El histórico viaje del Papa llegaba a su fin, pero aun tendría un último acto, muy esperado por la comunidad católica: la Santa Misa en el estadio Franso Hariri de Erbil.
Tras el almuerzo en el Seminario Patriarcal de San Pedro, el Santo Padre se trasladó ya directamente en coche al Estadio Franso Hariri de Erbil para la celebración de la Eucaristía.
En el estadio Franso Hariri
Se encontró con un estadio repleto de fieles, que esperaban poder ver de cerca al Santo Padre. Se procuraba guardar la distancia de seguridad, sin aglomeraciones. El Papa pudo dar algunos paseos en el papamóvil entre los fieles, para saludarles verles las caras. A las 16:30 hora local (14:30 hora de Roma) el Papa comenzó presidiendo la celebración eucarística en presencia de unos 10.000 fieles.
En la homilía, Francisco comenzó haciendo alusión a la importancia de la centralidad de Cristo y de la Cruz en nuestras vidas, sirviéndose en que «San Pablo nos ha recordado que «Cristo es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,24). Jesús reveló esta fuerza y esta sabiduría sobre todo con la misericordia y el perdón. No quiso hacerlo con demostraciones de fuerza o imponiendo su voz desde lo alto, ni con largos discursos o exhibiciones de una ciencia incomparable. Lo hizo dando su vida en la cruz. Reveló la sabiduría y la fuerza divina mostrándonos, hasta el final, la fidelidad del amor del Padre; la fidelidad del Dios de la Alianza, que hizo salir a su pueblo de la esclavitud y lo guio por el camino de la libertad (cf. Ex 20,1-2)».
Ante la tentación
El Papa recordó que frente a la tentación de la venganza ante injurias y ataques, Jesús nos muestra que es posible otra respuesta, el camino de Dios: «Qué fácil es caer en la trampa de pensar que debemos demostrar a los demás que somos fuertes, que somos sabios… En la trampa de fabricarnos falsas imágenes de Dios que nos den seguridad… (cf. Ex 20,4-5). En realidad, es lo contrario, todos necesitamos la fuerza y la sabiduría de Dios revelada por Jesús en la cruz. En el Calvario, Él ofreció al Padre las heridas por las cuales nosotros hemos sido curados (cf. 1 P 2,24). Aquí en Irak, cuántos de vuestros hermanos y hermanas, amigos y conciudadanos llevan las heridas de la guerra y de la violencia, heridas visibles e invisibles. La tentación es responder a estos y a otros hechos dolorosos con una fuerza humana, con una sabiduría humana. En cambio, Jesús nos muestra el camino de Dios, el que Él recorrió y en el que nos llama a seguirlo».
«En el Evangelio que acabamos de escuchar (Jn 2,13-25), vemos que Jesús echó del Templo de Jerusalén a los cambistas y a todos aquellos que compraban y vendían. ¿Por qué Jesús hizo ese gesto tan fuerte, tan provocador? Lo hizo porque el Padre lo mandó a purificar el templo, no sólo el templo de piedra, sino sobre todo el de nuestro corazón. Como Jesús no toleró que la casa de su Padre se convirtiera en un mercado (cf. Jn 2,16), del mismo modo desea que nuestro corazón no sea un lugar de agitación, desorden y confusión».
Purificar el corazón
«El corazón se limpia, se ordena, se purifica. ¿De qué? De las falsedades que lo ensucian, de la doblez de la hipocresía; todos las tenemos. Son enfermedades que lastiman el corazón, que enturbian la vida, la hacen doble. Necesitamos ser limpiados de nuestras falsas seguridades, que regatean la fe en Dios con cosas que pasan, con las conveniencias del momento. Necesitamos eliminar de nuestro corazón y de la Iglesia las nefastas sugestiones del poder y del dinero. Para limpiar el corazón necesitamos ensuciarnos las manos, sentirnos responsables y no quedarnos de brazos cruzados mientras el hermano y la hermana sufren. Pero, ¿cómo purificar el corazón? Solos no somos capaces, necesitamos a Jesús. Él tiene el poder de vencer nuestros males, de curar nuestras enfermedades, de restaurar el templo de nuestro corazón».
«Para confirmar esto», continúa el Papa, «como signo de su autoridad dice: «Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré de nuevo» (v. 19). Jesucristo, sólo Él, puede purificarnos de las obras del mal, Él que murió y resucitó, Él que es el Señor. Queridos hermanos y hermanas: Dios no nos deja morir en nuestro pecado. Incluso cuando le damos la espalda, no nos abandona a nuestra propia suerte. Nos busca, nos sigue, para llamarnos al arrepentimiento y para purificarnos. «Juro por mi vida —oráculo del Señor Dios— que no me complazco en la muerte del malvado, sino en que se convierta de su mala conducta y viva» (33,11). El Señor quiere que nos salvemos y que seamos templos vivos de su amor, en la fraternidad, en el servicio y en la misericordia».
