San Antonio quedó huérfano a los 20 años, y su vida estuvo ligada desde el principio a la soledad y el ayuno. Entregó sus bienes a los pobres y se retiró al desierto, donde combatió las tentaciones del demonio y se dedicó a la oración, con austeridad de vida. Con él se formaron grupos de monjes consagrados al servicio de Dios. Por su capacidad para sacar a las almas de los pecadores del infierno, suelen encenderse hogueras en su honor. “El demonio teme al ayuno, la oración, la humildad y las buenas obras –decía–, y queda reducido a la impotencia ante la señal de la cruz”.
Su modo de vivir en soledad, abandonando la forma de vida habitual, y dejando atrás bienes y afectos del mundo, le han convertido en padre de esa forma de monacato primitiva conocida como anacoretismo, ha explicado Antonio Moreno. Posteriormente surgirían las primeras comunidades cenobíticas compuestas por monjes que vivían en un monasterio, con una regla, como viven hoy numerosas congregaciones religiosas.
Según el Martirologio romano, trabajó para fortalecer la acción de la Iglesia, sostuvo a los confesores de la fe durante la persecución del emperador Diocleciano, apoyó a san Atanasio contra los arrianos y reunió a numerosos discípulos. Se le conoce como el del cerdito porque en la Edad Media, los antonianos tenían permiso para que sus manadas de cerdos, que alimentaban a los pobres, pudieran pasar sin restricciones por los pueblos. En no pocas localidades, las parroquias bendicen en la fiesta de su protector a los animales domésticos.