“No te preocupes, la juventud es una enfermedad que se cura con la edad”, me espetó una vez un abogado veterano cuando yo estaba en los comienzos de mi carrera profesional. Ahora, con la edad (alguna edad), creo que puedo afirmar también lo contrario: “la edad es una enfermedad que se cura con la juventud”. En efecto, un corazón enamorado procura mantenerse siempre joven. Hay corazones jóvenes que habitan cuerpos viejos, y corazones viejos que habitan cuerpos jóvenes.
Una de las paradojas actuales es que, aunque la vida se ha alargado, las crisis existenciales se han adelantado en el tiempo. La aceleración del ritmo vital derivada del ansia de devorar experiencias de todo tipo lo antes posible ha precipitado las crisis matrimoniales. Lo importante parece ser la acumulación y la documentación de una experiencia tras otra (mediante el oportuno y omnipresente “selfie”, por supuesto). Tal es el impulso de capturar todos los momentos que, a veces, nos olvidamos de vivirlos y experimentarlos con la calma que reclaman algunos de ellos.
Crisis prematuras
En la relación matrimonial, estamos expuestos a la misma amenaza. Las crisis que antes sobrevenían a los diez años hoy llaman a la puerta a los dos. No es raro encontrar matrimonios recientes que fracasan por aburrimiento: “Y ahora que lo hemos probado todo ¿qué vamos a hacer?” Si a ello le sumamos el fácil y exhaustivo acceso a todo tipo de conocimiento que nos proporciona internet, en pocos años, sin darnos cuenta, podemos haber transformado nuestro matrimonio en una vetusta relación en la que ya todo se sabe de antemano.
Con la edad (que hoy podríamos sustituir por la acumulación de experiencias), la vida adquiere, en palabras de Romano Guardini (“Las etapas de la vida”), el carácter de lo “ya sabido”, pues se conoce el principio y el fin de buena parte de los acontecimientos, cómo se comportan las personas, cómo se desarrollan los proyectos, etc., y se pierde (o se puede perder) un elemento esencial de la felicidad: la capacidad de admiración. ¿Quién no ha conocido a una de aquellas personas resabiadas y prematuramente envejecidas a las que no es posible sorprender con ninguna novedad porque todo lo saben de antemano?
El aburrimiento ha sido considerado siempre como un síntoma clásico de la crisis de la mediana edad (hoy adelantada, como digo), que puede llevar a la desesperanza o, lo que es peor, a la desesperación (Julián Marías, en «El cansancio de la vida» ha explicado bien la diferencia entre una y otra: hay desesperanza cuando no se espera nada del futuro; hay desesperación cuando no se espera nada del presente). Sin esperanza no es posible la felicidad. Y en la base de la esperanza está la capacidad de admiración. Quien no es capaz de admirarse ante la vida y sus mil maravillosos avatares no puede ser feliz porque se hace incapaz de esperar, reconocer y descubrir lo nuevo cuando se presenta oculto en lo ordinario y conocido.
José Antonio Marina advertía de este peligro: “a mis alumnos les digo que las cosas no nos aburren porque sean aburridas, sino que porque somos aburridos nos aburren. Y es que ante una mirada pasiva las cosas se repiten, aunque sean nuevas y maravillosas. Por eso, lo que caracteriza, en último término, a la inteligencia creadora es la libertad para decidir en cada caso el significado que quiere que tengan las cosas” (Entrevista en Aceprensa, 25 diciembre 1996).
La belleza es biográfica
Nuestro matrimonio no puede formar parte de “lo ya sabido”, no es un acontecimiento que se pueda capturar en un “selfie” ni es una experiencia más.
A algunos jóvenes les sorprende, y hasta les produce cierta incomodidad, ver a parejas mayores mostrando expresiones fuertes de ternura y amor físico. Incluso algunos piensan que determinados piropos entre ellos son producto de una convención matrimonial o de la mera costumbre y no de la pasión o el enamoramiento. Todavía no saben que la belleza es acumulativa, biográfica, y cuando los ojos enamorados de aquel esposo de setenta años que ha convivido cuarenta y cinco con su esposa la contemplan, no ven solo el momento presente, sino toda su vida biográfica. Su mirada es capaz de añadir a la serena belleza de la madurez la frescura de la juventud, que él y solo él es capaz de reconocer en su esposa porque él y solo él la hecho carne de su carne y vida de su vida.
