Educación

Suicidio juvenil y educación

El cultivo de la trascendencia, encontrar un sentido para la vida, la dimensión espiritual de la persona debe cultivarse si no queremos dejarles a nuestros jóvenes amputados en su alma.

Javier Segura·7 de febrero de 2022·Tiempo de lectura: 3 minutos
suicidio

Es alarmante el número de suicidios entre los jóvenes y adolescentes y, sobre todo, cómo va incrementándose la incidencia hasta llegar a ser la principal causa de muerte juvenil. La sociedad está cayendo en la cuenta de ello. Se habla en distintos medios de comunicación y entre los profesores sobre el tema, con una gran inquietud. ¿Cómo prevenir esta lacra?

La adolescencia es un momento especialmente inestable y muchos chicos y chicas pasan por experiencias que les cuesta superar porque psicológicamente están en un momento difícil. Hay un componente en esta edad que se añade a la problemática del suicidio. Y está claro que la pandemia y la gestión que hemos hecho de ella, encerrando en casa a todo el mundo, llenando su mente de miedos, quitándoles relaciones sociales no ha ayudado precisamente a tener un equilibrio emocional.

Pero más allá de estas dos claves, debemos preguntarnos si no habría que hacer algo realmente eficaz desde el ámbito educativo para luchar contra el suicidio entre los jóvenes. Son loables y necesarias iniciativas como el teléfono de la esperanza, pero hemos de preguntarnos sinceramente, sin culpabilizarnos, por esta cuestión a fondo. ¿Está fallando algo en la educación que les damos a nuestros niños y adolescentes?¿Qué más podemos hacer desde la familia y desde la escuela?

La primera idea que se me ocurre es que es necesario introducir en la educación reglada, y mucho más en la que reciben en casa, un ámbito donde se trabaje precisamente el llenar de sentido la vida, la dimensión más trascendente de la persona. Evidentemente esto se hace desde la asignatura de Religión con la última referencia de Dios como sentido de la vida. Pero sin duda debiera ser un aprendizaje que pudiese llegar a todos los alumnos, pues es una dimensión esencial a la persona. El cultivo de la trascendencia, encontrar un sentido para la vida, la dimensión espiritual de la persona debe cultivarse si no queremos dejarles a nuestros jóvenes amputados en su alma. Y para ello no es obligatorio hacerlo desde la perspectiva que aporta la religión católica. Hay otras cosmovisiones que intentan dar respuesta a las grandes preguntas del ser humano. Y los alumnos tienen derecho a conocerlas.

En esta línea iba la propuesta que la Conferencia Episcopal Española hizo al Ministerio de Educación al presentar un área que trabajase esta dimensión humanista desde distintas opciones y que, por desgraciada, el Ministerio desestimó. Las preguntas sobre el sentido del dolor, de la muerte, las esperanzas más profundas y los anhelos más íntimos del corazón, la misma pregunta sobre Dios, están en la mente y el corazón de los jóvenes. Y una educación que no aborde esos temas es simplemente una educación a la que le falta una dimensión esencial.

En segundo lugar es necesario hacer una autocrítica radical. No hemos preparado a nuestros jóvenes para el sufrimiento y la frustración. Nuestra educación –también la que damos en los ámbitos de familia y parroquias- falla en esto estrepitosamente. Leía en un artículo en el que un padre daba testimonio sobre el suicidio de su hijo, que un joven cuando se suicida lo que realmente quiere es dejar de sufrir, no tanto acabar con su vida. Y es verdad. Les hemos enseñado a nuestros adolescentes muchas habilidades y conocimientos, menos la capacidad de sufrir. Les hemos ocultado que el sufrimiento, el fracaso, el dolor forman parte de la vida como lo son el gozo, el crecimiento o la alegría. Y por ello no saben cómo gestionar las  experiencias más duras que tiene la vida.

Llenar de sentido la vida, infundir razones para la esperanza, es el camino en positivo para salir adelante. Desarrollar una capacidad de acoger el sufrimiento y las dificultades, sabiendo asumirlas y aprender de ellas es también otro de los modos en los que salimos de los baches de la vida. Son las dos alas que nos permiten elevar el vuelo cuando la sombra nos acecha y se cierne sobre nosotros.

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