Vaticano

León XIV: «Que no nos venza la indiferencia hacia quien sufre, porque Dios no es indiferente a nuestras miserias»

El Papa subraya en la Misa de Navidad y en la bendición "urbi et orbi" cómo las fascinación ante el Niño Dios mueve a la entrega hacia los demás. 

Javier García Herrería·25 de diciembre de 2025·Tiempo de lectura: 6 minutos
indiferencia

CNS photo/Vatican Media

En la mañana del 25 de diciembre, dentro de la basílica de San Pedro, el Papa ofreció una homilía situando la celebración navideña en su dimensión más universal y humana, recordando que «en todo el mundo, la Navidad es una fiesta de música y de cantos por excelencia», un tiempo en el que la alegría se expresa como un anuncio que atraviesa pueblos y culturas y nos saca de la indiferencia hacia el prójimo.

Pero esa alegría, explicó, no es superficial ni evasiva. Brota del don mismo de Dios, un don que no se impone, sino que llama y espera. «El don de Dios es fascinante, busca acogida y mueve a la entrega», afirmó, subrayando que su fuerza reside precisamente en su vulnerabilidad. Es un don que «nos sorprende porque nos expone al rechazo» y que «nos atrae porque nos arrebata de la indiferencia». En esa tensión —entre atracción y riesgo— se juega la autenticidad de la fe cristiana.

Filiación divina

El Papa profundizó entonces en una de las ideas centrales de su homilía: la filiación divina no como concepto abstracto, sino como una capacidad concreta de vivir de otro modo. «Llegar a ser hijos de Dios es un verdadero poder», afirmó, aunque advirtió que ese poder queda sofocado cuando el corazón se encierra. Ese don, dijo, «queda enterrado mientras permanecemos indiferentes al llanto de los niños y a la fragilidad de los ancianos, al silencio impotente de las víctimas y a la melancolía resignada del que hace el mal que no quiere».

La indiferencia, más que el pecado visible, es presentada como el gran enemigo del Evangelio.

Ayudar al prójimo

En este contexto, el Papa evocó unas palabras de «el amado Papa Francisco», citadas expresamente para volver a llamar a la «alegría del Evangelio». Recordó cómo Francisco advertía que «a veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor». Frente a esa tentación, resonó con fuerza la llamada directa de Jesús: «Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás». La fe, insistió, no se vive desde la asepsia, sino desde el contacto.

Ese contacto se hace aún más urgente porque, como recordó el Pontífice, la Encarnación ha cambiado para siempre el lenguaje de Dios. «Puesto que el Verbo se hizo carne, ahora la carne habla, grita el deseo divino de encontrarnos». Y esa carne tiene hoy nombres y rostros concretos. «El Verbo ha establecido su tienda frágil entre nosotros», dijo, invitando a mirar las realidades más dolorosas del presente.

Ver la fragilidad ajena

Hizo referencia directa a la situación en Tierra Santa: «¿Y cómo no pensar en las tiendas de Gaza, expuestas desde hace semanas a las lluvias, al viento y al frío, y a las de tantos otros desplazados y refugiados en cada continente, o en los refugios improvisados de miles de personas sin hogar en nuestras ciudades?». La fragilidad, subrayó, no es una idea, sino una condición real: «frágil es la carne de las poblaciones indefensas, probadas por tantas guerras en curso o terminadas dejando escombros y heridas abiertas».

En uno de los pasajes más densos de la homilía, el Papa vinculó esa mirada compasiva con el nacimiento de la paz verdadera. «Cuando la fragilidad de los demás nos atraviesa el corazón, cuando el dolor ajeno hace añicos nuestras sólidas certezas, entonces ya comienza la paz». No una paz construida sobre equilibrios de poder, sino «la paz de Dios», que «nace de un sollozo acogido, de un llanto escuchado». Es una paz que «nace entre ruinas que claman una nueva solidaridad» y que se alimenta de «sueños y visiones que, como profecías, invierten el curso de la historia».

Bendición urbi et orbi

Desde la logia central de la fachada de la basílica de San Pedro, el Papa impartió la bendición urbi et orbi de Navidad con un mensaje centrado en la paz entendida no como un equilibrio impuesto, sino como una tarea que nace de la conversión personal.

Ante los fieles reunidos en la plaza y los millones de personas que siguieron el acto en todo el mundo, el Pontífice afirmó con claridad: «Hermanas y hermanos, este es el camino de la paz: la responsabilidad». Subrayó que el cambio real comienza cuando cada persona abandona la lógica de la acusación y asume su propia parte de culpa. Si cada uno, dijo, «en lugar de acusar a los demás, reconociera ante todo sus propias faltas y pidiera perdón a Dios», y si al mismo tiempo supiera «ponerse en el lugar de quienes sufren» y fuera «solidario con los más débiles y oprimidos», entonces, aseguró con convicción, «el mundo cambiaría».