La belleza humana no desaparece nunca, permanece y se va aquilatando con los sucesivos descubrimientos que el amor va haciendo a lo largo de la vida, de modo que la belleza, ¡también la física!, de los veinte se aquilata con la de los treinta y esta con la de los cuarenta, y así sucesivamente.
Quien ama de verdad es capaz de ver en la persona amada toda la belleza existencial que ha ido acumulando, porque lo que iluminará su piel no serán los años de juventud ni la cosmética, sino el sentirse amada y deseada a través de una mirada enamorada.
Hace unas semanas, recibí un whatsapp de una cuñada mía en el que nos reenviaba un mensaje de su padre, de 81 años, en el que explicaba que su mujer estaba ingresada por un conato de infarto (gracias a Dios, ya fuera de peligro) y él iba a ir a su casa a recoger ropa e informes médicos. Y, por si a alguno de sus hijos se le ocurría ponerlo en duda, añadía: “después volveré al hospital para pasar la noche con ella, como he hecho los últimos 51 años”.
Acceder a la intimidad
Los demás contemplan a nuestra mujer o nuestro marido desde fuera y ven en ellos acaso una mera suma de rasgos, cualidades o defectos, pero nosotros, no. Si nos hemos entregado a fondo, nosotros vemos a la persona amada como ella misma se ve, desde dentro, desde su intimidad irrepetible.
Pero ¿cómo lograr esa frescura en nuestro matrimonio? ¿Cómo ver siempre a nuestro cónyuge con ojos nuevos, con la admiración de una mirada activa, abierta a la novedad de lo inédito, que espera descubrir y redescubrir a quien tanto y tan bien conocemos ya?
No depende de nosotros solos. Cada uno de nosotros podemos poner la actitud, las ganas, pero, a pesar de querer, el resultado se nos puede hacer esquivo. La única manera de descubrir lo más auténtico de la persona amada, aquello que es único, irrepetible y exclusivo, aquello que no vamos a encontrar en nadie más es acceder a su intimidad, es decir, al núcleo de su persona, al lugar de donde manan todas sus aspiraciones, anhelos, cualidades y defectos.
Pero nadie puede acceder a la intimidad de otra persona si esta no decide abrirla. Ni el mejor de los psicólogos puede penetrar en la intimidad de otro sin su concurso y colaboración.
El secreto para vivir una vida matrimonial en renovación constante consiste en salir de uno mismo y abrirse plenamente al otro, sin reservas y sin miedo a hacerse vulnerable. El tiempo, el conocimiento mutuo, el carácter de “lo ya sabido” que destacaba Guardini nos acaban engañando. Pensamos que ya la conocemos bien y acabamos renunciando a adentrarnos en ella todavía más.
Tres premisas
Pienso que, como mínimo, tres premisas son necesarias.
La primera es la convicción de que esa persona que un día escogí, como hizo ella conmigo, es la persona que Dios ha pensado para mí contando con mi libertad. Que, en ella, si la contemplo con esa mirada de que hablábamos, voy a encontrar los valores y cualidades que me harán crecer como persona, muchos de ellos diferentes y hasta contrapuestos a los míos, acaso para que hagan de contrabalanza. ¿Cómo se crece espiritualmente sino en el encuentro con el valor, con un valor más alto que tú mismo?
Me viene a la memoria el cuento de la Bella y la Bestia, donde un ser despreciable, ingrato, violento y despiadado, en el encuentro con un valor más alto que él, Bella, no solo crece, sino que vuelve a ser quien en verdad era. Cuántas veces en nuestra vida matrimonial hemos dejado de ser nosotros mismos, nos hemos endurecido y avinagrado. El camino para volver a ser quién éramos y crecer como persona es mirarnos en el espejo de los valores de nuestra mujer o nuestro marido.