Dar testimonio del Evangelio
El Papa quiso recordar que Jesús nos envía a dar testimonio fiel del Evangelio, y que con la fuerza del Espíritu Santo, Él tiene el poder de cambiar la vida: «Jesús no sólo nos purifica de nuestros pecados, sino que nos hace partícipes de su misma fuerza y sabiduría. Nos libera de un modo de entender la fe, la familia, la comunidad que divide, que contrapone, que excluye, para que podamos construir una Iglesia y una sociedad abiertas a todos y solícitas hacia nuestros hermanos y hermanas más necesitados. Y al mismo tiempo nos fortalece, para que sepamos resistir a la tentación de buscar venganza, que nos hunde en una espiral de represalias sin fin. Con la fuerza del Espíritu Santo nos envía, no a hacer proselitismo, sino como sus discípulos misioneros, hombres y mujeres llamados a testimoniar que el Evangelio tiene el poder de cambiar la vida».
El Señor nos promete que puede hacernos resurgir a nosotros y a nuestras comunidades de los destrozos provocados por la injusticia, la división y el odio.
«El Resucitado nos hace instrumentos de la paz de Dios y de su misericordia, artesanos pacientes y valientes de un nuevo orden social. Así, por la potencia de Cristo y de su Espíritu, sucede lo que profetizó el apóstol Pablo a los Corintios: «Lo que parece locura en Dios es más sabio que todo lo humano, y lo que parece debilidad en Dios es más fuerte que todo lo humano» (1 Co 1,25). Comunidades cristianas formadas por gente humilde y sencilla se convierten en signo del Reino que llega, Reino de amor, de justicia y de paz».
Ungir las heridas
Las palabras de Cristo ««Destruyan este Templo y en tres días lo levantaré de nuevo» (Jn 2,19)» venían al hilo de las circunstancias, que Francisco aprovechó para asegurar que Cristo «hablaba del templo de su cuerpo y, por tanto, también de su Iglesia». Y que «el Señor nos promete que, con la fuerza de su Resurrección, puede hacernos resurgir a nosotros y a nuestras comunidades de los destrozos provocados por la injusticia, la división y el odio. Es la promesa que celebramos en esta Eucaristía. Con los ojos de la fe, reconocemos la presencia del Señor crucificado y resucitado en medio de nosotros, aprendemos a acoger su sabiduría liberadora, a descansar en sus llagas y a encontrar sanación y fuerza para servir a su Reino que viene a nuestro mundo. Por sus llagas hemos sido curados (cf. 1 P 2,24); en sus heridas, queridos hermanos y hermanas, encontramos el bálsamo de su amor misericordioso; porque Él, Buen Samaritano de la humanidad, desea ungir cada herida, curar cada recuerdo doloroso e inspirar un futuro de paz y de fraternidad en esta tierra».
Y para cerrar la homilía, el Santo Padre aseguró que «la Iglesia en Irak, con la gracia de Dios, hizo y está haciendo mucho por anunciar esta maravillosa sabiduría de la cruz propagando la misericordia y el perdón de Cristo, especialmente a los más necesitados. También en medio de una gran pobreza y dificultad, muchos de ustedes han ofrecido generosamente una ayuda concreta y solidaridad a los pobres y a los que sufren. Este es uno de los motivos que me han impulsado a venir como peregrino entre ustedes, a agradecerles y confirmarlos en la fe y en el testimonio. Hoy, puedo ver y sentir que la Iglesia de Irak está viva, que Cristo vive y actúa en este pueblo suyo, santo y fiel».
Con el pequeño náufrago
Al final de la misa, el arzobispo caldeo de Erbil, S.E. Mons. Bashar Matti Warda, C.Ss.R., dirigió un discurso de saludo y agradecimiento al Santo Padre. Antes de la bendición final, el Papa Francisco dirigió unas palabras de saludo a los fieles y peregrinos presentes y a continuación se reunió con el Sr. Abdullah Kurdi, padre del pequeño Alan, que naufragó con su hermano y su madre en la costa turca en septiembre de 2015 cuando intentaba llegar a Europa. El Papa habló largamente con él y, con la ayuda del intérprete, pudo escuchar el dolor del padre por la pérdida de su familia y expresar su profunda participación y la del Señor en el sufrimiento del hombre. El Sr. Abdullah expresó su gratitud al Papa por sus palabras de cercanía a su tragedia y a la de todos los emigrantes que buscan la comprensión, la paz y la seguridad abandonando su país a riesgo de sus vidas.
Tras despedirse del arzobispo de Erbil, del presidente y del primer ministro de la región autónoma del Kurdistán iraquí, el Santo Padre abandonó el estadio «Franso Hariri» y se trasladó en coche al aeropuerto de Erbil para embarcar en un avión de Iraqi Airways con destino al aeropuerto de Bagdad. A continuación, regresó en coche a la Nunciatura Apostólica.