Es la pregunta que se plantea en el título de uno de sus libros (Rialp, Madrid 2020) el matemático, profesor emérito de filosofía de la ciencia de la universidad de Oxford, John C. Lennox.
Afirma que en ocasiones algunos confunden al verdadero Dios con las divinidades mitológicas, con los dioses fabricados para “tapar los agujeros”. Es decir, la religión sería la explicación de lo que no entendemos, hasta que llega la ciencia y lo explica; y, entonces, sobran esos dioses mágicos.
Pero, en realidad, el Dios revelado es el que creó todo, no solo lo que no entendemos: es quien da razón de todo cuanto existe. La fe no es una superstición para rellenar vacíos sino el fundamento primero y el sentido último de la vida. La pregunta “¿quién creó a dios?” sirve para los ídolos, meras deformaciones irreales, no para el Dios verdadero increado. Él es la causa de todo cuanto existe.
Los materialistas pretenden que hay una alternativa ineludible entre la ciencia y Dios, pero realmente esa imagen de dios que proponen no es más que una caricatura. Además, su ciencia pretende constituirse reductivamente en el único saber consistente y verificable, capaz de explicarlo todo, excluyendo otras fuentes de conocimiento; y ello de modo apriórico y dogmático, sin base científica que lo avale.
Ciertamente, las explicaciones científicas son válidas, pero parciales y limitadas. Hay otro tipo de explicaciones plausibles y complementarias. Los científicos sabios evitan la arrogancia absurda de pretender que su conocimiento y su método es el único aceptable. Hay otros enfoques y perspectivas válidos y necesarios.
El libro
En efecto, la ciencia no responde a las cuestiones de sentido o de antropología y ética; no puede hacerlo, porque su método de trabajo no lo permite. En cambio, la filosofía, la moral y la cultura, basadas en la lógica metafísica, en las mejores tradiciones de los pueblos y en la experiencia común, dan respuestas a la búsqueda de sentido de la vida y del obrar humanos, incluida la actividad científica. Una ciencia sin apertura a la sabiduría humana y divina, se convierte en un poder perverso, terrible. En cambio, el buen humanismo orienta rectamente el sentido de la ciencia al servicio del hombre.
El gran engaño del positivismo excluyente es la pretensión de que las leyes de la naturaleza explican la realidad misma de la naturaleza. Así ocurre, por ejemplo, con la gravedad, la energía, el tiempo: la ciencia indaga su estructura, pero no alcanza su esencia y su causa última en el conjunto del universo. Pues la ciencia explica en un cierto nivel. Pero ha de tener humildad y apertura al resto de las fuentes de conocimiento, pues afirmar que la ciencia es el único saber válido es falso, ridículo y acientífico.
La ciencia explica en un cierto nivel. Pero ha de tener humildad y apertura al resto de las fuentes de conocimiento.
José Miguel Granados
Además, también es sensato acoger la revelación sobrenatural del Dios personal que se comunica con los hombres. La fe cristiana no es una mera ficción contraria a la evidencia: no es ciega sino luminosa. De hecho, ofrece abundantes signos y pruebas para creer, como los milagros, las profecías, la lógica y belleza de la doctrina cristiana, que satisface los profundos deseos del corazón, la admirable figura de Cristo, la santidad de tantas vidas de creyentes, la plenitud humana y de civilización que ha traído el evangelio.
El reduccionismo del cientifismo materialista y ateo, que pretende que el mundo carece de finalidad y de inteligencia creadora, aboca al caos o al absurdo. Sin embargo, los códigos genéticos, con miles de millones de signos en perfecto orden, hablan de una mente ordenadora superior. La casualidad o el azar como explicación de la naturaleza es irracional, ilógica e imposible. Hay un diseño inteligente que remite a un Diseñador personal. Hay un lenguaje en la creación que remite a su Autor trascendente.
Los científicos ateos y materialistas dicen confiar en su cerebro como mera función orgánica, pero paradójicamente no creen en una Razón creadora que está en su origen. La racionalidad humana es también evidencia de una Razón personal creadora como su causa. Sin un Dios que es la Razón suprema de la naturaleza, que es la Mente del universo, la ciencia no sale de la pura irracionalidad, y queda abocada al determinismo, a la fatalidad o al sinsentido.
Como se afirma en el prólogo del evangelio de san Juan, “al principio existía el Verbo”, el Logos, que es la Razón divina y el Sentido originario del cosmos. “Por él fueron hechas todas las cosas”. En todas las criaturas deja la huella, la impronta de su armonía y de su equilibrio, conforme a una finalidad, a un diseño originario inteligente. Él es la clave del cosmos y de la historia.
Las ciencias descubren y describen las leyes de la naturaleza, con grandes esfuerzos y logros, pero también con enormes limitaciones. En cambio, Dios crea esas leyes, ese orden: es su causa. En definitiva, la verdadera ciencia entierra el ateísmo materialista pretendidamente científico, porque para hacer ciencia se requiere al Dios personal -eterno y sabio, todopoderoso y bueno- como fundamento de la racionalidad y del orden de la naturaleza.