El tiempo de Adviento se caracteriza por una tensión entre dos polos: por una parte, es la espera de la segunda venida de Cristo; por otra, es la preparación para la solemnidad de la Navidad.
El sentido se comprende fácilmente. Puesto que esperamos la segunda venida de Cristo, cuando el tiempo tal como lo conocemos llegará a su fin y toda la creación alcanzará su plenitud, es precisamente por esto por lo que nos preparamos para la Navidad: porque es una celebración del gran misterio de nuestra salvación, que comienza con la Encarnación del Verbo en el seno de la Virgen María.
Este doble sentimiento que caracteriza el tiempo de Adviento está presente también en la división que lo caracteriza: la primera parte –toda ella dominada por referencias escatológicas– abarca desde el primer domingo hasta el 16 de diciembre; y luego, del 17 al 24 de diciembre, la llamada Novena de Navidad nos devuelve al tiempo y al lugar de la primera venida.
Precisamente en esta tensión nos inserta el primero de los dos textos del prefacio de Adviento, que ya desde su título (“De duobus adventibus Christi”) indica como tema de la acción de gracias a Dios la doble venida de Cristo, y se desarrolla todo ello en paralelismos (primera venida…vendrá de nuevo – humildad de la naturaleza humana… esplendor de la gloria – antigua promesa… reino prometido, etc.) que ponen de relieve el “ya y todavía no” de nuestra salvación. Esto sitúa a la comunidad cristiana en una perspectiva histórico-dinámica: vive ya de Cristo, presente en medio de los suyos, pero no pierde de vista la tensión escatológica hacia la manifestación plena y definitiva.
Qui, primo advéntu in humilitáte carnis assúmptæ,
dispositiónis antíquæ munus implévit,
nobísque salútis perpétuæ trámitem reserávit:
ut, cum secúndo vénerit in suæ glória maiestátis,
manifésto demum múnere capiámus,
quod vigilántes nunc audémus exspectáre promíssum.
Quien al venir por vez primera
en la humildad de nuestra carne,
realizó el plan de redención trazado desde antiguo y nos abrió el camino de la salvación;
para que cuando venga de nuevo
en la majestad de su gloria,
revelando así la plenitud de su obra,
podamos recibir los bienes prometidos
que ahora, en vigilante espera,
confiamos alcanzar.
Compendio de la historia de la salvación
El texto original en latín procede de la reelaboración de dos prefacios que datan probablemente del siglo V y que se encuentran en el Sacramentario Veronés. Nos presenta una especie de compendio de la historia de la salvación, que en Cristo encuentra su cumplimiento: desde antiguo, Dios nos ha concedido el don de una buena voluntad para con nosotros, que se manifiesta en la economía de la salvación.
A esto se refiere la expresión “munus dispositionis antiquae”, que expresa el don y la tarea (“munus”) inherentes a la “oikonomía” de la alianza entre Dios y el género humano. Este don alcanzó su cenit en Cristo (“implevit” – realizado, llevado a plenitud), que quiso manifestarse en la humildad de la carne (cfr. Flp 2,7-8) y estableció la alianza nueva y eterna en su propia sangre. El sacrificio de Cristo nos ha abierto las puertas de la salvación eterna (“tramitem salutis perpetuae”); por eso, en la celebración eucarística elevamos a Dios el corazón lleno de gratitud, contemplando el misterio de la espera de la venida del Señor Jesús en el esplendor de la gloria (cfr. Mt 24, 30; Lc 21, 27; Hch 1, 10-11).
Cuando venga, nos unirá a sí a nosotros, sus miembros, para que entremos y tomemos posesión del reino prometido. Esta certeza que nos viene por la fe no es un mero deseo, sino que se basa en lo que sucedió en el primer advenimiento de Cristo: la Encarnación es el gran misterio que abre de par en par las puertas del Cielo y lleva a cumplimiento las promesas hechas por Dios a lo largo de la historia. Precisamente, la certeza de que Dios cumple sus promesas y la constatación de que actúa y salva en la historia son el fundamento de la esperanza que alimentamos en nuestro corazón.
La esperanza no es la vaga sensación de que todo irá bien, sino la espera confiada del cumplimiento de los planes de Dios. Dios actúa siempre, y cumple las promesas que hace; por eso podemos esperar, y podemos alimentar
Universidad Pontificia de la Santa Cruz (Roma)