La segunda es el tiempo, pero un tiempo bien empleado, un tiempo indiviso en que nos dediquemos uno a otro, apartándonos del mundanal ruido, para abrir nuestro corazón y revisitar tantos lugares de nuestro matrimonio: los roles y tareas del hogar, el deporte, el tiempo personal, el ocio, la cultura y las actividades familiares; la familia extensa, el trabajo, las finanzas y los gastos familiares y personales; nuestra vida interior; nuestro estilo de comunicación, nuestra escucha y confianza, nuestras rutinas y hábitos; lo que nos gusta y nos disgusta; lo que damos y esperamos; las reglas que hemos establecido explícita o implícitamente; nuestra vida sexual, su calidad y frecuencia; nuestras heridas, el perdón y el agradecimiento…
Y la tercera es la sinceridad, unida a una cierta ingenuidad: es mejor volver a preguntar que darlo por sabido; volver a pedir que renunciar a obtenerlo; volvérselo a decir que esperar a que lo pida. La infancia matrimonial es un cierto estado de ingenuidad del espíritu que lo mantiene siempre abierto a la novedad.
Redescubrir la sexualidad
También en el terreno de la relación sexual se producen transformaciones que desorientan a los cónyuges y que, si no se conocen ni se hablan serenamente, pueden conducir a peligrosos coqueteos o ensoñaciones de una vida sexual fuera del matrimonio. El mayor deseo sexual del varón continúa presente en la psique, pero, llegada cierta edad, como consecuencia de la dilatación del período de excitación, necesita más atención y un estímulo y preparación del acto sexual más prolongado, lo que suele coincidir con un período de mayor inhibición de la mujer, quien, por el contrario, acentúa su tendencia al rol pasivo en la relación sexual. Esta divergencia, si no se reconduce, genera perplejidad y desazón.
Es el momento de rehacer nuestra vida sexual. Salir de la rutina y volver a pensarla. Hablar sin trabas, barreras ni falsos pudores. Ya nos conocemos. Se trata de revitalizar un aspecto esencial de nuestro matrimonio pensando, primero, en el otro.
Sabemos ya que el varón tiene mayor deseo, que para él la frecuencia (¡mínima, semanal!) y plenitud de las relaciones sexuales tiene un significado emocional y le transmite confianza y seguridad en los demás ámbitos de su vida y que espera que su mujer también tome la iniciativa.
Sabemos también que la mujer necesita más tiempo de preparación y más anticipación, a veces, horas, que necesita preparar su cuerpo y sus afectos, que para ella el sexo empieza en el corazón y se nutre de los detalles, la comprensión, la ternura y el cariño.
Dicho esto, una vez los dos entregan sus cuerpos, ambos han de disfrutar. Al ser las curvas de excitación diferentes, los dos tiene un compromiso con el goce mutuo: el varón, para acompañar a su mujer, con las caricias oportunas, si ella quiere llegar a la excitación total; la mujer, para preparar sus afectos durante las horas previas y también para ayudar al varón cuando este lo necesite.
Sobre la base del más absoluto respeto (si uno no quiere, no hay más que hablar), orientados a la búsqueda de la unión y no de la absorción egoísta del placer y siempre que se respete el significado pleno de la sexualidad (es decir, se acoja la naturaleza femenina sin alterarla, sino respetando los períodos fértiles e infértiles), todo es posible y admisible en el encuentro sexual dentro del matrimonio.
La excitación mutua, las caricias y los besos en las zonas erógenas del cuerpo y las posturas sensuales forman parte de la humanización del acto sexual, no presentan ningún reparo moral y son aconsejables, siempre que se vivan con delicadeza, sean consentidas y no hieran la sensibilidad de uno de los cónyuges.
Lo ha explicado Juan Pablo II en su Teología del cuerpo: “No hace al hombre impuro lo que entra por la boca sino lo que sale del corazón. Cristo no vincula la pureza en sentido moral con la fisiología y los procesos orgánicos. Ninguno de los aspectos de la inmundicia sexual, en sentido estrictamente somático, biofisiológico, entra de por sí en la definición de la pureza o de la impureza en sentido moral (ético)” (Catequesis 50, del día 10 de diciembre de 1980).
Un siglo antes, Tolstoi había puesto ya estas palabras en boca de Pózdnyshev, el protagonista de su novela “Sonata a Kreutzer”: “Porque el vicio no estriba en lo físico, porque ninguna barbaridad física es en sí depravada; el vicio, la verdadera depravación, está en sentirse liberado de todo compromiso moral hacia la mujer con la que estableces un contacto físico. Y justamente esta falta de compromiso es lo que yo consideraba meritorio”.
Para amar “todos los días de nuestra vida” hemos de dar vida a todos los días de nuestro amor.
Secretario General de la International Federation for Family Development (IFFD)