El sacerdote san José Gabriel Brochero es el primer santo canonizado que nació, vivió y falleció en la República Argentina. Popularmente es conocido como el “Cura Brochero”. Nació el 16 de marzo de 1840. Al día siguiente fue bautizado. Su familia estaba compuesta por padres que desempeñaban duros trabajos rurales, lo que no sería obstáculo para que formaran una brillante familia numerosa fiel a la Fe católica, austera hasta el extremo y compuesta por diez hijos, uno de los cuales sería sacerdote (José Gabriel Brochero) y dos de las mujeres fieles religiosas de la Congregación de las Hermanas del Huerto.
Murió de lepra el 26 de enero de 1914. La enfermedad duró muchos años, y lo fue “devorando” de a poco. La había contraído como consecuencia de su asistencia perseverante a un anciano que padecía dicho mal, pese a todas las advertencias que se le hacían. Él no quiso abandonarlo, puesto que era consciente de que era la única persona que lo visitaba. Su fiesta se celebra, cada año, el 16 de marzo. Fue beatificado el 14 de septiembre de 2013 y canonizado el 16 de octubre de 2016.
Su ministerio sacerdotal
En lo que hace a su trabajo sacerdotal, consignamos que el 4 de noviembre de 1866 fue ordenado sacerdote en la Catedral de Córdoba (Argentina). Al año siguiente manifestó sus agallas sacerdotales destacando por su valiente generosidad al asistir a enfermos y moribundos durante la epidemia de cólera que azotó a la ciudad de Córdoba en 1867, muriendo un porcentaje importante de la población (2.300 personas sobre unas 30.000).
A fines de 1869 el obispo le confió el extenso “Curato” de San Alberto: diez mil habitantes dispersos en zonas desérticas y montañosas, a lo largo y ancho de 4.336 kilómetros cuadrados, en una zona incomunicada por la interposición de las “Sierras Grandes”, macizo de piedra de 2.200 metros de altura, cuya travesía, si bien no era muy elevada, era muy peligrosa e inhóspita, razón por la que estaba aislada de los sitios más civilizados.
En su “Curato” los lugares eran distantes, y casi no había caminos ni escuelas. Además, el estado moral y la indigencia material de sus habitantes eran lamentables. No obstante, el corazón apostólico de Brochero convirtió aquella zona en un centro de espiritualidad y zona productiva floreciente.
La sede del Curato se llamaba “Villa del Tránsito” (hoy “Cura Brochero”), se componía de tan sólo doce casas precarias, sin servicio alguno. En aquel sitio el analfabetismo, el concubinato, el alcoholismo, el robo y la pobreza hacían estragos, a lo que se añadía la falta absoluta de instrucción religiosa y la carencia de sacramentos.
El Cura Brochero, consciente de que las autoridades estatales de la capital provincial no manifestarían interés alguno por aquellos sitios abandonados, comprendió que si no organizaba a la población para que elevasen por sí solas su propia dignidad humana, no podría predicar el Evangelio con eficacia; por tanto, con notable liderazgo espiritual, sacramental y moral organizó a los habitantes en cuadrillas abocadas a construir capillas y escuelas, trazar caminos en lugares rocosos y escarpados, y abrir acequias de riego que harían llegar a los cultivos el agua desde los ríos de montaña, lo que transformó a la zona en un vergel.
Muchas de estas obras aún hoy perduran, y entre ellas destaca el “Camino de las Altas Cumbres”, que fuera utilizado en competiciones del rally internacional.
A lomo de mula
A diferencia del santo Cura de Ars, a quien el Espíritu Santo impulsó a desarrollar una notable pastoral “estática”, centrada en las confesiones y la predicación al pueblo fiel, el Cura Brochero fue impulsado por el Espíritu Santo a la tarea “dinámica” de la pastoral parroquial, razón por la que a lomo de mula hizo miles de kilómetros (“miles” en sentido literal), para visitar a todos sus feligreses y llevarles la Fe, el consuelo y los sacramentos, soportando crueles heridos en su trasero incurablemente llagado.
Un día comprendió que sus esfuerzos nunca dejarían frutos espirituales sólidos si no lograba la conversión profunda de las almas que le habían sido confiadas; y también entendió que la única manera de convertir a tanta gente pobre y abandonada era hacerlos participar, a “todos” (y en especial a los analfabetos, concubinos, alcohólicos, bandidos perseguidos por la ley, etc.), en tandas de ejercicios espirituales de al menos ocho días (con menos de ocho, él consideraba que no se podía hacer “nada serio”).