Jesucristo, paz del mundo

El Papa enraizó esta llamada en el corazón del misterio cristiano, recordando que la paz tiene un rostro y un nombre. «Jesucristo es nuestra paz», proclamó, explicando que lo es «ante todo porque nos libera del pecado» y porque «nos indica el camino a seguir para superar los conflictos, todos los conflictos, desde los interpersonales hasta los internacionales».

Insistió en que no puede haber una paz auténtica sin una liberación interior previa, ya que «sin un corazón libre del pecado, un corazón perdonado, no se puede ser hombres y mujeres pacíficos y constructores de paz». Por eso recordó que «Jesús nació en Belén y murió en la cruz: para liberarnos del pecado». En este horizonte, afirmó con fuerza que «Él es el Salvador» y que, sostenidos por su gracia, «cada uno de nosotros puede y debe hacer lo que le corresponde para rechazar el odio, la violencia y la confrontación, y practicar el diálogo, la paz y la reconciliación».

Repaso por algunos lugares

En el día de Navidad, el Pontífice quiso hacer llegar una palabra de cercanía a las comunidades cristianas que viven en contextos de especial sufrimiento. «Deseo enviar un saludo efusivo y paternal a todos los cristianos que viven en Medio Oriente«, afirmó, evocando el reciente encuentro con ellos durante su primer viaje apostólico. Desde esa cercanía pastoral, elevó una súplica concreta al Señor, diciendo: «A Él imploramos justicia, paz y estabilidad para el Líbano, Palestina, Israel y Siria«.

La bendición se extendió también al continente europeo, confiado explícitamente al «Príncipe de la Paz». El Papa pidió que Europa conserve «un espíritu comunitario y colaborativo», que sea «fiel a sus raíces cristianas y a su historia» y que permanezca «solidaria y acogedora con los que están pasando necesidad». En este contexto, invitó a rezar «de manera especial por el atribulado pueblo ucraniano, para que cese el estruendo de las armas», una petición sobria que resonó con fuerza en medio del silencio de la plaza.

La oración del Papa abrazó a continuación a todas las víctimas de los conflictos armados del mundo, confiándolas «al Niño de Belén». Imploró «paz y consuelo para las víctimas de todas las guerras que se libran en el mundo, especialmente aquellas olvidadas», y para quienes sufren «a causa de la injusticia, la inestabilidad política, la persecución religiosa y el terrorismo». Con especial atención, recordó «de manera especial a los hermanos y hermanas de Sudán, Sudán del Sur, Malí, Burkina Faso y la República Democrática del Congo«, poniendo rostro a tragedias a menudo silenciadas.

En el marco de «estos últimos días del Jubileo de la Esperanza», el Papa invitó a rezar «por el querido pueblo de Haití«, pidiendo que «cese en el País toda forma de violencia» y que la nación pueda avanzar «por el camino de la paz y la reconciliación». Su mirada se dirigió también a América Latina, al pedir que «el Niño Jesús inspire a quienes tienen responsabilidades políticas» para que, frente a los desafíos actuales, «se le dé espacio al diálogo por el bien común y no a las exclusiones ideológicas y partidistas».

Asia ocupó igualmente un lugar destacado en la bendición. El Pontífice pidió al Príncipe de la Paz que «ilumine a Myanmar con la luz de un futuro de reconciliación», que «devuelva la esperanza a las generaciones jóvenes» y que «guíe a todo el pueblo birmano por los caminos de la paz», acompañando a quienes viven «sin hogar, sin seguridad y sin confianza en el mañana».

Asimismo, imploró que «se restablezca la antigua amistad entre Tailandia y Camboya» y que las partes implicadas continúen esforzándose «por la reconciliación y la paz». Su oración se extendió también «a los pueblos del sur de Asia y de Oceanía«, duramente golpeados por «recientes y devastadoras catástrofes naturales» que han afectado gravemente a poblaciones enteras.

Cierre del año jubilar

En la parte final de su mensaje, el Papa lanzó una advertencia directa a las conciencias, llamando a no ceder a uno de los grandes males de nuestro tiempo: «No dejemos que nos venza la indiferencia hacia quien sufre, porque Dios no es indiferente a nuestras miserias».

Y, al recordar que «en pocos días terminará el Año Jubilar», ofreció una palabra de esperanza que trasciende el cierre de las celebraciones: «Se cerrarán las Puertas Santas, pero Cristo, nuestra esperanza, permanece siempre con nosotros». Con una imagen de gran fuerza espiritual, concluyó afirmando que «Él es la Puerta siempre abierta, que nos introduce en la vida divina».

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