de los Adventistas. Y, de niña, también acudí a algunos campamentos con diferentes tipos de iglesias, algo que no importaba nada a mis padres. 

En la adolescencia era una niña muy curiosa. Vivíamos en un lugar muy remoto y yo usaba cualquier excusa —por insignificante que fuera— para dejar de ir a la iglesia. Cuando me fui de casa y comencé la universidad, asistí a la iglesia durante el primer año. Pero al comenzar el año siguiente, el ministro empezó con el mismo sermón que había dado el año anterior y lo tomé como excusa para dejar de asistir. 

Es curioso cuántas excusas puede encontrar una persona cuando en realidad está buscando maneras de evitar algo.

Recuerdo esos tiempos y todas aquellas pequeñas excusas que usaba sin comprender por qué realmente no quería ir a la iglesia, ni por qué podría ser beneficioso para mí hacerlo, sin importar el momento, quién estuviera allí o dónde quedara la iglesia. Nada de eso era lo esencial.

¿Cómo es su vida ahora que ha vuelto a la fe?

—Lo único verdaderamente importante que he aprendido es que voy allí, me siento, pongo los pies firmes en el suelo y le agradezco a Dios por estar viva, por tener un día más para hacer lo que Él quiere que haga. Eso es lo que he aprendido. Lo entendí cuando tenía seis años, y desde entonces he vivido de esa manera.

¿Cómo ha cambiado mi vida? Es interesante. Un día, mientras mi marido Jordan y yo conversábamos sobre las transformaciones que había experimentado desde mi vuelta a la fe, escribimos una lista de virtudes que han surgido en mí desde mi conversión. Llegamos a una suma de treinta virtudes que he recibido a partir de ese momento. 

(Tammy busca un papel y comienza a leerlo). 

Repasaré algunas: soy más como una niña pequeña, más divertida, menos cínica, menos volátil, menos preocupada por el control y el poder; más paciente y amable; más enfocada en el bienestar de los demás; más hospitalaria, más obediente, más presente, más hermosa, más cálida; más discernidora, más elegante, más serena, más resiliente, más compasiva; más adecuada socialmente; una mejor madre; más fácil para negociar; más dispuesta a escuchar y conversar; más precisa con mis palabras; pienso con mayor profundidad; soy más creativa; más fácil para trabajar conmigo; una mejor líder; más atractiva; más confiada en la valentía, más valiente con confianza y más reflexiva.

Estos son muchos de los modos en que mi vida se ha transformado desde mi conversión. Es realmente extraordinario. Nunca imaginé la profundidad de los cambios que llegarían a mi vida…

Ha pasado por un cáncer, ¿cómo le ha ayudado la fe para atravesarlo?

—No sé si habría podido atravesar mi experiencia con el cáncer sin la ayuda de Dios. Fue realmente una experiencia asombrosa. Dejé todo en manos de Dios, y aprendí algo fundamental: no tenemos que preocuparnos por los pensamientos que no queremos tener. Antes, dejaba que mi mente vagara sin control, pero ahora entiendo que puedo elegir en qué pensar. Si un pensamiento no es apropiado, simplemente lucho para que se desvanezca. Es un aprendizaje que me ha ayudado a comprender la naturaleza superficial de ciertos pensamientos y cómo dejarlos ir.

Antes de mi conversión, yo crecí como protestante, pero mi abuela pasó de ser católica a ser protestante. Cuando era niña y entraba en una iglesia, me preguntaba dónde estaba la Virgen María, porque no era evidente allí, y eso me confundía. Más tarde, durante mi conversión, tuve una experiencia profunda: un abuelo mexicano de Nueva Zelanda me ayudó a reconectar con mi fe católica. Oró en español conmigo y me dijo que mi abuela estaba conmigo. Esto me hizo sentir que había reparado una separación histórica en nuestra familia, y me permitió ver la fe católica como algo que siempre había estado presente, incluso si no lo había comprendido plenamente desde pequeña.

Durante mi enfermedad, Queenie, una buena amiga católica, me enseñó a rezar el Rosario. Aprender y rezar el Rosario me acercó gradualmente a Jesús como mi salvador. Hoy sigo rezándolo todas las mañanas; me ayuda a mantenerme en el camino de Dios y no en el mío propio. La belleza de la Iglesia católica —los sacerdotes, los iconos, los ornamentos— también me enseñó a ser más humilde, pues la belleza nos recuerda la grandeza y la humildad de Dios, y nos ayuda a detenernos y a centrarnos en Él.

¿Qué otras cosas le han sorprendido del catolicismo?

—La Confesión supuso para mí una experiencia profunda de perdón. Hace tiempo aprendí las técnicas Al-Anon y los Doce Pasos, un programa de principios espirituales y acciones prácticas desarrollados originalmente por Alcohólicos Anónimos. Así aprendí a conocerme mejor y compartir mis errores, pero el catolicismo me permitió profundizar más, liberándome en la Confesión de cargas pasadas que no podía perdonar por mí misma. La Eucaristía, por su parte, es una práctica concreta que nos enseña a recibir la gracia de Dios, incluso en los días más difíciles. Practicar la oración y la comunión nos prepara para aceptar la gracia cuando realmente la necesitamos.

Nuestra sociedad se ha vuelto cada vez más divisiva y superficial, a veces incapaz de matices. La Iglesia, en cambio, nos enseña a ser humildes, atentos y abiertos. La oración y la escucha de la voluntad de Dios nos guían para actuar de manera correcta y amorosa, incluso en medio de la confusión y la división que vemos a nuestro alrededor. La práctica diaria, aunque sencilla, nos permite acercarnos a Dios y vivir según Su voluntad. Incluso pequeños actos —sentarse a mirar por la ventana, respirar conscientemente, agradecer la luz y la vida que Dios nos da— son formas de cultivar la espiritualidad y la humildad en nuestra vida diaria.

La crianza también refleja esto. Observar a mi nieta de tres años me enseñó la importancia de guiar sin imponer, de apoyar y corregir sin convertirnos en opresores. El respeto y la paciencia en las relaciones son extensiones de la práctica espiritual que la Iglesia nos enseña. Esto se aplica, no solo a la familia, sino también a la sociedad en general, especialmente en tiempos de polarización y división. 

Ahora, tengo un pódcast para dar a conocer estas ideas. Hablo principalmente con mujeres jóvenes, ayudándolas a encontrar su camino, a reconciliar la fe con sus vidas, a comprender la importancia de la familia y la maternidad, y a navegar la narrativa feminista moderna con conciencia cristiana. Intento enseñarles que pueden aspirar a una vida plena y significativa sin renunciar a su fe ni a su vocación más profunda.

¿Qué papel ha jugado su marido en su conversión?

—Mi esposo ha sido una influencia clave en mi fe y en mi conversión. A través de su ejemplo, su dedicación y su acompañamiento durante mis años más difíciles, aprendí a escuchar, a observar y a confiar en Dios en cada decisión y desafío. Su apoyo fue instrumental durante mi diagnóstico y tratamiento, y me enseñó el valor del amor práctico y paciente en la vida cotidiana.

Toda esta experiencia —el cáncer, la conversión, la familia, la crianza, el servicio a otros a través del podcast— me ha enseñado que vivir la fe no es solo un acto de oración, sino un compromiso diario de hacer lo correcto, de guiar a otros con amor y de buscar la gracia de Dios en todo momento. Se trata de pequeños pasos diarios, de actos conscientes, de humildad y gratitud. Y sobre todo, de reconocer que Dios nos acompaña en cada paso, guiándonos y fortaleciendo nuestra vida, incluso en las pruebas más profundas.

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