En esas tandas había cuatro días dedicados a la formación en la doctrina cristiana básica, y otros cuatro a la vida de oración en sí.
En pos de este objetivo construyó una inmensa casa de retiros en la sede de su parroquia, sitio casi abandonado. Aunque todos sus feligreses consideraron la propuesta una locura, se hizo: dicen que no hay santidad sin algo de magnanimidad.
Se construyó en poco tiempo, y sólo en el primer año de uso, participarían de modo “misterioso” en aquellas tandas de ejercicios espirituales un total de 2.240 ejercitantes (sumando las tandas de varones y las de mujeres). Quien conozca hoy el lugar, no encontraría explicación humana a tal hecho. Y esta práctica se mantuvo firme, en aquella zona despoblada, desde 1877 hasta 1914 (año de su muerte). Hubo tandas de ejercicios de hasta 900 participantes.
Si se tiene en cuenta que en aquellos años no había ni radio, ni TV, ni WhatsApp, ni redes sociales, ni freezer, ni neveras, ni cadenas alimentarias de frío, ni gas, ni agua potabilizada, y que los medios de transporte eran a pie o tracción a sangre, no hay duda que el soplo del Espíritu Santo en ese sitio, y la correspondencia a la gracia del santo cura, fueran dos realidades indudables.
Su fe, tal como nos pidió Jesucristo, era capaz de “sacar hijos de Abraham de las mismas piedras” (Mateo 3, 9). Por otra parte, la población de la sede donde se construyó la casa de retiros era de tan sólo un centenar de personas, de modo que al resto de los ejercitantes había que salir a buscarlos por zonas aisladas y distantes, lo que hacía que el éxito fuera completamente inexplicable sin la acción del Espíritu y la correspondencia a la gracia.
La lección más importante que nos brindó a los sacerdotes se puede sintetizar así (no son palabras de él): «Para convertir a los ignorantes y a los rudos: ¡Ocho días de ejercicios… al menos!» Fue un gran promotor de los retiros espirituales populares, para las gentes sencillas, y también un gran inspirador de aquellos párrocos que consideran fundamental contar, en su propia parroquia, con casas de ejercicios: ¡nada de hacer depender los retiros espirituales de la libre disponibilidad de fechas de otras casas de retiros!
A todo lo dicho se añade la innumerable cantidad de anécdotas recogidas que reflejan su buen humor, su confianza en la gracia, su fe en la necesidad de los sacramentos, y la importancia de la promoción humana como base de apoyo para la acción del Espíritu Santo; estas anécdotas son inagotables y muy interesantes, pero la brevedad impide exponerlas.
Su muerte
Al morir tenía setenta y tres años. La última parte de su vida estuvo ciego y muy sordo, y abandonado por casi todos… por pánico a la lepra, que helaba los buenos sentimientos. Téngase presente que si hoy tenemos miedo al “coronavirus”… ¡cuánto más lo era el miedo a la lepra entonces!
Murió con todos los sacramentos, soportando agudos dolores. Lo enterraron a cuatro metros de profundidad en la capilla de la casa de ejercicios, y cubrieron el ataúd con cal viva, tras lo cual quemaron todas sus pertenencias, excepto los libros parroquiales.
Hoy sobreviven aquellos libros que registran su fe viva en los sacramentos, prueba de lo cual es la inconmensurable cantidad de personas a las que atendió, así como los frutos silenciosos que perseveran en esa zona a la que extrajo del abandono geográfico y la pobreza espiritual, razón por la que todos sus habitantes (creyentes o no, católicos o anti-católicos), de modo unánime, lo estiman como líder histórico en todos los ámbitos: humano, espiritual, moral y religioso.
En la zona donde se desempeño su ministerio se dice que el cura Brochero, como imagen sacerdotal de Cristo, es merecedor de una fama y un cariño que lo han convertido en un “intocable”, digno título para quien consumió su vida como lo hacen las velas que en el altar rinden culto a Dios Padre.
Al Cura Brochero, distinguidos folkloristas argentinos lo honraron con una bella canción, que se puede escuchar a continuación, “Un paso aquí un tranco allá”, que sintetiza muy bien su vida.
Santa Fe, Argentina