La vida, generalmente, en occidente, es larga; cada vez más larga gracias a tanto avance médico y tecnológico. La vida pasa por muchísimas circunstancias, su coyuntura es cambiante, y va conformando a uno mismo. Experimentamos lo de que en la vida no se hacen cosas neutras: las cosas que se realizan conforman una vida; y sí, es cierto lo del “dime con quién vas y te diré quién eres”.
Busco en el DRAE el significado de vocación y me encuentro, como suele suceder, con varias acepciones: inspiración con que Dios llama a algún estado, especialmente al de religión; inclinación a un estado, una profesión o una carrera; convocación, llamamiento.
Me quedo con la última: convocación, llamamiento. Porque engloba los otros significados, y porque de hecho se refiere tanto a realidades humanas como divinas. Es cierto que uno tiene vocación profesional, además de vocación sobrenatural.
Podríamos decir que uno tiene vocación si la realidad que sea –Dios, la ocupación laboral, la familia a formar, etc.– “convoca” o “llama” a una dedicación específica, a la que uno se entrega, con sentido de misión, y a ella dedica su vida.
Para tal misión hay quien llama o convoca, tira de uno; alguien –Dios para los creyentes– o algo –la propia misión, que me atrae para que a ella me dedique–. Así es.
Cuántas veces, además, quien se había criado en un ambiente, o estudiado para una profesión específica, acaba desarrollándose en otros sectores, y desempeñando quehaceres distintos a la teoría previamente aprendida.
Me voy sintiendo llamado, convocado a una misión, a lo largo de mi vida. Y esa misión –vocación– puede surgir en cualquier momento, porque cada uno es como es y percibe lo que percibe cuando lo percibe.
¿Es posible que ya sea tarde?
Se usa el término “vocación tardía” sobre todo en el ámbito divino o sobrenatural, aunque es algo inexacto y, en todo caso, no debiera tener connotación negativa.
Quienes descubren la llamada divina al sacerdocio o a la vida consagrada ya a cierta edad, y tras años de trabajo, sin haber estudiado en el seminario menor o frecuentado la parroquia en su juventud, saben que para Dios no hay tiempo, y que llama cuando y a quien quiere para una u otra misión.
Podríamos decir que solo “humana o cronológicamente” son vocaciones tardías. Si para Dios, como decíamos, no hay tiempo, ¿qué más da que responda a lo que me diga –a su llamamiento– antes o después? Bien mirado, nunca habrá un pronto o tarde.
Porque lo importante, como casi en todo, es la calidad y no la cantidad; el fruto de la correspondencia a la vocación recibida dependerá en esencia de la calidad con que se desarrolla, y en menor grado de la cantidad de tal desarrollo.
Muchas veces, y de eso son testigos los formadores de seminarios, conviene que el candidato antes de su ordenación amplíe el período de discernimiento, o espere a terminar sus estudios civiles comenzados, o se desarrolle profesionalmente durante un período. Todo ello por motivos prudenciales y formativos.
¿Y qué decir de la vocación –sí, vocación– al matrimonio? Desde la óptica de la fe, como sacramento que es, si se recibiera en la madurez de la vida, solo humanamente cabría calificarla de tardía, porque la gracia divina y por tanto el compartir con Dios la vida conyugal no son cuantitativamente medibles.
Cosa distinta es la de quien viera que Dios le llama a alguna misión concreta y demorara la respuesta: entonces sí podría decirse que “llega tarde”. Pero aun así debería convencerse de la profundidad misteriosa ya mencionada al afirmar que para Dios no hay tiempo.
Además, recibida la vocación, se va conformando poco a poco, y cada cosa a su tiempo. Por ejemplo, santa Teresa de Jesús, tras veinte años como religiosa y a los treinta y nueve años, descubrió su verdadera vocación de reformadora, poniendo en marcha la primera fundación casi habiendo cumplido los cincuenta años.
Leí el otro día un reclamo publicitario y me llevó a pensar en la influencia del tiempo en la vida de uno mismo, y asimismo me llevó a pensar en cuantísimo bien puede hacer una vida aprovechada. Pensé en las posibles vocaciones tardías, pero sobre todo en que siempre son fructíferas. Y di un paso más en mi discurso, y añadí tras el “fructíferas” un “por su fidelidad y para su felicidad”.
De la fidelidad –a la vocación– a la felicidad hay solo un paso
En esta vida necesitamos saber para lo que hemos sido llamados. O, dicho de otro modo, cuál es su sentido para cada uno. Y ello, según decíamos, en todos los ámbitos de desarrollo que podamos pensar, marcadamente en el espiritual.
El sentido de realización, el hacer lo que debo hacer y estar en lo que haga, es inherente a la respuesta a esa llamada o vocación. Y realizarse es ser feliz. Porque efectivamente toda la humanidad cuenta con una llamada o vocación, que se llama felicidad: a ella tiende, a ella se debe, ella le corresponde.
Una vida coherente, consecuente, con aquello para lo que debe ser vivida, y que siempre será algo bueno en sí mismo, es una vida feliz.