Familia

Santa Mónica y el café de las madres en el siglo IV

Hoy pones la lavadora, mandas unos informes, vas a buscar a los niños al colegio, tomas un café con las amigas, te haces unas mechas y sigues siendo madre y esposa. Santa Mónica, paradigma de la vocación familiar en la Iglesia católica, probablemente hacía algo muy parecido a nosotras pero en su versión del siglo IV.

Paloma López Campos·27 de agosto de 2023·Tiempo de lectura: 4 minutos
Madre

Una madre con sus hijos (Unsplash / Hillshire Farm)

Quien es esposa y madre sabe que nunca podrá dejar de serlo. Hoy pones la lavadora, mandas unos informes, respondes veinte correos, vas a buscar a los niños al colegio, tomas un café con las amigas, te haces unas mechas para disimular las canas, y sigues siendo madre y esposa. Santa Mónica, paradigma de la vocación familiar en la Iglesia católica, probablemente hacía algo muy parecido a nosotras pero en su versión del siglo IV.

En el año 332 nació en Argelia Mónica de Hipona. Es conocida por ser la madre del brillante (y algo problemático) intelectual, san Agustín. Su incansable amor y dedicación a los varones de su hogar, que tantos dolores de cabeza le provocaron sin duda alguna, han hecho de ella el paradigma de la esposa y madre católica. Paciente, bondadosa, humilde, generosa, honesta, honrada… Santa Mónica vivió en plenitud aquello que san Pablo cantara acerca de la caridad.

Es fácil creer que Mónica de Hipona no tuvo grandes ambiciones de grandeza en su vida, lo cual la convierte todavía más en un ejemplo para vivir lo cotidiano. Creció en una familia católica y su educación estuvo a manos de una criada que compartía la fe del hogar. Siendo todavía muy joven se casó con un miembro del senado de su ciudad, Patricio. Este decurión era mayor que ella y tenía vicios que chocaban frontalmente con los de su esposa: era dado a la bebida, libertino y de temperamento violento.

Mónica resistió con paciencia todas las faltas de su marido. Se sabía engañada y aguantaba los arrebatos de cólera, pero no era un ángel impasible. Ella también necesitaba respirar, tomar distancia. ¿Sabes ese café con las amigas que te devuelve la vida tras una semana de deberes de matemáticas con tu niño pequeño? La santa tendría su equivalente. Tagaste era una ciudad llena de comercio y cultura, por lo que no es difícil imaginar a Mónica paseando por sus calles, entretenida hablando con alguna vecina, curioseando por los puestos, tal vez acariciando al burrito cargado de mercancía, o sentada en un banco de la iglesia, donde acudía todos los días para rezar por su marido, que vaya humor tiene hoy…

Sabemos gracias a san Agustín que su madre dedicaba mucho tiempo a la oración por los miembros de su familia. Cada lágrima estaba ofrecida a Dios y sus ruegos encontraron respuesta. Patricio se convirtió al final de su vida, falleció poco después de abrazar el cristianismo y Mónica decidió no casarse de nuevo. Era momento de dedicarse por completo a sus hijos.

Los descendientes del matrimonio no estaban bautizados. El padre se negó a ello cuando nacieron, por lo que los pequeños crecieron sin recibir el sacramento. Sin embargo, Mónica se aseguró de hacer lo que todas las madres: un gesto, una frase, una mirada… La casa de Tagaste estaba, seguro, impregnada del suave olor de Cristo. Era una fragancia delicada, pero la santa la repartía por las habitaciones del hogar a la espera de que alguno pillara la indirecta.

El famoso Agustín no fue el único hijo de Mónica al que ella dedicaba esos gestos de madre. Tres de sus descendientes sobrevivieron a la infancia, un varón llamado Navigio, una niña cuyo nombre se desconoce, y el obispo de Hipona. Poco se sabe de los hermanos del santo en comparación con él, que dejó su propia biografía en las “Confesiones”.

Agustín dice de sí mismo que desperdició su vida siendo un vago. Su inteligencia y carisma le abrieron las puertas a un mundo de descontrol y sensualidad, que más tarde condenó en su obra. A pesar de ello, fuera del hogar familiar mantuvo una relación estable con una mujer y a los diecisiete años tuvo un hijo, Adeodato.

Santa Mónica conocía el estilo de vida de su hijo y sufría por él. Sin embargo, ya se sabe que era una mujer, un ser humano. Agustín consiguió desquiciar a su madre, quien le echó de casa cuando el joven volvió con ella obsesionado con algo del maniqueísmo y más cosas de jóvenes que no hay quien entienda. Pero el destierro no duró mucho. Al parecer la santa recibió en una visión aliento para reconciliarse con su hijo. Mónica abrió de nuevo las puertas para que Agustín regresara y siguió rezando con la convicción de que “no se perderá el hijo de tantas lágrimas”.

La paciencia de la madre se vería probada de nuevo no mucho más tarde. El hijo escapó a Roma y Mónica, con ese instinto maternal que sigue a los niños hasta el fin del mundo, viajó tras él. Con decepción se dio cuenta de que llegaba tarde, pues Agustín partió a Milán antes de que la santa llegara. El dolor provocado por este juego del ratón y el gato se vio paliado por un evento esencial en la vida del joven: en Milán se encontró con el obispo Ambrosio, figura clave para su conversión al cristianismo.

Cuando san Agustín abrazó la religión de su madre, llegó a la vida de santa Mónica un tiempo de paz. Adeodato, Agustín y Mónica vivieron juntos en la actual Lombardía. El pequeño recibió el bautismo, pero falleció dos años después, cuando todavía no contaba con veinte años.

Para entonces, el espíritu de santa Mónica reclamaba una vuelta a casa, al continente africano. Su entrega y oración daban frutos que ella empezaba a ver, ya era hora de descansar. Sin embargo, nunca pisó de nuevo su hogar. Dios llamó a Mónica en Ostia, Italia. Su muerte inspiró a Agustín para escribir las páginas más bellas de las “Confesiones”, y a dejar prueba del legado de su madre: una mujer que vivió en plenitud su vocación como esposa y madre, que acogió las pruebas y los consuelos.

Tras su muerte, santa Mónica empezó a ser considerada ejemplo para las mujeres cristianas. Su vida consistió en llevar con amor el equivalente del siglo IV a nuestras lavadoras, nuestros paseos de chófer entre prácticas de fútbol y cumpleaños, el silencio ante el bufido de los adolescentes y la caricia al marido enfurruñado porque el Real Madrid no mete gol. Esposa y madre, como ayer, como hoy, como siempre.

Santa Mónica recibiendo el cíngulo de manos de la Virgen María (Wikimedia Commons)
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