Originario de Manduria, en Puglia, en el sur de Italia, Fernando Filoni fue creado cardenal en febrero de 2012. Ha sido Sustituto para los Asuntos Generales de la Secretaría de Estado, Nuncio apostólico en Filipinas y luego en Jordania e Irak. Precisamente el Papa Francisco le envió a Irak, como representante suyo, en 2014, después de la grave situación creada tras la proclamación del Estado islámico. En 2015 publicó la monografía La Iglesia en Irak, editada por la Libreria Editrice Vaticana.
Nos describe con gran lucidez la situación del Medio Oriente desde su perspectiva histórica, pero también desde una visión esperanzada en el futuro de aquellos territorios y de las minorías que los pueblan, hoy tristemente atormentadas por la guerra. Nos habla también de la necesidad que tenemos de ser cada vez más una “Iglesia en salida”, algo que el Papa Francisco viene encarnando en su pontificado. Finalmente, analiza el papel y las competencias de la Congregación que dirige, en la perspectiva de un servicio pleno a la misión evangelizadora de toda la Iglesia. El retrato que emerge, como él mismo afirma, es el de una Iglesia “abierta en toda su riqueza a todos los pueblos de todos los continentes”.
Eminencia, en los primeros meses del pontificado Usted iba con frecuencia a dar “lecciones” al Papa –así se ha publicado– sobre la “Iglesia misionera”. ¿Cómo ha vivido aquellos momentos?
—Sigo yendo, y sigo teniendo aquellos encuentros que mi cargo me lleva a tener con el Santo Padre. Fue el Papa mismo, con aquel simpático sentido del humor suyo, el que dijo: “Aquí está el cardenal que me da lecciones”; pero yo no doy lecciones a nadie. El Papa justamente consideró que le era necesario comenzar a tener más familiaridad con los ambientes de África o de Asia. Y es algo importante, porque demuestra cómo el Papa entra en este diálogo con las realidades de una Congregación suya, para dar después una respuesta adecuada a las necesidades de la Iglesia. El elemento de estima y de relación sigue siendo fundamental.
Jóvenes iglesias
¿Cuál es la situación general de la Iglesia en las tierras de misión?
—En términos generales, se puede decir que, sobre todo en África y en Asia, se trata de Iglesias casi siempre jóvenes. En el tiempo del Concilio la evangelización se encontraba en pleno desarrollo y las Iglesias locales estaban todavía dirigidas por nuestros misioneros. Hoy, a distancia de cincuenta años, se puede afirmar que casi todas las Iglesias de aquellas tierras están dirigidas por clero autóctono, con plena responsabilidad sobre sus Iglesias locales.
Los problemas que han surgido son las dificultades típicas de todo crecimiento: por una parte encontramos un gran entusiasmo, pero también han surgido problemas de estabilidad. Evidentemente, estamos todavía en la fase del primer anuncio del Evangelio. Como Congregación, tomamos en consideración este rápido cambio, que no solo abarca el aspecto espiritual, sino también el desarrollo integral de estos territorios.
¿Qué mensaje particular lleva cuanto visita los territorios de misión?
—No hay un mensaje específico de la Congregación. Depende mucho de la realidad que vamos a visitar. El anuncio es de tipo real, en el contexto de la gran realidad de la Iglesia, del Concilio Vaticano II y del desarrollo sucesivo a través de los grandes Papas que hemos tenido hasta el momento presente.
Se trata de hacer sentir a estas Iglesias particulares que son parte del todo de la Iglesia, llamándolas a la corresponsabilidad en su propio futuro y también como participación en la gran misión de la Iglesia. Es importante que una Iglesia tenga siempre conciencia de sí y se pregunte el tipo de futuro que quiere para el país en que se encuentra. Lo relevante, en mi opinión, es estimular a estas Iglesias a que tengan un papel activo dentro de la evangelización y de su propio desarrollo. Son ellas ya las que deben evangelizar, ya no hay misioneros que vengan de fuera… Eso lleva evidentemente a una asunción de responsabilidad, y deberíamos hacerlo todos. Lo mismo habríamos de preguntarnos en Europa: ¿qué Iglesia queremos, y por qué?
A propósito, ¿qué ha de aprender Europa de estas otras experiencias?
