El monasterio de Santa Clara de la vizcaína ciudad de Orduña llevaba veinte años cerrado desde que la anterior comunidad de hermanas tuvo que dejarlo por falta de vocaciones. La historia de ese edificio del siglo XV parecía abocada, como tantos otros, a la ruina o a convertirse en un parador nacional. Pero ni la ruina ni la hostelería serían el destino final de este lugar centenario. Una nueva comunidad de hermanas clarisas volvió a sentir la llamada del Señor y se dispuso a la aventura de llenar de vida espiritual este emblemático lugar.
La palabra aventura describe bastante bien la acción en la que se embarcaron estas pocas hermanas. Algo que, de todas formas, no era nuevo para ellas. Ya unos años antes habían reflotado el monasterio de Belorado, en Burgos, y ahora sentían la llamada de la Iglesia y del Señor, a embarcarse en esta nueva misión. Una comunidad de cinco o seis hermanas podrían ir a tierras vascas y poner en marcha el antiguo monasterio de santa Clara. Estas hermanas pobres volvieron a escuchar el antiguo clamor del Cristo de San Damián a Francisco, ‘reconstruye mi Iglesia, que amenaza ruinas’. Literalmente.
Con la ayuda de jóvenes
La obra se hacía ingente. Poner en marcha un monasterio de grandes dimensiones, abandonado durante veinte años, era algo que superaba a estas mujeres. Pero precisamente la necesidad puso en marcha el motor de la solidaridad, y han sido doscientos cincuenta jóvenes los que este verano han acudido a Orduña a echar una mano a estas hermanas. La procedencia ha sido de lo más variada. Allí han estado trabajando desde alumnos de Religión de institutos públicos con sus profesores, hasta una parroquia del madrileño barrio de Villaverde, el colegio arzobispal de Madrid, seminaristas, o miembros de diversos movimientos eclesiales como el Grupo Juan Pablo II o la Milicia de Santa María. Todos con un común denominador, muchas ganas de ayudar y poca experiencia en el trabajo manual. Porque ni que decir tiene que estos chicos y chicas de la era digital era la primera vez que cogían una azada con sus manos (¿una qué?), un pico, una pala o ni siquiera una escoba.
Pero precisamente ese ha sido el primer gran aprendizaje para estos jóvenes. El valor del trabajo manual. Cansarse, sudar, aguantar el bochorno del sol, que te salgan callos en las manos… ha sido una nueva experiencia que les puede enseñar mucho para la vida. Quizás no haya mejor manera de cultivar la resiliencia, como dicen hoy, que aguantar una horas al sol quitando ortigas con la azada. Sobre todo si lo haces en pantalón corto.
El ideal franciscano
Otra gran lección que han recibido estos jóvenes ha sido el poder compartir la vida con las hermanas, conocer de primera mano a contemplativas que dedican toda su vida a orar, a hablar con Dios. Las preguntas que les surgían a los jóvenes podían hacérselas directamente a las hermanas, y compartir con ellas así sus inquietudes. Porque estos jóvenes llegaban al monasterio con ganas de ayudar, pero también con muchas heridas y preguntas en el corazón. Y necesitaban abrirse a alguien que pudiera escucharles. El ideal franciscano, la experiencia vital de santa Clara, se encarnaba en esas mujeres y se hacía sabiduría para los jóvenes de hoy. La pobreza y la austeridad, el deseo de fraternidad, el cuidado de la naturaleza, la llamada a la misión, reconstruir la propia vida y la sociedad entera… no eran historias del pasado sino demandas urgentes de nuestro corazón, necesidades del mundo de hoy.
Con uno de los grupos ha estado un director de cine católico, Francisco Campos, director de películas como «El Rocío es compartir», «El colibrí» o «Jesucristo vive». En un momento me preguntaba si es fácil encontrar muchos jóvenes dispuestos a vivir así: levantarse pronto, dormir en el suelo, trabajar duro, acostarse pronto para poder rendir al día siguiente…. ¡y encima pagar por ello! Cuando me comentaba esto no pude menos que acordarme de dos jóvenes de un instituto de Móstoles que me dijeron que era el mejor plan que se les había ofrecido nunca.
Y es que quizás tuviese razón el venerable jesuita Tomás Morales cuando repetía aquello de que «al joven si se le pide poco no da nada, si se le pide mucho, lo da todo». En realidad pienso que muchos más jóvenes responderían a una llamada como esta, a dar su tiempo por los demás, si hubiese adultos, educadores, que se atreviesen a hacerles la propuesta. Y que estuviesen dispuestos a vivir con ellos, trabajando codo con codo, estos días. Porque nadie puede proponer algo si uno mismo no está dispuesto a vivirlo. Sencillamente no sería creíble.
Un aire fresco
El resultado final ha sido mayor del que esperábamos inicialmente. Se ha avanzado mucho en limpieza, picando muros, quitando maleza… aunque todavía queda mucho que hacer, claro. Pero, sobre todo, estos jóvenes han podido revivir el espíritu de san Francisco de Asís. Y como si de un signo se tratase, un aire fresco se respiraba estos días en Orduña. Estos jóvenes han conseguido traer vida y esperanza a todos los que hemos pasado por el monasterio de santa Clara. Mirándoles no podíamos menos que recordar a Francisco en san Damián reconstruyendo materialmente una pequeña ermita, pero empezando a reconstruir la Iglesia de Cristo volviendo a las raíces del evangelio vivido sin glosas.
En medio de una pandemia mundial, en un mundo que busca un nuevo reinicio, que necesita ser reconstruido en sus relaciones, desde sus propios cimientos, estos jóvenes nos indican el camino que podemos emprender. Dejarse interpelar por Cristo mismo y por las necesidades de los hermanos, buscar amigos de Dios con los que compartir la vida, ponerse a trabajar sin grandes discursos, sencillamente.
Y para los educadores la gran llamada a seguir creyendo en los jóvenes, porque en el corazón del joven de hoy sigue latiendo una llamada al heroísmo, a la generosidad, a la entrega desinteresada. Sí, ese es el gran reto para los educadores. Creer en los jóvenes, como Dios creyó en Francisco cuando todavía era un muchacho, como Dios ha creído en estos doscientos cincuenta jóvenes que se han acercado a Orduña este verano.