Hoy la Iglesia celebra la Fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José. Es el último domingo del año y el domingo inmediatamente después de la Navidad: una prolongación natural de la solemnidad del nacimiento del Señor. Hace unos días leímos en el Evangelio de Lucas cómo los pastores se dijeron unos a otros: “Vayamos a Belén”, y allí encontraron a María y a José con el niño Jesús acostado en el pesebre. Los pastores nos enseñan no solo la actitud que debemos tener en Navidad —ir a Belén— sino también lo que estamos llamados a encontrar al llegar. Nuestra mirada se dirige no solo a Jesús, sino también a su madre y a su padre. La Iglesia nos invita a contemplar este icono en el que vemos la ternura, la alegría y el amoroso cuidado de María y José hacia el Niño. Como afirmó una vez el Papa Benedicto XVI: “La Navidad es la fiesta de la familia por excelencia”.
Al elegir ser concebido, nacer y crecer en una familia humana, Dios mismo ha consagrado y santificado la realidad de la vida familiar. La familia humana se convierte en una familia santa. Así como Cristo fue bautizado no para ser purificado por el agua, sino para hacer santa el agua, así también, al nacer en una familia, Él la santifica. La vocación y misión de toda familia se vuelven más claras: se convierte en el lugar ordinario de encuentro entre Dios y la humanidad. La santidad no es algo distante; toma carne en los ritmos diarios, los sacrificios y las alegrías de la vida familiar.
Ante el icono de Jesús, María y José, no encontramos discursos, pautas o consejos sobre cómo tener una familia santa. Jesús enseñó sobre el matrimonio: María guardaba en su corazón las maravillas que rodeaban a su Hijo; José hablaba poco, pero expresaba en su silencio una fidelidad al plan de Dios más fuerte que las palabras. Lo que encontramos, en cambio, son acontecimientos: episodios que nos permiten entrar en el misterio de la Sagrada Familia.
Uno de esos episodios se encuentra en el Evangelio de la Misa de hoy. Es un episodio muy conmovedor, con mucha luz que ofrecer a la cultura contemporánea. Debo confesar que es un episodio agridulce para mí. En primer lugar, como africano, me alegra que Jesús haya pasado parte de su infancia en tierra africana. Es un motivo de orgullo. Pero la circunstancia que lo hizo posible lo vuelve amargo. Vemos al Niño Jesús, a la Sagrada Familia, amenazados por Herodes. La Sagrada Familia migra y encuentra hospitalidad en Egipto.
También, vemos la temprana experiencia de Jesús respecto a la identidad cultural. Salió hacia Egipto para cumplir la profecía: “De Egipto llamé a mi hijo”. Luego, regresa a la tierra de Israel y, como José tenía miedo de ir allí en cierto momento, se establecieron en la región de Galilea, en Nazaret, cumpliendo así la profecía que se llamaría nazareno.
En medio de todos estos desplazamientos, lo que más destaca es la actitud de José. Repetidamente escuchamos la instrucción: “Levántate, toma al niño y a su madre, y huye …”. Y cada vez, José se levanta, toma al niño y a su madre, y se pone en camino. La santidad de una familia depende de escuchar la voluntad de Dios y obedecerla. José encarna esta disposición. Su obediencia es pronta, valiente e inteligente—tan inteligente que incluso deja espacio para un miedo prudente que, en manos de Dios, se convierte en medio para cumplir las Escrituras.
Si deseamos familias santas hoy, necesitamos padres—y madres—dispuestos a escuchar la voz de Dios y responder con pronta obediencia. Es el deseo de Dios que toda familia sea santa, y que Cristo habite en el centro de ella.