—Siempre me ha llamado la atención aquella expresión que utilizó el Papa Benedicto XVI durante sus viajes, por ejemplo a África, y que después ha hecho suya el Papa Francisco: la alegría de la fe de la gente de estas tierras.
A pesar del nivel y de un tenor de vida no fácil –desde luego no a la altura del europeo–, logran manifestar su fe de modo alegre. Benecito XVI decía que a menudo nuestra fe parece un poco triste, de personas resignadas…. En cambio, en estos otros continentes, sobre todo en estas jóvenes Iglesias, se percibe un gran entusiasmo, una gran vivacidad. Son aspectos que nosotros quizá hemos perdido. De modo que es preciso redescubrir el sentido de una fe alegre, de una fe participada.
Se habla mucho de los prófugos y refugiados. ¿Qué falta por hacer en este ámbito por parte de la comunidad internacional?
—Considero que el Papa ha indicado ya en muchas circunstancias y modos cuáles son las carencias fundamentales. No creo pueda añadir nada distinto. Lo que falta es la capacidad de comprender, cuando se trata de prófugos y refugiados, cuáles son sus exigencias reales. No se trata de números; son personas, y a sus espaldas tienen verdaderamente situaciones de gran dificultad. Cuando miro a los ojos a un refugiado, que es una persona y no un número, no puedo permanecer indiferente. Tenemos que aprender, por tanto, a tener una actitud que no sea de miedo, de condicionamientos o lugares comunes que a su vez generan otras dificultades, y mirar más a los ojos de esas personas.
Usted ha sido enviado personal del Santo Padre en Irak, donde ha sido también nuncio. ¿Qué sucede allí?
—Para simplificar, podría decir esto: Irak es una tierra antigua, rica en culturas, en historia, en lenguas; pero en cuanto país es relativamente joven, con poco más de noventa años de vida, con fronteras trazadas por los occidentales, que se han repartido las zonas de influencia de un imperio otomano colapsado. Por consiguiente, no es la expresión de un pueblo, sino de muchos pueblos con culturas muy diversas, que se han encontrado en la situación de manifestar, dentro de ciertos confines, una visión nacional que, sin embargo, había que construir. Esta construcción ha sido muy difícil, y no se ha conseguido. Existen distintos grupos, desde los chiítas, sunitas, cristianos y kurdos hasta otras minorías antiquísimas, pero numéricamente más limitadas, que no se han amalgamado; no ha surgido un único sentimiento, y ha predominado quien tenía el poder.
¿Ve alguna solución?
—Es claro que no se puede imponer la democracia. Además, ¿qué democracia? Es difícil, porque las culturas y los modos de concebir una comunidad son distintos. También es arriesgada la llamada democracia numérica, porque indica que una mayoría puede dominar a una minoría, aunque ésta sea relevante, e imponerle cosas que generan insatisfacción, si no lucha. En un territorio complicado como es Irak no se puede pensar en uniformar todo de manera simplista; hay que dar paso a aquella necesaria entidad nacional que ciertamente hay que ayudar a crecer, pero hay que respetar también las entidades particulares. Se trata de superar planteamientos de dominación del otro, y eso requiere mucha ayuda y mucha buena voluntad.
En su último libro “La Iglesia en Irak” habla Usted de una “Iglesia heroica”…
—Es la historia de la Iglesia caldea, de la Iglesia asiria que la muestra… Desde el momento de su nacimiento, a raíz de la evangelización apostólica, se ha convertido siempre en tierra de conflicto: según se han sucedido los enfrentamientos por el poder, los cristianos se han ido haciendo objeto de contraposición y han sido quienes sufrían más.
Desde los primeros siglos, por tanto, la religión ha sido sustancialmente un elemento de discriminación, y lo mismo ha ocurrido en los siglos sucesivos con las diversas invasiones. Esta Iglesia de Oriente, que se ha esparcido sobre todo hacia el Asia Central y el Extremo Oriente –hasta contar incluso con 20 sedes metropolitanas y decenas de sedes episcopales y llegar a China y Pekín–, ha sido luego completamente suprimida. Son historias de sufrimientos, por no relatar las más recientes. Esta estela de padecimientos es la que me ha llevado a escribir el libro.
