San Camilo de Lelis nació en 1550 en Bucchianico, Italia. Su madre era sexagenaria cuando tuvo a su hijo. Era alto de estatura para la época, de 1.9 metros. Se enroló en el ejército veneciano para luchar contra los turcos, pero pronto contrajo una enfermedad en la pierna que le hizo sufrir toda su vida. En 1571 ingresó como paciente y criado en el hospital de incurables de San Giacomo, en Roma. Nueve meses después fue despedido a causa de su temperamento revoltoso, y volvió a ser soldado contra los turcos. Uno de sus vicios era el juego de azar. En 1574 apostó en las calles de Nápoles sus ahorros, sus armas, todo lo que poseía y perdió hasta la camisa que llevaba puesta.
Obligado a la miseria y recordando un voto que había hecho tiempo antes de ingresar en los franciscanos, entró a trabajar en la construcción de un convento en Manfredonia. Las prédicas que allí escuchó en 1575 lo llevaron a una profunda conversión, cuando Camilo tenía 25 años. Entonces, comenzó una nueva vida. Ingresó en los capuchinos, pero la enfermedad de su pierna impidió su profesión religiosa. Volvió al hospital de San Giacomo, donde volvió a ocuparse del cuidado de los enfermos.
Renovación del hospital
Los hospitales de aquella época, en su exterior, eran edificios muy presentables y a veces parecían verdaderos palacios. Pero en las salas de los enfermos se desconocía la higiene y la limpieza más elementales. Los médicos de la época tenían horror al aire. El servicio estaba desatendido. La mayor parte de los enfermeros eran condenados por la justicia que cumplían sus penas trabajando en aquella pestilencia.
Con Camilo todo cambió. Recibido con los brazos abiertos, después de su «conversión» ejerce de enfermero, a la vez que medicaba su dolencia. Y dio muestras de una diligencia y unos sentimientos tan fraternales para con los enfermos, que muy pronto fue nombrado administrador y director del establecimiento. Aprovechó enseguida sus poderes para mejorar la situación del centro; cada enfermo tuvo su cama con ropa limpia; mejoró mucho la alimentación; los medicamentos se dieron con rigurosa puntualidad; y, sobre todo, con su gran corazón, asistía personalmente a los dolientes, les compadecía en sus padecimientos, consolaba a los moribundos y les preparaba para su hora postrera, excitando al mismo tiempo el celo de todos, sacerdotes y seglares, en favor de los que sufrían.
Inspiración divina
Una noche tuvo un pensamiento (era en agosto de 1582): “¿Y si reuniera yo a unos hombres de corazón en una especie de congregación religiosa, para que cuidasen a los enfermos, no como mercenarios sino por el amor de Dios?”. Sin tardanza comunicó la idea a cinco buenos amigos, los cuales la aceptaron con entusiasmo. Inmediatamente transformó una estancia del hospital en capilla. La presidía un gran crucifijo.
Otros altos dirigentes del hospital no vieron con buenos ojos el plan y el dinamismo del santo; prohibieron las reuniones de los congregados y desmontaron la capilla, sin oponerse a que Camilo se llevase el crucifijo a su aposento, con el corazón transido de pena. Rezando ante el mismo, vio poco después que el Cristo se animaba y le tendía los brazos, diciéndole: “Prosigue tu obra, que es mía”.
Definitivamente animado, se dispuso a marchar adelante. Decidió entonces con sus compañeros fundar una congregación: los Siervos de los Enfermos. Comprendió, empero, que para realizar sus deseos, le faltaban dos condiciones: el prestigio y la independencia. El prestigio creyó que debía ser el del sacerdocio. Y por esto emprendió el estudio de la Teología, que enseñaba a la sazón en el Colegio Romano el célebre doctor Roberto Belarmino. A los dos años celebraba su primera Misa. La independencia la adquirió abandonando el hospital y alquilando una modesta casa para sí y sus compañeros. De ella salían a diario para prestar servicios en el hospital del Santo Espíritu, cuyas vastas salas acogían a más de mil enfermos. Lo hacían con tanto amor como si curasen las heridas de Cristo. Los preparaban así para recibir los sacramentos y morir en las manos de Dios.
Afianzamiento de la misión
En 1585, habiendo crecido la comunidad, prescribió a sus miembros un voto de atender a los prisioneros, a los enfermos infecciosos y a los enfermos graves de las casas particulares. Desde 1595 envió religiosos con las tropas para servir de enfermeros. Tal fue el comienzo de los enfermeros de guerra, antes de que existiese la Cruz Roja.
En 1588, un barco con enfermos apestados no recibió permiso para entrar en Nápoles; los Siervos de los Enfermos fueron a la nave a asistirlos y murieron de la enfermedad. Fueron los primeros mártires de la nueva congregación. San Camilo de Lelis también asistió heroicamente en Roma durante una peste, que asoló la ciudad. En 1591, San Gregorio XIV elevó la congregación a la categoría de orden religiosa. San Camilo preparó a morir cristianamente a muchos de aquellos hombres y mujeres, disponiendo que las oraciones continuasen al menos un cuarto de hora después de la muerte aparente.
Un enfermo al servicio de los enfermos
Camilo sufrió mucho toda su vida. Padeció durante 46 años a causa de su pierna, que además tuvo fracturada desde sus 36 años. Tenía también dos llagas muy dolorosas en la planta del pie. Desde mucho antes de morir, padeció de náuseas y apenas podía comer. Sin embargo, en vez de buscar el cuidado de sus hermanos, los enviaba a servir a otros enfermos. Fundó quince casas religiosas y ocho hospitales. Tenía el don de profecía y milagros, además de muchas gracias extraordinarias. En 1607 renunció a la dirección de su orden, pero asistió al capítulo en 1613. Murió el 14 de julio de 1614, a los 64 años de edad. Fue canonizado en 1746. Los Papas León XIII y Pío XI le proclamaron patrono de los enfermos y de sus asociaciones, junto con San Juan de Dios.
La Orden cuenta hoy con 1.770 miembros, entre profesos, novicios y aspirantes, repartidos por toda Europa, América del Sur o China, entre otros, y cuida unos siete mil enfermos en 145 hospitales.