Oriente Medio
¿Qué otra contribución pueden ofrecer los cristianos con respecto a los conflictos y guerras?
—El Papa Francisco lo ha indicado muy bien. El cristiano, por ejemplo, no piensa que lo primero que hay que hacer cuando un Estado tiene riquezas, que son parte de la vida de un pueblo, es comprarse armas. Otra actitud es la de no ver las relaciones entre los Estados solamente en términos de conflicto; esa conflictividad es, en efecto, la que lleva a armarse, y cuando se tiene un arma uno se siente dispuesto a usarla.
Un tercer aspecto se refiere al derecho. Se sea mayoría o minoría, no se trata de rivalizar por ser el más fuerte. En cuanto miembros de una realidad humana, social y política, todos tienen el derecho de vivir y profesar aquello en lo que creen, que puede ser un ideal, una fe, una profesión libre, pero también un modo de coordinarse o de organizarse. Hasta que no entremos en esta perspectiva, tendremos siempre conflictividad. Después de todo, la visión del cristiano, en el plano de un sano pensamiento social, no es diferente de la que también se tiene en el mundo. Pero con una carga más, según la cual el respeto al otro, su valor y su importancia es un aspecto profundamente cristiano, y es la enseñanza que nos viene también de la fe.
¿Cómo ve el futuro del Medio Oriente?
No tengo una bola de cristal, pero quiero hablar esperanzadamente del Medio Oriente, que es una tierra compuesta de pueblos, culturas y civilizaciones. ¿Por qué no habría de ser posible encontrar una convivencia fundada sobre el respeto al otro, sobre el derecho y sobre el desarrollo de los pueblos? ¿Por qué hacer prevalecer siempre elementos de tipo religioso, de intolerancia hacia el otro pueblo, hacia el otro grupo…? Esta mentalidad debe ser absolutamente superada, o de otro modo la conflictividad permanecerá latente. Mi deseo es pasar a esta nueva visión, que implique no sólo a los diferentes países presentes en estas tierras, sino también a esas realidades en las que se vive la fe, empezando por el islam y el cristianismo.
¿Las tierras de misión son también escenario del martirio de cristianos? ¿Qué debemos aprender de esos testimonios?
—A propósito del martirio, en la Congregación para la Evangelización de los Pueblos publicamos todos los años las estadísticas de ese fenómeno, por medio de la Agencia Fides. Por ejemplo, en 2015 han sido asesinados al menos 22 agentes pastorales: sacerdotes, religiosos, laicos y obispos; desde 2000 a 2015 los mártires en el mundo han sido casi cuatrocientos, entre ellos 5 obispos.
Es casi imposible que el anuncio de la fe no requiera a veces el sacrificio de la propia vida. Esto nos lo dice Jesús en el Evangelio: “Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros”. El anuncio del Evangelio es siempre incómodo, más allá incluso de la vida humana. La fe misma a veces es objeto de martirio, por lo que anuncia, por la justicia que reclama, por la defensa de los pobres…
Caridad es proximidad
Uno de los lemas del pontificado del Papa Francisco es el de una “Iglesia en salida”. ¿Cómo vivir este dinamismo?
—El Santo Padre no sólo habla de Iglesia en salida, sino que él mismo muestra lo que esto significa. Venimos de un año tan importante como el Jubileo de la Misericordia y, casi como un gran párroco de toda la Iglesia, el Papa nos ha hecho ver cómo entiende él este dinamismo. Después, cada uno de nosotros está llamado a traducirlo, de acuerdo con la tarea que desarrolla en la Iglesia. Como Prefecto de esta Congregación, considero que estamos en salida en el momento en que nos hacemos próximos a todas aquellas situaciones que encontramos en las diversas diócesis, y no sólo en el servicio de comunión que de modo recíproco nosotros les prestamos y también ellas ofrecen a la Iglesia universal.
¿Cómo son percibidos desde tierras lejanas “Roma” y el pontificado del Papa Francisco?
—Cuando viajo compruebo un gran afecto. En América Latina, por ejemplo, se percibe una toma de conciencia respecto al hecho de que lo que comunica y manifiesta el Papa es fruto de una profunda experiencia de vida que proviene de ese mismo continente.
Igualmente sucede en África: la gente está profundamente admirada por este modo con que el Papa interpreta su visión pastoral de sacerdote, de obispo, de Papa, hacia todos y sin fronteras. También en continentes que son culturalmente diversos hay una profunda admiración. No lo digo por adulación y quizá quien no aprecia mucho estos aspectos ve problemáticas en ellos. No olvidemos que también ante lo que hacía Cristo, por ejemplo una obra buena, había quien lo admiraba y quien, en cambio, lo despreciaba.
Servicio a la evangelización
¿Cuál es el “estado de salud” de su Congregación como organismo de la Curia Romana?
—Resulta obligado estar siempre en plena sintonía. Nuestra Congregación no existe en cuanto organismo, sino en cuanto instrumento por la solicitud del Papa en orden a la evangelización. Esta es la finalidad por la que nosotros nos guiamos y por la cual existimos: ser verdaderamente diaconía, servicio, en las manos del Papa y de las Iglesias territoriales para su crecimiento.
A menudo Propaganda Fide es percibida como un gran ente de poder que mueve muchos recursos: ¿qué responde?
—No sé si hay un mito en torno a esta realidad. No podemos negar que los fieles en el curso de los siglos siempre han visto la obra misionera como algo que les pertenece, y han querido participar en ella de algún modo. Quien no ha podido hacerlo personalmente ha sostenido esta obra materialmente, dejando sus bienes. Nosotros tenemos una tarea, y es la de una buena, sana y transparente administración de estos bienes.
La cuestión no se refiere a la cantidad sino a la finalidad que tenemos, y ésta guarda relación con el desarrollo de la Iglesia misionera en todas sus formas, desde la humana a la cultural, social, evangélica, o hasta aquella en la que hay necesidad de proveer a un buen edificio, una buena escuela, un buen dispensario y tantas cosas más.
¿En qué punto están las relaciones con el continente asiático en general?
—Considero que el Papa san Juan Pablo II, cuando quiso el Sínodo extraordinario para Asia, trazó bien el camino a seguir en cuanto a este enorme continente tan variado, donde los cristianos son minoría. Señaló que el tercer milenio debe mirar a Asia y al anuncio del Evangelio en este continente. Pienso que esto es todavía profundamente válido y debe inspirar nuestro servicio.
La evangelización, como dice el Papa Francisco, se ha de hacer apoyándose en dos grandes manos: mediante el anuncio verdadero del Evangelio, que es primario, y al mismo tiempo con el testimonio, el contacto. En el contacto, en efecto, testimoniamos lo que somos.
Hace poco que ha terminado el Año Santo de la Misericordia. ¿De qué aspectos de este año jubilar guarda un recuerdo especial?
—Dos aspectos. Por un lado, el hecho de que el Papa Francisco haya vuelto a poner en el centro y en el corazón de toda la Iglesia la misericordia, como elemento central de la fe. El otro elemento se refiere a cómo esta misericordia se hace cercana, y el modo en que el Santo Padre lo ha interpretado como persona y como sacerdote y obispo. Esto ha impresionado muchísimo a los fieles.
En cualquier lugar al que acudo noto un desarrollo enorme de esta dimensión: no de una obra social a realizar, sino de un amor que es misericordioso y se ocupa de los demás.
¿Cómo ve a la Iglesia hoy?
—En lo que a mí se refiere, debo decir que, así como en el gran plan de la Providencia ha habido un periodo en el que la Iglesia llamada occidental ha tenido un papel preeminente en todos los campos –cultural, teológico, filosófico, humano, social… que todavía permanecen, aun en manera numéricamente reducida–, hoy nos encontramos integrados en una realidad vivísima expresada por las Iglesias africana, asiática, de Oceanía, de América Latina. Gracias a Dios, tenemos ahora una visión de la Iglesia más global. Me gusta pensar en aquella bonita imagen que muestra al Papa Juan XXIII con el mapamundi, y pensar que mientras lo mueve mira como en perspectiva a una Iglesia transformada en una realidad global, ya no quieta en un continente o en un lugar particular de la tierra. Esta es la Iglesia que veo hoy, abierta en toda su riqueza a todos los pueblos de todos los continentes.